P. Carlos Cardó SJ
Terminada la travesía, llegaron a Genesaret y amarraron allí la barca. Apenas se bajaron, la gente lo reconoció, y corrieron a dar la noticia por toda aquella región.
Empezaron a traer a los enfermos en sus camillas al lugar donde él estaba, y en todos los lugares adonde iba, pueblos, ciudades o aldeas, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que les dejara tocar al menos el fleco de su manto. Y todos los que lo tocaban quedaban sanos.
Los discípulos no habían reconocido a Jesús cuando remaban
desesperados en medio del lago y creyeron que era un “fantasma” –no habían
comprendido “lo de los panes”, símbolo con el qué quiso identificarse y expresar
lo que hace por nosotros (vv 49-52). Aquí,
en cambio, la gente sencilla sí lo reconoce y corre a su encuentro. Han oído
que libra de enfermedades, que da a comer su pan. Son pobres y enfermos,
agobiados por algún mal físico o moral.
Con esta “multitud” Jesús inicia el nuevo pueblo. Donde aparece la
debilidad, representada en la afluencia de pobres y necesitados que esperan su
salvación, nace la vida nueva de la comunidad cristiana. La Iglesia es
comunidad de débiles y pecadores. En ella nos liberamos de nuestras miserias,
miedos y desconfianzas.
Querían tocarlo, dice el texto. Sus manos expresan
lo que desean alcanzar de Él. Todos llevan consigo una expectativa y saben que
Él los atenderá. Su confianza los mueve a “tocar” para comunicarle a Jesús lo
que quieren de Él y sentirse a la vez tocados por Él y por su poder que libera.
Es la fe de la hemorroísa que tocó el borde de su manto y quedó “salvada”, como
le dijo Jesús: Hija tu fe te ha salvado.
Es la fe de nuestro pueblo sencillo que siempre quiere tocar las imágenes ante las cuales ora: tocar, experimentar, sentir
el misterio. La fe es eso: una experiencia vivencial de estar con alguien.
Esto ocurre en nosotros. No podemos tocar físicamente, pero sí en
la fe. Por ella nos adherimos a Cristo resucitado, sentimos su poder. En la
Eucaristía tocamos su cuerpo; Él nos
congrega, alimenta y sana; nos hace comunidad abierta a los que sufren, y nos
envía a repetir sus gestos, que brotan de su misericordia y son los signos del reino
de Dios entre nosotros.
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