P.
Carlos Cardó SJ
Réplica
del icono del fariseo y el publicano del siglo XI que se conserva en la iglesia
ortodoxa griega de Marietta, Georgia, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:"Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".La parábola, como el mismo Lucas señala, va dirigida a aquellos que piensan estar a bien con Dios y desprecian a los demás. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con favores. Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: Escuchen, judíos, la palabra del Señor -dice Jeremías-: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? (Jer 7, 1-11).
Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de
los fariseos, que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr
una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso
de recaudar impuestos para los romanos.
El fariseo, puesto de pie, ora a
Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara
superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y
estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más
allá de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe
sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de
las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de
todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de
sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.
El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se
atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que
es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per cápita) que las
naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que,
generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano, que
obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban
establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban
al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los
evitaban. Además se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque
para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la
gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre
con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto
la situación del publicano de la parábola y la de su familia es, de hecho, desesperada.
Y no sólo su situación sino también su petición de misericordia es desesperada.
La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre
todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa
reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué
de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el
publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir
justificado simplemente por reconocerse pecador?
Jesús no responde directamente, se
limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y
está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del
salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador».
Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que
agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh
Dios, no lo desprecias». Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona al pecador
desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. Su misericordia
con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se acerca a los
perdidos que necesitan salvación.
En esto radica el mensaje central de la parábola: la nueva idea de
Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que transmiten los fariseos.
Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como
valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus
vidas: Sean misericordiosos como su Padre
celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no
serán condenados (Lc 6,36-37).
La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos
(“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de
todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de
fariseísmo, exclusión y discriminación que aún existen en la sociedad.
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