P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!”.
El núcleo del texto se centra en el imperativo del versículo 7: Pidan. Se trata de saber cómo orar. La
oración ha de ser asidua, duradera y perseverante. Ahora bien, como esta
enseñanza-mandato aparece en el evangelio de Mateo precedida por el precepto de
no juzgar y seguida por la llamada
regla de oro de la moral: traten a los
demás como quieren que ellos los traten, se puede decir que lo que debemos
pedir y lo que Dios nos da, ciertamente, es la capacidad de comprensión, el
amor al prójimo.
Pidan
y se les dará. Según San Agustín, Jesús nos
manda pedir, no porque Dios no nos dé –ya que conoce nuestras necesidades aun
antes de que le pidamos, y no hay nada que no hayamos recibido–, sino porque no
debemos dejar de desear. “Tu deseo es tu oración, y si es continuo tu deseo,
continua es tu oración. No en vano dijo el Apóstol: Orad sin interrupción (1Tes 5,17) … Tu deseo continuado es tu voz
continuada. Callas si dejas de amar” (Comentario al Salmo 38).
Se trata, por consiguiente, de no apagar el deseo interior y de
mantenerlo vivo y abierto al infinito, porque en definitiva tiende a él. Si
deseas a Dios, Él te hará sentir su presencia y te llenará de su Espíritu, por
medio del cual habita en nosotros.
Pidan,
busquen, llamen…No es una simple yuxtaposición de
sinónimos. Algunos ven aquí un camino que parte de las cosas más simples y
ordinarias y se prolonga sin fin, hasta el deseo del Reino, sugerido en el
llamar a la “puerta”, que es Cristo. Se busca lo que no logramos hallar con
nuestros medios, lo que está oculto a nuestros ojos, pero que Dios ve; incluso
podemos decirle que no lo sentimos, que parece ausente o escondido o dormido,
como lo estuvo en la barca cuando los discípulos bregaban contra las olas en la
tempestad.
Muchas veces no podemos conciliar su bondad con los males que ocurren.
Entonces, lo que pedimos y buscamos es su presencia. Descubrir a Dios en todo,
cambia nuestra manera de vivir las cosas que nos duelen o atormentan. Se pide y
se busca, en fin, por medio de la oración para vencer la desconfianza. El mal
parece vencer en el mundo. El pecado, las injusticias y la corrupción de las
costumbres ocultan la acción de la gracia salvadora, que se abre paso a pesar
de todos los obstáculos. Entonces es necesario llamar para superar cuanto nos
separa de la vida verdadera y nos disminuye la fe, la esperanza y el amor.
La parábola que sigue a continuación, del padre que sabe dar cosas
buenas a sus hijos (pan, huevo, pescado), abre al horizonte de la
paternidad/maternidad infinita de Dios. El Padre otorga sólo cosas buenas. En
Lucas, las “cosas buenas” que da el Padre del cielo son el Espíritu Santo (Lc 11,13), es decir, la vida misma de
Dios, el amor.
Conviene advertir que la fe en la oración según el evangelio no
significa creer que el Padre celestial evite todo sufrimiento a los cristianos
y que acceda a todas las peticiones que se le hagan. La oración del cristiano
no es un substituto de la acción humana, en todo caso es una forma de acción y
un estímulo para poner todos los medios confiando en la acción de la gracia
divina.
Viene a continuación la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos
los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. En Tobías 4,15 esta
regla aparece en negativo: No hagas a
nadie lo que no quieres que te hagan a ti. El amor se ha de mostrar en
obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos
cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar
los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis
aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de los justos deseos
del otro. En esto consiste el amor.
El yo deja de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en
el mandamiento del amor, que es como premisa para la regla de oro. Todo lo que
el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos.
En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
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