martes, 31 de marzo de 2020

Cuando sea levantado conocerán que Yo-soy (Jn 8, 21-30)

P. Carlos Cardó SJ
La Cruz al lado del Báltico, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1815 aprox. ), Palacio de Charlottenburg, Berlín, Alemania
De nuevo Jesús les dijo: “Yo me voy y ustedes me buscarán. Pero ustedes no pueden ir a donde yo voy y morirán en su pecado”.
Los judíos se preguntaban: “¿Por qué dice que a donde él va nosotros no podemos ir? ¿Pensará tal vez en suicidarse?”.
Pero Jesús les dijo: “Ustedes son de abajo, yo soy de arriba. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les he dicho que morirán en sus pecados. Yo les digo que si ustedes no creen que Yo soy, morirán en sus pecados”.
Le preguntaron: “Pero ¿quién eres tú?”.
Jesús les contestó: “Exactamente lo que acabo de decirles. Tengo mucho que decir sobre ustedes y mucho que condenar, pero lo que digo al mundo lo aprendí del que me ha enviado: Él es veraz”.
Ellos no comprendieron que Jesús les hablaba del Padre.
Y añadió: “Cuando levanten en alto al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que sólo digo lo que el Padre me ha enseñado. El que me ha enviado está conmigo y no me deja nunca solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él”. Esto es lo que decía Jesús, y muchos creyeron en él.
En la cruz se revela la identidad humana y divina de Jesús. Rechazado por sus hermanos, humillado y condenado por las autoridades de su pueblo, será allí mismo reconocido por Dios, su Padre, que garantizará la verdad de su causa, lo revelará como su Hijo, y hará que brille en Él su gloria, resplandor de su ser divino, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (1,14), amor y lealtad.
En el evangelio de Juan, cruz y resurrección son dos caras de un mismo misterio. Por eso, “levantado” significa a la vez crucificado y resucitado. Juan ve la pasión como glorificación. Ya antes Jesús había dicho que convenía que el Hijo del hombre fuera levantado como la serpiente de Moisés en el desierto, para que quienes lo vean sean salvados (Jn 3,15ss). Dirá, asimismo: Una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (12,31).
San Juan no ve en la muerte de Jesús un simple hecho natural, ni un simple asesinato político-religioso o una tragedia incomprensible. Para el evangelista, Jesús realiza en la cruz su vuelta al Padre. Pero como los contemporáneos de Jesús no conocen a Dios, tampoco reconocen al Hijo. Sus mismos discípulos, antes de vivir la experiencia de su resurrección, quedarán abrumados pensando que su muerte ha sido su más radical fracaso. Y en cierto modo nos ocurre a nosotros también algo semejante cuando pensamos en nuestra muerte no como una vuelta y encuentro definitivo con Dios, sino como mera separación y privación de la vida, como el fin irremediable de lo que somos, que hace inútil toda tentativa de ponernos a salvo.  
El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada. Con esta certidumbre interior vive y muere Jesús. Su absoluta identificación con la voluntad de su Padre –que lo ha enviado para demostrar hasta dónde es capaz de llegar el amor que salva– hace que su aceptación de la muerte no sea pasiva, sino activa, como un acto supremo de entrega de la propia vida.
Por eso los cristianos hablamos de la cruz de Jesús como una ofrenda y un sacrificio que nos salva. En la muerte de Jesús, culminación de una misión recibida, su Padre lo glorifica y da cumplimiento al proceso de revelarse al mundo como un Dios cercano. Por eso, el evangelio de San Juan ve en el Jesús levantado en la cruz la revelación de Yo-soy: Cuando levanten en alto al Hijo del hombre, entonces reconocerán que yo soy.
Levantado en la cruz, Jesús revela quién es Dios y quien es él. Ya no se puede dudar, el Dios que en la persona de Jesús se ha acercado a nosotros es el Dios amor, capaz de cargar sobre sí el mal de sus hijos e hijas a quienes ama, capaz de perdonar y dar su vida a quienes lo llevan a la muerte. Sólo en la cruz conocemos en verdad quien es «Yo-soy» (Ex 3, 149. Por eso, Pablo dirá que el mensaje de la cruz es sabiduría y poder de Dios (1Cor 1,18ss). En la cruz se revela el Dios que libera de toda esclavitud. El abismo del mal es llenado por Dios con su amor incondicionado y sin límites, con el que vence al mal y quita el pecado del mundo.
Se cumple así en sentido pleno la paradoja que José les hizo ver a sus hermanos en las consecuencias de su mala acción cometida contra él de venderlo como esclavo a los egipcios: Ustedes habían pensado hacerme el mal, pero Dios ha querido cambiarlo en bien, para hacer lo que estamos viendo: dar vida a un gran pueblo (Gen 50,20).

lunes, 30 de marzo de 2020

La mujer adúltera (Jn 8, 1-11)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y la mujer sorprendida en adulterio, óleo sobre lienzo de Vasily Polenov (1888), Museo Estatal de Rusia, San Petersburgo
Jesús se dirigió al monte de los Olivos.Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía.
Los escribas y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices"?
Decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y con el dedo se puso a escribir en el suelo.
Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: "Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra".
De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo. Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último.Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí de pie en el centro. Jesús se incorporó y le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”.
Ella contestó: “Nadie, Señor”.
Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Ve, y en adelante, no peques más”.
El Hijo de Dios no ha venido para condenar sino para salvar (Jn 3,17). Su modo de ser choca con el modo de ser de los que se creen puros y juzgan a los demás. Éstos, los fariseos y doctores de la ley, le traen a una mujer que han sorprendido en adulterio. Según la ley (Lev 20,10), era un delito que se castigaba con la pena de muerte. Pero lo que ellos quieren realmente es juzgar a Jesús. Por eso le preguntan: Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello?
Si Jesús se opone al castigo, desautoriza la ley de Moisés; si lo aprueba, echa por tierra toda su enseñanza sobre la misericordia y contradice la autoridad con que Él mismo ha perdonado a los pecadores. Al mismo tiempo, si afirma que se debe apedrear a la mujer, entra en conflicto con los romanos que prohíben a los judíos aplicar la pena de muerte; y si se opone, aparece en contra de las aspiraciones de los judíos de ejercer con autonomía sus derechos. La pregunta era capciosa por donde se la viera.
Pero Jesús hace presente a Aquel que da la ley y es la fuente de toda justicia. Con esa autoridad tiene que hacer ver que el amor misericordioso ha de ser la norma de todo comportamiento humano. Por eso guarda silencio y con su gesto de ponerse a escribir con el dedo en el suelo, parece no interesarse en la cuestión planteada.
La mujer, por su parte, con su dignidad por los suelos, no puede aducir nada; sólo aguarda la terrible condena. Pero ella no imagina que a su lado está quien personifica la misericordia. Sabe, sí, que su vida está en manos de ese rabí galileo llamado Jesús, que recorre los pueblos haciendo el bien a la gente y es amigo de pecadores y publicanos. No puede adivinar que él la conoce mejor que quienes la acusan, que ya la ha mirado con profunda compasión y que está dispuesto incluso a dar su vida por ella, como el pastor bueno que sale a buscar a la oveja perdida.
De pronto, se escucha la voz de Jesús: indulta a la mujer, le otorga la remisión de la pena que podría corresponderle. Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra, dice a los escribas y fariseos. Y se van retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos.
Se quedan solos Jesús y la mujer. “Quedaron frente a frente la mísera y la misericordia”, dice San Agustín. ¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?, pregunta Jesús. Ninguno, Señor, responde ella con estupor por lo sucedido. Tampoco yo te condeno, añade Jesús. Puedes irte, pero no vuelvas a pecar. Un futuro de dignidad, de vida rehecha y transformada se abre para ella.
Hay que detenerse a contemplar esta imagen de Jesús. A todos nos conviene porque a veces podemos ser duros e insensibles. El amor está por encima de la intransigencia, resuelve el pecado, vence al castigo. El amor integra, no discrimina, no excluye.
Pensando en la pobre Iglesia de los pecadores, el P. Karl Rahner dejó esta reflexión: «Esta Iglesia está ante Aquel al que ha sido confiada, ante Aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante Aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: ¿Mujer, dónde están los que te acusaban?, ¿ninguno te ha condenado? Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: Ninguno, Señor. Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: Tampoco yo te condenaré. Besará su frente y le dirá: Esposa mía, Iglesia santa». (Karl Rahner, Iglesia de los pecadores).

domingo, 29 de marzo de 2020

Homilía del V Domingo de Cuaresma - Resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-45)

P. Carlos Cardó SJ
Resurrección de Lázaro, óleo sobre lienzo de Jean Baptiste Jouvenet (1706), Museo del Louvre, París, Francia
Había un hombre enfermo llamado Lázaro, que era de Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta.Esta María era la misma que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el enfermo.
Las dos hermanas mandaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas está enfermo».Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no terminará en muerte, sino que es para gloria de Dios, y el Hijo del Hombre será glorificado por ella».Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, permaneció aún dos días más en el lugar donde se encontraba. Sólo después dijo a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea».Le replicaron: «Maestro, hace poco querían apedrearte los judíos, ¿y tú quieres volver allá?». Jesús les contestó: «No hay jornada mientras no se han cumplido las doce horas. El que camina de día no tropezará, porque ve la luz de este mundo; pero el que camina de noche tropezará; ése es un hombre que no tiene en sí mismo la luz».Después les dijo: «Nuestro amigo Lázaro se ha dormido y voy a despertarlo».Los discípulos le dijeron: «Señor, si duerme, recuperará la salud».En realidad Jesús quería decirles que Lázaro estaba muerto, pero los discípulos entendieron que se trataba del sueño natural.
Entonces Jesús les dijo claramente: «Lázaro ha muerto, pero yo me alegro por ustedes de no haber estado allá, pues así ustedes creerán. Vamos a verlo».Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él».Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania está a unos tres kilómetros de Jerusalén, y muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa. Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».Después Marta fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está aquí y te llama».Apenas lo oyó, María se levantó rápidamente y fue a donde él.
Jesús no había entrado aún en el pueblo, sino que seguía en el mismo lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en la casa consolándola, al ver que se levantaba a prisa y salía, pensaron que iba a llorar al sepulcro y la siguieron.
Al llegar María a donde estaba Jesús, en cuanto lo vio, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto».
Al ver Jesús el llanto de María y de todos los judíos que estaban con ella, su espíritu se conmovió profundamente y se turbó.
Y preguntó: «¿Dónde lo han puesto?».Le contestaron: «Señor, ven a ver».Y Jesús lloró.
Los judíos decían: «¡Miren cómo lo amaba!».Pero algunos dijeron: «Si pudo abrir los ojos al ciego, ¿no podía haber hecho algo para que éste no muriera?».Jesús, conmovido de nuevo en su interior, se acercó al sepulcro. Era una cueva cerrada con una piedra.
Jesús ordenó: «Quiten la piedra».Marta, hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya tiene mal olor, pues lleva cuatro días».Jesús le respondió: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?».Y quitaron la piedra. Jesús levantó los ojos al cielo y exclamó: «Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas; pero lo he dicho por esta gente, para que crean que tú me has enviado».Al decir esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!».Y salió el muerto. Tenía las manos y los pies atados con vendas y la cabeza cubierta con un velo.
Jesús les dijo: «Desátenlo y déjenlo caminar».Muchos judíos que habían ido a casa de María creyeron en Jesús al ver lo que había hecho.
El evangelio de hoy nos hace reflexionar sobre la realidad de la muerte. Nos cuesta hacerlo. Comúnmente nos esforzamos por no hablar de ella e ignorarla, vivir intensamente cada día, disfrutar de la vida. Pero el hecho es que tarde o temprano la muerte nos visita [“La pálida muerte hiere con pie igual las chozas de los pobres y los palacios reales” (Horacio, Odas 1,4)]; y nos hacemos conscientes muy pronto de nuestra condición de seres que un día dejarán de existir.
Junto a esta conciencia de nuestro ser mortal, crece también en nosotros –incluso como motivador de la “cultura”–, el anhelo de inmortalidad, el deseo de perdurar, de hallar los medios que nos defiendan de la muerte y nos hagan capaces de vivir una vida segura, larga y dichosa.
La resurrección de Lázaro da respuesta a este anhelo de felicidad, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26). Es verdad que Lázaro volverá a morir. Pero el signo visible de su vuelta a la vida revela a los ojos de la fe que la muerte no tiene la última palabra porque nuestro destino es una comunión de vida con el Padre, Dios de la vida.
Además de esto, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios que es amor: “Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto” (1 Jn 3,14).
Desde esta perspectiva, se puede decir entonces que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Cardenal Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que  resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.
En los relatos evangélicos todo aspecto es significativo, pero el pasaje de Lázaro tiene un aspecto que llama ciertamente la atención por la insistencia con que Juan lo consigna, y es el de los sentimientos que experimenta Jesús: se conmueve y llora por el amigo muerto. Marta, María y Lázaro eran amigos de Jesús. Jesús cultivaba esa amistad. Se entiende así su llanto por la desaparición del amigo. Jesús, al ver llorar a María y también a los judíos, se conmovió y suspiró profundamente (v.33). Pregunta dónde lo han sepultado, le dicen: Ven y te lo mostraremos. Y Jesús rompió a llorar (v.35). Los judíos comentaban: Miren cuánto lo quería. Llegaron al sepulcro y Jesús suspiró profundamente otra vez. [El original griego del evangelio es más gráfico: se estremeció, se conturbó].
Jesús se estremece contra el mal de la persona que ama, contra nuestro mal; ese mal lo turba y conmueve en sus entrañas como si fuera suyo. Pero mientras los otros lloran clamorosamente, Jesús llora serenamente. Sus lágrimas no son de impotencia frente al dolor; son la fuerza del amor con que sabe amar. Es el llanto de Dios por el mal del hombre que él tanto ama. Por eso dicen los judíos esa frase tan bella que va más allá de lo que pensaban: ¡Miren cómo lo amaba! Podemos añadir: ¡Miren como ama Dios! Con relatos como éste, el evangelio de Juan nos hace ver lo humano que era Jesús y cómo en esa forma suya de ser plenamente humano se revela el Dios-con-nosotros, compasivo y misericordioso.
Digamos, en fin, que Jesús quita tragedia a la muerte, la desdramatiza. La muerte no triunfa, no nos hace caer en el vacío; es un sueño, un reposo, del que Cristo nos despierta; abrimos los ojos y nos hallamos en los brazos de Dios. Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo iré a despertarlo, dice Jesús.
A la luz del amor de Dios la muerte no puede hundirnos en la desesperación. Ante la muerte los creyentes no nos dejamos hundir en la aflicción como aquellos que no tienen esperanza (1 Tes 4,13). Éstos viven en permanente angustia, tratando de evadirse o de aliviar a cualquier precio su desesperado desgarramiento interior. El cristiano, en cambio, vive ya ahora la vida eterna por el amor de Aquel que lo amó y se entregó por él.
Pedimos al Señor de la vida que nos enseñe a asumir el hecho de la muerte de un modo nuevo, como Dios lo ve.

sábado, 28 de marzo de 2020

Nadie ha hablado jamás como Él (Jn 7, 40-53)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús y Nicodemo, óleo sobre lienzo de Henry Ossawa Tanner (1899), Academia de Bellas Artes de Pennsyvania, Estados Unidos
Muchos de los que escucharon decían: «Realmente este hombre es el Profeta».Unos afirmaban: «Este es el Mesías».
Pero otros decían: «¿Cómo va a venir el Mesías de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías es un descendiente de David y que saldrá de Belén, la ciudad de David?».La gente, pues, estaba dividida a causa de Jesús. Algunos querían llevarlo preso, pero nadie le puso las manos encima.
Cuando los guardias del Templo volvieron a donde los sacerdotes y los fariseos, les preguntaron: «¿Por qué no lo han traído?».Los guardias contestaron: «Nunca hombre alguno ha hablado como éste».Los fariseos les dijeron: «¿También ustedes se han dejado engañar? ¿Hay algún jefe o algún fariseo que haya creído en él? Pero esa gente que no conoce la Ley, ¡son unos malditos!».Les respondió Nicodemo, el que había ido antes a ver a Jesús y que era uno de ellos. Dijo: «¿Acaso nuestra ley permite condenar a un hombre sin escucharle antes y sin averiguar lo que ha hecho?».Le contestaron: «¿También tú eres de Galilea? Estudia las Escrituras y verás que de Galilea no salen profetas».
Y se fue cada uno a su casa.
Durante la Fiesta de Sucot o de las Cabañas, Jesús tiene una larga controversia con los judíos de Jerusalén sobre su origen e identidad. No podían negar que Jesús les hablaba con una autoridad y sabiduría muy superior a la de sus maestros y doctores del templo; pero, al mismo tiempo, les decepcionaba su realidad tan humana y su origen tan humilde.
Por esto, muchos al oírlo, pensaron que era un farsante porque sabían que era galileo y el Mesías tenía que ser de la familia de David y nacido en Belén de Judea. Otros se quedaron a medio camino y creyeron ver en él al Profeta que, según el libro del Deuteronomio (capítulo 18) vendría como otro Moisés para hablarles de Dios mejor que nadie. Y otros, en fin, se adhirieron a Jesús, reconociéndolo como el Cristo que debía venir para dar cumplimiento a las promesas de Dios y establecer su Reino.
¿Un Mesías de Galilea? Desde el comienzo de su evangelio Juan pone esta cuestión como la mayor dificultad que tuvieron los judíos para aceptar a Jesús. Uno de sus primeros discípulos, Natanael, se extrañó cuando su amigo Felipe le dijo que habían reconocido en Jesús de Nazaret a aquel de quien hablaron Moisés y los profetas, y exclamó: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46).
Según la concepción de la época, el Mesías tenía que aparecer en majestad, vinculado a lo más glorioso de la historia de la nación: la monarquía davídica. Por esto, en torno a esta cuestión se produjeron los mayores enfrentamientos entre los judíos –sobre todo del partido de los fariseos– con los primeros cristianos. La pretensión de éstos de proponer a Jesús como el Salvador del mundo les parecía insensata: ¿cómo podía haber sido el Mesías un hombre de orígenes tan humildes?
En el fondo lo que escandalizaba era la humanidad del Hijo de Dios. No aceptaron un salvador de nuestra propia carne. No aceptaron que precisamente por ser de nuestra carne, es salvación de toda carne. Al negarse a ver en el hombre concreto, Jesús de Nazaret, la encarnación de Dios, les fue imposible ver la salvación a través de lo humano. Hoy también, al negarse a ver en la humanidad de Jesús el camino hacia su realización perfecta como personas, muchos niegan validez a los valores que su forma de ser hombre les exige. Prefieren una fe vacía, un cristianismo ideologizado, desencarnado,  falsamente espiritual, que no toca realmente la vida concreta de los humanos y la transforma.
Pero Dios ha querido revelarse en nuestra realidad y elevarla. Es en lo humano donde podemos tener acceso a Él. De otro modo, Jesucristo deja de ser mediador entre Dios y los hombres y Dios sigue siendo el gran desconocido, a quien nadie ha visto jamás, y cuyo mensaje no afecta para nada la vida de la gente y la situación del mundo.
Desde su infancia, la vida de Jesús, y sobre todo su muerte en cruz, es signo de contradicción (Lc 2, 34), piedra de escándalo con la que chocan las diversas maneras de entender a Dios y de relacionarse el hombre con Dios. Jesús no se impone; no tienen sentido la fe y el amor impuestos. Pero su palabra y el ejemplo de su vida mueven a una definición: o se está con él o se está contra él.
Él es la Palabra en la que Dios se nos dice. A cuantos la recibieron… les dio la capacidad de ser hijos de Dios (Jn 1, 12), es decir, de convertirse en lo que la Palabra es y participar de la vida divina como hijos en el Hijo. Esta Palabra habla en el corazón de todo ser humano, atrayéndolo al amor y a la justicia, todos pueden escucharla y responder a ella.

viernes, 27 de marzo de 2020

Origen e identidad de Jesús (Jn 7, 1-2.10.25-30)

P. Carlos Cardó SJ
Vengan a mí, ilustración de Harold Copping en La Biblia de Copping (1910)
Después de esto, Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo.Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver.
Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren como habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías?  Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es".
Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió".
Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora.  
Jesús evita el conflicto. La hora de enfrentar a la maldad del mundo y vencerla en la cruz aún no ha llegado. Por eso no va todavía a Jerusalén y se queda predicando en Galilea. Se acercaba la fiesta de las tiendas de campaña (fiesta de sucot o sukkot) en la que, hasta hoy, los judíos recuerdan las vicisitudes que pasaron en el éxodo, teniendo que vivir en chozas en el desierto.  Sus hermanos le sugieren que vaya para que puedan ver allí las obras que haces, pero Jesús decide ir después de ellos y en privado.
Llegado a Jerusalén, no duda en ponerse a predicar en el templo a la vista de todos. Los allí presentes, que saben que los dirigentes lo quieren matar, se sorprenden y se preguntan cómo le dejan hablar en público. Llegan a pensar que los fariseos y las autoridades del templo ya se convencieron de que Jesús es el Mesías, pero esto no resulta claro porque los orígenes del Mesías debían ser ocultos.
 Según la concepción de la época, el Cristo tenía que permanecer escondido y desconocido antes de aparecer gloriosamente en público. Su llegada estaría precedida por la venida de Elías (el mayor de los profeta) que lo daría a conocer. Esta manera de pensar lleva a muchos judíos a rechazar a Jesús como Mesías porque saben que viene del pueblo de Nazaret, en Galilea, y que es un simple carpintero convertido en un rabí itinerante. Pero se equivocan, en realidad no saben de dónde viene ni quién es. No saben que viene de Dios, que tiene en Dios su verdadero origen.
Jesús oye estos comentarios y aborda el tema de su origen e identidad. Lo hace enérgicamente, levantando la voz. Su grito resuena hasta hoy. Su palabra, sus obras y su persona interpelan, suscitan hoy como entonces las mismas reacciones a favor o en contra de Él, de acogida o rechazo, de aceptación o de hostilidad.
Por un lado, la gente se admira de su autoridad y sabiduría; pero por otro, les decepciona su realidad tan humana y humilde, que no corresponde a la idea que tienen del Mesías. Por un lado están los que dictan la manera como Dios debe actuar y pretenden hacerle decir lo que les conviene; por otro están los sencillos de corazón que confían en Dios, acogen su palabra y hacen su voluntad. Los primeros no están dispuestos a renunciar a sus convicciones, no permiten que Dios les cambie sus intereses egoístas; los segundos llegan a ver en el ejemplo de Jesús el camino que los conduce a la vida verdadera.
Jesús habla de su origen. Él no ha venido por su propia cuenta, sino que ha sido enviado por aquel que dice la verdad. Es el Hijo, que está desde el principio con el Padre. La razón de no reconocerlo como el Enviado es que no conocen a Dios. Pero esta pretensión de provenir de Dios y de ser igual a Él, les resulta insoportable.
No advierten que desde el origen de la humanidad, los hombres han pretendido ser iguales a Dios (la tentación de Adán) por presunción orgullosa, mientras que Jesús llama Padre mío a Dios, porque vive un experiencia absolutamente peculiar de ser el Hijo, que todo lo recibe del Padre para darlo a los hermanos, realizando así la obra de Dios, que es ofrecer a todos el don de su amor salvador.
Esta experiencia que tiene Jesús de su cercanía e intimidad con Dios, le hace no poder entenderse a sí mismo sino como el Hijo; no poder hablar sino con la convicción de que Dios se comunica en sus palabras; no poder actuar sino realizando obras en las que es Dios mismo quien sana y perdona. En la persona de Jesús, Dios se da a conocer de un modo humano. Ningún fundador de religión se ha atrevido a considerarse así; de haberlo hecho, habría sido considerado un loco, un blasfemo o un embustero. Y esto fue lo que pensaron de Jesús sus contemporáneos. Entonces los jefes de los sacerdotes, de acuerdo con los fariseos, enviaron guardias para que lo detuvieran.
Tocamos aquí la tesis central del evangelio de San Juan, expresada ya en su prólogo: Jesús es la Palabra, la comunicación plena de Dios a la humanidad, que estaba desde el principio en Dios y era Dios. Estaba en el mundo, pero el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos los que creen en su nombre, les dio la capacidad de ser hijos e hijas de Dios. Nosotros lo hemos conocido y creemos en él. Nos toca demostrar nuestra capacidad de comportarnos como hijos e hijas de Dios.

jueves, 26 de marzo de 2020

El testimonio válido sobre Jesús (Jn 5, 31-47)


P. Carlos Cardó SJ
San Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Fernando Gallegos (siglo XV), Rijksmuseum, Ámsterdam, Países Bajos 
Jesús les dijo: "Si yo hago de testigo en mi favor, mi testimonio no tendrá valor. Pero Otro está dando testimonio de mí, y yo sé que es verdadero cuando da testimonio de mí. Ustedes mandaron interrogar a Juan, y él dio testimonio de la verdad. Yo les recuerdo esto para bien de ustedes, para que se salven, porque personalmente yo no me hago recomendar por hombres. Juan era una antorcha que ardía e iluminaba, y ustedes por un tiempo se sintieron a gusto con su luz.Pero yo tengo un testimonio que vale más que el de Juan: son las obras que el Padre me encomendó realizar. Estas obras que yo hago hablan por mí y muestran que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado también da testimonio de mí.
Ustedes nunca han oído su voz ni visto su rostro; y tampoco tienen su palabra, pues no creen al que él ha enviado. Ustedes escudriñan las Escrituras pensando que encontrarán en ellas la vida eterna, y justamente ellas dan testimonio de mí. Sin embargo ustedes no quieren venir a mí para tener vida. Yo no busco la alabanza de los hombres. Sé sin embargo que el amor de Dios no está en ustedes, porque he venido en nombre de mi Padre, y ustedes no me reciben. Si algún otro viene en su propio nombre, a ése sí lo acogerán.
Mientras hacen caso de las alabanzas que se dan unos a otros y no buscan la gloria que viene del Único Dios, ¿cómo podrán creer? No piensen que seré yo quien los acuse ante el Padre. Es Moisés quien los acusa, aquel mismo en quien ustedes confían. Si creyeran a Moisés, me creerían también a mí, porque él escribió de mí. Pero si ustedes no creen lo que escribió Moisés, ¿cómo van a creer lo que les digo yo?
La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte está Jesús el acusado y por otra los judíos, por un lado la fe y por otra la incredulidad. Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva el del mismo Dios, su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de acusado a acusador. Y consigue algo más: que la confrontación trascienda el espacio y el tiempo y llegue hasta nosotros hoy y nos concierna. 
Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre.
En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque contradiga el propio sentir o parecer. Cuando esto no ocurre, no se comprende al Hijo, no se le sigue y se le rechaza. De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica.
Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en Él porque no han escuchado lo que dicen las Escrituras que muestran cómo el amor del Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se oponen a Jesús.
Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de Él hablaron los profetas.
Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o poder que se conquista.
No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de Dios. Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras palabras entren en nosotros y nos convenzan.

miércoles, 25 de marzo de 2020

La anunciación del Señor a María (Lc 1, 26-38)

P. Carlos Cardó SJ
La anunciación, fresco de Domenico Ghirlandaio (1482), Iglesia de Santa Maria Maggiore, Spello, Italia
A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.El ángel, entrando en su presencia, dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo".
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin".
Y María dijo al ángel: "¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?".El ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible".
María contestó: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra".
Y la dejó el ángel.
Contemplar a María de Nazaret es contemplar la imagen de una persona humana plenamente realizada en Dios. Ella nos muestra aquello que podemos llegar a ser si acogemos la palabra de Dios en nuestra vida. Porque la grandeza de María consiste en haber obedecido la palabra del Padre, hasta engendrar en su carne al Hijo de Dios.
Dice San Lucas, que fue enviado el ángel Gabriel a una joven prometida como esposa a un hombre descendiente de David, llamado José; la joven se llamaba María. Dios se ha determinado a entrar en la historia humana para dársenos a conocer y realizar nuestra redención. Para ello se ha fijado en María, una muchacha judía que se preparaba para celebrar su boda con José, el carpintero del pueblo. La encarnación de Dios no va a ser un acontecimiento espectacular, se hará en el silencio y la pobreza, en lo oculto y lo sencillo. Así actúa Dios, así se nos manifiesta.
Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de salvar a la humanidad enviando a su Hijo al mundo. Dios ha buscado a María, ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se une a nosotros, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
...darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús... será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David... Todos los títulos mesiánicos que se le van a atribuir al Hijo de María se resumen en lo que proclama el ángel. El Hijo de María es el Hijo de Dios Altísimo. Sin embargo, pasará treinta años en una aldea, y luego como predicador itinerante en un país pobre, rodeado siempre de gente sencilla, realizará su obra  lejos de las esferas de la riqueza y del poder de este mundo. El Reino de Dios es diferente. Al lado de María aprendemos los valores del Reino. Ella nos acoge en la escuela de Nazaret, para que Jesús nos enseñe los caminos del Reino y podamos tener los mismos criterios que Jesús enseñó y vivió.
¿Cómo será esto...?, preguntó María. María no se intimida ante el Altísimo, se atreve a dirigirle esta pregunta espontánea y natural. El Dios de María no infunde temor, sino confianza; se puede ser uno mismo ante él. Por eso, como todos aquellos que se han sentido llamados a una gran misión, ella expresa sus dudas, su turbación, su sentimiento de incapacidad.
La obediencia de la fe lleva primero a remontar las dificultades del creer. María no teme, pues, reconocer ante su Dios su propia incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón?
Muchas Marías se han sucedido desde entonces, muchas hermanas y hermanos nuestros a lo largo de la historia han experimentado, a diferentes niveles, la emoción de ser enviados a realizar algo grande, superior a los que creían posible. Lo hicieron porque confiaron en Dios como si todo dependiera de Él y no de ellos y, al mismo tiempo, pusieron todo de su parte como si todo dependiese de ellos.
Hágase en mí según tu palabra, es la respuesta de María al ángel. Acoge el plan de Dios en total obediencia. Dios ha encontrado una madre que le haga nacer entre nosotros. Con su fe, que le hace referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, María no duda en responder: Hágase. En su palabra halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su Hágase anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo. Lo imposible se hace posible. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

martes, 24 de marzo de 2020

La curación del paralítico de la piscina (Jn 5, 1-16)

P. Carlos Cardó
La piscina probática, óleo sobre lienzo de Giovane Palma (1592), colección Molinari Pradelli, Castenaso, Italia
Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.
Hay en Jerusalén, cerca de la Puerta de las Ovejas, una piscina llamada en hebreo Betesda. Tiene ésta cinco pórticos, y bajo los pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, tullidos y paralíticos. Todos esperaban que el agua se agitara, (porque un ángel del Señor bajaba de vez en cuando y removía el agua; y el primero que se metía después de agitarse el agua quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese).
Había allí un hombre que hacía treinta y ocho años estaba enfermo.
Jesús lo vio tendido, y cuando se enteró del mucho tiempo que estaba allí, le dijo: «¿Quieres sanar?».El enfermo le contestó: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua, y mientras yo trato de ir, ya se ha metido otro».Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y anda».Al instante el hombre quedó sano, tomó su camilla y empezó a caminar.
Pero aquel día era sábado. Por eso los judíos dijeron al que acababa de ser curado: «Hoy es día sábado, y la Ley no permite que lleves tu camilla a cuestas».El les contestó: «El que me sanó me dijo: Toma tu camilla y anda».Le preguntaron: «¿Quién es ese hombre que te ha dicho: Toma tu camilla y anda?».Pero el enfermo no sabía quién era el que lo había sanado, pues Jesús había desaparecido entre la multitud reunida en aquel lugar.
Más tarde Jesús se encontró con él en el Templo y le dijo: «Ahora estás sano, pero no vuelvas a pecar, no sea que te suceda algo peor».El hombre se fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado.
Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía tales curaciones en día sábado.
Cristo suscita en nosotros todas las posibilidades de una vida verdaderamente libre, haciéndonos capaces de superar lo que nos detiene y paraliza. Por eso podemos esperar en Él aun cuando las circunstancias que vivimos nos hagan sentir como el paralítico tendido junto a la piscina, sin ningún recurso para cambiar las cosas.
Jesús estaba en Jerusalén en un día de fiesta, dice el texto. La presencia de Jesús inaugura la fiesta definitiva, el tiempo nuevo en que se rinde al Dios de la vida el verdadero culto en espíritu y en verdad, del que habló a la Samaritana (Jn 4, 23). Con Jesús, el triunfo de la vida se ha hecho posible.
Las condiciones para su triunfo no serán fáciles. No obstante, Jesús toma la iniciativa, aun sabiendo que habrá oposición. Jesús, viéndolo postrado y sabiendo que llevaba mucho tiempo así, dice al paralítico: ¿Quieres curarte? Por haber dicho esto se ha expuesto a ser reprobado, pues la ley prohíbe hacer estas cosas en sábado. Pero se trata de salvar la vida de un hombre y Jesús no duda en poner las prescripciones legales en un segundo lugar. La vida del hombre está por encima. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2,27). Jesús, pues, asume las consecuencias. Y a partir de aquel día, como señala el evangelista, los dirigentes judíos empezaron a perseguir a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.
El beneficiario de la obra de Jesús es un pobre enfermo, que está en el límite de sus posibilidades, lleva treinta y ocho largos años sin poder moverse. Su imagen se reproduce en cierto modo en toda situación adversa que no se ha podido cambiar a pesar de los esfuerzos hechos. En tales circunstancias puede sobrevenir la desolación, la falta de ánimo, la desilusión y el desengaño. Pero hay que recordar que el Señor está pronto a tomar la iniciativa, reavivando el deseo – ¿Quieres quedar sano?–, y con él las energías de vida.
El símbolo del agua tiene importancia clave en este relato. Los milagros que trae el evangelio de Juan tienen relación con la gracia que se nos transmite por medio de los sacramentos de la Iglesia. Aquí, la alusión al bautismo es clara: el paralítico yace junto a la piscina donde se mueve el agua que sana. El agua de nuestro bautismo nos curó y dio inicio a nuestra vida de fe, por el Espíritu Santo infundido en nuestros corazones. Se cumplió entonces en nosotros lo anunciado por Jesús: El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva (Jn 7, 38).  
En resumen, el texto nos invita a estar atentos a las iniciativas que el Señor toma en favor nuestro para despertar nuestras energías de vida, librándonos de nuestras parálisis. Nos invita también a apreciar lo que hacen nuestros hermanos y hermanas para ayudar a su prójimo a andar con dignidad.
Como Pedro, también nosotros podemos decir: “No tenemos plata ni oro pero te damos lo que tenemos: En nombre de Jesucristo Nazareno, camina” (Hech 3, 6).
El pasaje evangélico nos puede hacer pensar también en los riesgos y dificultades que debemos asumir, como Jesús, para llevar a la práctica nuestra fe con nuestras acciones de solidaridad. Y finalmente el símbolo del agua, presente en el relato, nos lleva a pensar en nuestra pertenencia a la Iglesia que, a pesar de su pecado, no deja de ser la Esposa por quien Cristo, su Esposo, “se ha sacrificado a sí mismo para santificarla, purificándola con el baño del agua en virtud de la palabra” (Ef 5, 25).  

lunes, 23 de marzo de 2020

Curación del hijo de un funcionario real (Jn 4, 43-54)

P. Carlos Cardó SJ
Curación del hijo de un funcionario real, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
Pasados los dos días, Jesús partió de allí para Galilea.
El había afirmado que un profeta no es reconocido en su propia tierra. Sin embargo, los galileos lo recibieron muy bien al llegar, porque habían visto todo lo que Jesús había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues ellos también habían ido a la fiesta.
Jesús volvió a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.
Había un funcionario real en Cafarnaún que tenía un hijo enfermo. Al saber que Jesús había vuelto de Judea a Galilea, salió a su encuentro para pedirle que fuera a sanar a su hijo, que se estaba muriendo.
Jesús le dio esta respuesta: «Si ustedes no ven señales y prodigios, no creen».El funcionario le dijo: «Señor, ten la bondad de venir antes de que muera mi hijo».Jesús le contestó: «Puedes volver, tu hijo está vivo».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Al llegar a la bajada de los cerros, se topó con sus sirvientes que venían a decirle que su hijo estaba sano. Les preguntó a qué hora se había mejorado el niño, y le contestaron: «Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre».
El padre comprobó que a esa misma hora Jesús le había dicho: «Tu hijo está vivo».
Y creyó él y toda su familia.
Esta es la segunda señal milagrosa que hizo Jesús. Acababa de volver de Judea a Galilea.
El texto tiene su paralelo en el relato de la curación del hijo de un centurión romano de Mt 8 y Lc 7. Aquí se trata de un funcionario del rey Herodes Antipas. Juan quiere poner énfasis en la relación que existe entre Palabra, fe y vida. El funcionario creerá en la palabra del Señor y se irá convencido de que ha escuchado su súplica.
El hecho sucede en Caná, donde Jesús dio comienzo a sus signos que llevan a creer (“creyeron en él”), y viene después del diálogo con la mujer samaritana, a la que le dijo: si conocieras el don de Dios…, refiriéndose al don de la fe que salta como agua viva hasta la vida eterna.
Este don se ofrece ahora al funcionario del rey. Su figura representa a todos los llamados a creer sin haber visto. Él cree de inmediato a la palabra de Jesús que le dice: Regresa a tu casa, tu hijo ya está bien. No espera a ver primero para creer que Jesús ha oído su súplica en favor de su hijo. Como Abraham que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé que le prometía una posteridad bendecida. Por eso, la intención del evangelista con este relato se centra en demostrar que son felices los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29). San Pedro dirá que una alegría inefable y radiante  tienen los que aman al Señor sin haberlo visto y creen en él aunque de momento no puedan verlo (1Pe 1, 8).
El verdadero prodigio se realiza en el padre del niño enfermo y es la fe por la escucha de la Palabra. La vida restituida al hijo no es más que imagen de la vida verdadera, que gana el padre por su fe en Jesús. La fe no exige ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta su Palabra que refiere todo lo que Él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor. No exige pruebas ni demostraciones para verificar la credibilidad del otro.
Un dato importante del relato es el hecho de que se trata del hijo único de un funcionario real. Éste puede tener bienes y gozar de la mejor posición social y económica en su país; pero su verdadera riqueza es su hijo y se le está muriendo. Por eso su súplica apremiante: ¡Señor, ven pronto, antes de que muera! Se siente impotente, no sabe qué más hacer. Frente a la muerte no hay riqueza que valga. Es el trance supremo en que se pone de manifiesto la radical impotencia del ser humano. Y de eso sólo Dios salva.
Finalmente, es interesante observar el proceso que vive este hombre, marcado por los progresivos nombres que el evangelista le atribuye: primero es designado como funcionario real (v.46), cuando se manifiesta su preocupación y angustia por el problema que vive. Luego, se convierte en hombre (el hombre creyó en lo que Jesús le había dicho, v.50), es decir, se transforma en hombre por la fe. Y finalmente es llamado padre (El padre comprobó…, y creyó en Jesús él y toda su familia”, v. 53).
En la transformación de este hombre, como un signo, se revela el ser mismo de Dios que es padre. Por la fe, vamos dejando atrás imágenes falsas o recortadas de Dios y alcanzamos lo que es, Padre; asimismo nosotros dejamos nuestra vieja condición de imágenes rotas de Dios y alcanzamos lo que debemos ser, hijos e hijas.

domingo, 22 de marzo de 2020

Homilía del IV Domingo de Cuaresma - El ciego de nacimiento (Jn 9, 1-41)

P. Carlos Cardó SJ
Curación de un ciego, ilustración de Harold Copping en The Copping Bible (1910)
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento.  Escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)".
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: "¿No es  ése el que se sentaba a pedir?" Unos decían: "El mismo." Otros decían: "No es él, pero se le parece".
Él respondía: "Soy yo".Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego.
Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: "Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo".
Algunos de los fariseos comentaban: "Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado".
Otros replicaban: ¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?". Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: "Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?".Él contestó: "Que es un profeta". Le replicaron: "No eres más que pecado desde tu nacimiento, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?". Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: "¿Crees tú en el Hijo del hombre?".Él contestó: "¿Y quién es, Señor, para que crea en él?".Jesús les dijo: "Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es".
Él dijo: "Creo, señor".
Y se postró ante él.
El pasaje de la Samaritana del domingo pasado nos hizo reflexionar sobre el signo del agua. Hoy la curación del ciego nos presenta el símbolo de la luz. Todos están llamados a la luz de la fe. Cristo es nuestra luz.
El centro de atención del relato no es el milagro de la curación sino el debate que suscita. Jesús hace barro con saliva, lo pone en los ojos del ciego, lo manda a lavarse en la piscina y le devuelve la vista. Se levanta un gran altercado. Unos discuten si es el mismo que antes pedía limosna o es otro que se le parece; los fariseos no creen que haya sido ciego; no creen que haya habido un milagro. Interrogan a sus padres, y éstos muertos de miedo a que los excomulguen de la sinagoga, reconocen que sí es su hijo y que nació ciego, pero que no saben cómo ha podido recobrar la vista, que le pregunten a él, que ya es mayorcito. Por último, se enfrentan al pobre hombre y, después de maltratarlo, lo expulsan de la sinagoga. Jesús le da alcance y lo lleva a la fe.
Ante todo podemos apreciar la misericordia del Señor. Busca al ciego, lo cura y luego lo vuelve a buscar en su desgracia social, cuando se ha quedado solo, cuando ni sus padres lo han defendido y las autoridades lo han expulsado de la sinagoga. Jesús no abandona al que está solo e indefenso, se pone a su lado para levantarlo, por eso: Sabiendo que lo habían expulsado (es decir, que había sufrido por su causa), le dice: ¿Crees en el Hijo del Hombre? Él respondió: ¿Y quién es Señor para que crea en él? Jesús le dice: Soy Yo el que habla contigo. Y el ciego cayendo de rodillas lo adoró y dijo: Creo, Señor”.
En el curso del relato se ven las etapas que sigue el ciego en su itinerario hacia la fe. A cada pregunta que le hacen, responde con una confesión de Jesús:
* A la primera pregunta: “¿cómo has conseguido ver?”, el ciego atribuye la curación a “ese hombre que se llama Jesús”, y que no sabe dónde está (vv. 10-12).
* Los fariseos le replican: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. El ciego, da un paso adelante en su fe y dice: “Es un profeta” (vv. 13-17).
* Los judíos lo insultan y acusan a Jesús de ser un pecador. El ciego se defiende como puede, hasta con ironía: “les he dicho cómo me ha abierto los ojos y no me han creído; ¿no será que ustedes también quieren haceros discípulos suyos? Eso es lo raro, que Uds. no saben de donde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder” (vv. 24-34). Ante esa nueva confesión del ciego: que Jesús le ha devuelto la vista, que no puede ser un pecador sino un hombre que viene de Dios, lo expulsan de la sinagoga, hacen de él un proscrito, un excluido.
De comienzo a fin, los evangelios presentan a Jesús como un “signo de contradicción”, una “bandera discutida”: unos lo aman y otros lo rechazan; se está con Él o se está contra Él. De su persona humana brota una irradiación irresistible que impulsa a muchos a irse tras Él. Otros en cambio, como los fariseos, no ven nada.
El problema es de siempre. Todos sabemos que nuestra visión puede alterarse. Podemos ver de manera defectuosa o incompleta la realidad de las cosas. En la 1ª lectura (1 Samuel 16), se dice que estos defectos de visión son muchas veces porque “el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”.
Hay quienes tienen enturbiado el corazón por las pasiones, egoísmos y malas intenciones, pero afirman que ven. No buscan la luz, se aferran a sus errores. De ellos dice Jesús: “si fuesen ciegos, no serían culpables; pero como dicen que ven, su pecado permanece”. Por eso son numerosos los ciegos a los que Jesús no puede curar.
Advertidos de ello, nosotros sabemos que cualquiera que sea nuestra ceguera o nuestra miopía, si tenemos la honestidad de reconocerla y nos acercamos al evangelio, una luz nos brillará. El Señor nos dirá: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12).
Como todas las acciones que Jesús realiza en favor de los enfermos, la curación del ciego es un relato fuertemente simbólico. No se sabe exactamente por qué Jesús hace barro con su saliva, se lo pone en los ojos al ciego y lo manda lavarse en la piscina. Una interpretación sugerente de ese gesto afirma que se trata de una evocación del origen del ser humano, es un símbolo plástico de la ceguera existencial del ser humano desde su origen del barro de la tierra y que Cristo ha venido a iluminar. “¡Me da lástima el hombre de ojos de barro, porque solamente ve lo visible!”(Nikos Kazanzakis).
Asimismo, la curación de la ceguera aparece vinculada a la piscina llamada “de Siloé”, que significa “del Enviado”, uno de los títulos de Jesús, enviado del Padre para salvarnos. Además, es una curación que se realiza por el baño regenerador, en referencia al “baño bautismal”. A este respecto cabe recordar que uno de los nombres con que los primeros cristianos llamaban al Bautismo era el de sacramento “iluminador”. Por eso, el relato repite hasta tres veces: “el ciego fue, se lavó y volvió con vista”.
El relato culmina con esta confesión de fe que hace el enfermo curado al encontrarse de nuevo con Jesús: “Creo, Señor. Y cayendo de rodillas lo adoró”.
El itinerario cuaresmal que estamos recorriendo nos invita a este encuentro iluminador con Jesús, a volvernos a Él. En esto consiste la verdadera “conversión”: “Despierta, tú que duermes y Cristo será tu luz” (Ef 4,14). Esta iluminación, en fin, debe verse. Los cristianos, dice la carta a los Efesios (primera lectura de hoy) son luz en el Señor y deben comportarse como tal, dejando ver sus obras buenas, su rectitud y su verdad (Ef 5, 8-9).