P. Carlos Cardó SJ
Les decía: «El Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser rechazado por las autoridades judías, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley. Lo condenarán a muerte, pero tres días después resucitará».
También Jesús decía a toda la gente: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga. Les digo: el que quiera salvarse a sí mismo se perderá, y el que pierda su vida por causa mía, se salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde o se disminuye a sí mismo?».
En el camino hacia Jerusalén donde iba a ser entregado, Jesús
anunció a sus discípulos que “tenía que
sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los
maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría”. Habló de
esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no
se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de
sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que
ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que “no hay mayor amor que el que da su vida por
sus amigos”.
Junto a los anuncios de su pasión, Jesús expone las opciones
capitales que ha de tomar el que quiera ser su discípulo, sobre todo en los momentos
difíciles que le toque vivir, cuando sienta la tentación de volverse atrás.
Y
lo primero que dice Jesús es que la adhesión a su persona y a su mensaje
requiere una decisión de ir en pos de él,
de seguirlo. En cierto sentido
era lo que hacían los discípulos de los rabinos judíos de aquel tiempo, pero el
modo como Jesús plantea el seguimiento implica una disposición personal a recorrer
con Él su camino hasta el final y asumir su estilo de vida con todas sus
consecuencias. Lo que quiere Jesús es la identificación con Él, para que su
vida se prolongue en la del discípulo. Pablo dirá: “Vivo yo, ya no yo; es Cristo quien vive en mí” (Fil 1). “Estoy crucificado
con Cristo y no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí” (Gal 2).
El
determinarse a ser como Él implica también
negarse a sí mismo, es decir, negar cada uno su falso yo –deformado por la voluntad
de poder, la ambición y el egoísmo–, para hacer nacer su verdadero yo y hacer
posible la donación sin reservas. Morir al egoísmo es nacer al amor solidario.
Hay que volver la mirada a los otros para amarlos. Como Jesús: hombre para los
demás.
Cargue con su cruz cada día, añade
Jesús, aludiendo a la lucha que cada uno ha de mantener contra el mal que actúa
en él, la lucha contra el egoísmo. Es mi tarea diaria, que nadie puede hacer
por mí. Llevar la cruz significa también asumir las cargas de sufrimiento y
renuncia que la vida impone y ver la presencia de Dios en esas circunstancias.
Entonces se revela el sentido que pueden tener y el bien al que pueden
contribuir si se viven con Dios. No se trata de añadir sufrimientos a los que
la vida misma y las exigencias del compromiso cristiano normalmente nos imponen.
Se trata de aprender a llevarlo como Cristo nos enseña.
La vida es un don y se realiza dándola; encerrarse en sí mismo, en
su propio amor querer e interés, es echarla a perder. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su
vida por mí, la salvará. La entrega de uno mismo a los demás y a Dios, en eso
consiste la vida auténtica y verdadera, que no se pierde, porque pertenece ya a
Dios y Él estará a su lado aun en la muerte. Es la realización plena de la
persona que todos anhelamos, el tesoro escondido que uno descubre y, por la
alegría que le da, vende todo para poder ganarlo.
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