P. Carlos Cardó SJ
Jesús decidió irse hacia las tierras de Tiro. Entró en una casa, y su intención era que nadie lo supiera, pero no logró pasar inadvertido.
Una mujer, cuya hija estaba en poder de un espíritu malo, se enteró de su venida y fue en seguida a arrodillarse a sus pies. Esta mujer hablaba griego y era de raza sirofenicia, y pidió a Jesús que echara al demonio de su hija.
Jesús le dijo: «Espera que se sacien los hijos primero, pues no está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perritos».
Pero ella le respondió: «Señor, los perritos bajo la mesa comen las migajas que dejan caer los hijos».
Entonces Jesús le dijo: «Puedes irte; por lo que has dicho el demonio ya ha salido de tu hija». Cuando la mujer llegó a su casa, encontró a la niña acostada en la cama; el demonio se había ido.
Se trata de un texto provocador, de una actitud provocadora de
Jesús. Antes ha estado discutiendo sobre las tradiciones judías acerca de lo
puro y lo impuro, ahora, en gesto provocador, se va a una región impura. Se le
acerca una mujer con su hija. Es una extranjera, pero Él no puede quedarse impasible;
el dolor de la gente tiene poder sobre Él, sabe que va a tener que curarla. Aprovecha
entonces la situación para polemizar y hacer que –por esa misma polémica– sobresalga
la justicia de la mujer pagana, impura.
En los dos pasajes precedentes se hablaba de la ceguera de los
discípulos que les impide comprender el significado de los «panes», y de la oscuridad
que produce la religión legalista que difunden los fariseos y escribas. Como
respuesta a ello, entra en escena la fe luminosa de una mujer pagana, que no
pertenece a Israel ni vive sometida a la ley judía, pero que sí comprende
perfectamente el significado de las «migajas del pan», por lo cual obtiene la
salud/salvación para su hija (y para ella).
En este sentido, los vv. 27-28 son la clave del pasaje: en ellos se
afirma que Jesús ha venido a realizar su misión -de ofrecer el pan de la
palabra y de la salvación- primero a los hijos de Israel, pero como éstos lo
han rechazado, el pan de los hijos se ofrece también a los paganos.
Se habla de la fe en el «pan»,
que a los discípulos les falta: el comprender y asimilar el significado del pan
que se ofrece y se comparte y que, por ello, es el símbolo máximo de lo que es
el Señor. No comprender el signo del pan es no comprender quién es Jesús y no
vivir una vida que se ofrece para el bien de los demás Una fe que no mueve a
llevar a la práctica el significado del pan, no es fe verdadera. La fe verdadera
se verifica en el amor fraterno. Y a esta fe son llamados no sólo los judíos
sino también todos los pueblos gentiles, representados en el relato por la
mujer pagana.
Es importante advertir que el pan es designado expresamente como
el «pan de los hijos» (v. 27): porque es el pan que comparten los hermanos y
hermanas en comunidad. Esta fraternidad no conoce límite alguno de
nacionalidad, raza, o condición. Los judíos del tiempo de Jesús despreciaban a
los extranjeros y hacían la contraposición perros/hijos, paganos/israelitas.
“Quien come con un idólatra es como quien come con un perro”, decía el Talmud.
Por eso, lo asombroso es que la primera persona que tiene acceso
al «pan de los hijos» sea precisamente un «perro», un «perrillo», un ser que no
vale nada porque ni siquiera pertenece al pueblo escogido y no puede reclamar ningún
derecho. Para ello, con mucha habilidad, la mujer usa la imagen de Jesús y la retuerce
para ponerla en su favor: hasta los
perritos comen las migajas que caen...
«Dios no hace distinción de personas, sino que acepta a quien lo
honra y obra rectamente, sea de la nación que sea» (Hech 10,34 s.).
Es claro, por lo demás, que el relato presenta la fe como aquello
que lleva a superar toda barrera de separación: racismo, prejuicios, odios
nacionalistas y culturales, enfrentamientos religiosos. La fe es el único
título de pertenencia a la comunidad cristiana. Por eso, una fe débil, o un
conocimiento débil o ambiguo de Jesús, deja a las personas sin fuerzas para
superar sus prejuicios y costumbres que generan división y discriminación. La
persona queda a la merced de sus prejuicios, que desatan odios y violencias.
Finalmente, un detalle importante es que el milagro se realiza
estando Jesús ausente: se realiza por la «palabra» de la mujer, como lo hace
notar el mismo Jesús: Vete, por lo que
has dicho, el demonio ha salido de tu hija (v. 29).
La verdadera fe, que sabe reconocer y acoger la fuerza del amor
que libera, es la que se hace «pan de los hijos». El pasaje de la siro-fenicia
nos hace apreciar la fe verdadera, que despliega todo su poder en el amor, cuyo
signo concreto y eficaz es el partir juntos el pan.
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