P. Carlos Cardó SJ
Yo se los digo: si no hay en ustedes algo mucho más perfecto que lo de los fariseos, o de los maestros de la Ley, ustedes no pueden entrar en el Reino de los Cielos. Ustedes han escuchado lo que se dijo a sus antepasados: "No matarás; el homicida tendrá que enfrentarse a un juicio". Pero yo les digo: Si uno se enoja con su hermano, es cosa que merece juicio. El que ha insultado a su hermano, merece ser llevado ante el Tribunal Supremo; si lo ha tratado de renegado de la fe, merece ser arrojado al fuego del infierno. Por eso, si tú estás para presentar tu ofrenda en el altar, y te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda ante el altar, y vete antes a hacer las paces con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda. Trata de llegar a un acuerdo con tu adversario mientras van todavía de camino al juicio. ¿O prefieres que te entregue al juez, y el juez a los guardias que te encerrarán en la cárcel? En verdad te digo: no saldrás de allí hasta que hayas pagado hasta el último centavo.
Han
oído que se dijo… Yo les digo… La gente se admiraba de la
autoridad con que Jesús enseñaba, tan distinta a las de sus maestros y doctores
de la ley. No sólo hablaba en primera persona, cosa que los rabinos evitaban
siempre, limitándose a repetir las enseñanzas de otros maestros de mayor
prestigio, sino que Él aclaraba, interpretaba y llegaba hasta modificar la ley.
Esto causaba indignación a las autoridades religiosas; y lo que
ciertamente no podían soportar era su pretensión de modificar y proponer de un
modo nuevo el núcleo mismo de la Ley, los mandamientos. Para ello Jesús
empleaba la fórmula: han oído ustedes que
se dijo…, pues bien yo les digo… Por supuesto que ellos habían oído y, en
el caso de los diez mandamientos, tenían la certeza de que esas palabras sagradas
habían sido dictadas directamente por Dios a Moisés, que se las transmitió. De
modo que al decir Jesús: pues bien, yo
les digo, ponía su yo en el mismo
nivel de Dios (Yo-soy), pretendía tener
la misma autoridad del legislador divino.
Por eso lo acusarán de blasfemo porque, siendo un hombre, se hacía
pasar por Dios (cf. Jn 10, 33). Pero
Jesús no da marcha atrás. Juan en su evangelio hace ver la convicción interior
que lo movía a obrar así: Porque yo no he
hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado es el
que me ordena lo que tengo que decir y enseñar. Y sé que su enseñanza lleva a
la vida eterna. Así, pues lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre (Jn
12,49-50).
La novedad que trae Jesús en su enseñanza consiste en que Él no
propone normas y preceptos legales más estrictos aún que los anteriores, sino la
buena noticia –evangelio– de que Dios obra en nosotros y nos concede el don de
comportarnos entre nosotros a la manera como Él se comporta con nosotros. En el
fondo, la nueva moral de Jesús tiene como fundamento el amor del Padre, que Él
revela. En adelante, todo quedará
contenido en un único mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu
prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios.
A partir de aquí se entiende el giro que da Jesús a los
mandamientos. Lo primero de todo es el respeto que debemos tener a la vida del
otro. Por eso, no basta no matar; cuando
se odia, se insulta o se desprecia a alguien, se le está matando en cierta
forma.
La advertencia que hace Jesús es severa: el odio repercute en la
misma persona que lo consiente, es veneno del alma y lleva a un final
desastroso. Jesús lo expresa viva y crudamente: Será condenado al fuego que no se apaga. El original dice: Será condenado a la Gehenna, y se refiere
a un lugar en el valle de Innon, fuera
de los muros de Jerusalén, en el que los paganos sacrificaban víctimas humanas al
dios Moloch. Para desacralizarlo, los hebreos lo habían convertido en un basurero, en el que
quemaban las inmundicias.
El fuego de la Gehenna ardía día y noche. Lo que viene a decir
Jesús es que quien odia, quien deja de considerar al otro como un hermano, es
como si hubiera hecho arder su propia vida, arrojándola a la basura.
Por eso es tan importante llegar al acuerdo, porque el desacuerdo
significa negar la propia condición de hijo de Dios y de hermano de mi
contrincante. Y esta es la razón por la cual el acuerdo está por encima de la
ofrenda que se debe dar a Dios, por encima de los actos religiosos exteriores.
No se puede llamar Padre a Dios ni sentarse a la mesa de los
hermanos si primero no se perdona al hermano. Y –la aclaración es importante–
se debe advertir que Jesús dice: Si
recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti… ve primero a reconciliarte con
tu hermano, lo cual se refiere no sólo al caso de que yo haya cometido algo
contra el prójimo, sino a que la relación se ha roto porque el otro es quien
tiene algo contra mí.
La fraternidad rota es un mal en sí. Si de manera deliberada,
pudiendo hacerlo, no se ponen los medios para repararla se incurre en una falta
que impide compartir la mesa de la comunión. Tal omisión manifiesta que el otro
ya no importa, ya no se le considera un hermano. Quien de esta manera se
desentiende del hermano demuestra que él mismo ha dejado de ser hijo.
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