domingo, 29 de marzo de 2020

Homilía del V Domingo de Cuaresma - Resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-45)

P. Carlos Cardó SJ
Resurrección de Lázaro, óleo sobre lienzo de Jean Baptiste Jouvenet (1706), Museo del Louvre, París, Francia
Había un hombre enfermo llamado Lázaro, que era de Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta.Esta María era la misma que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el enfermo.
Las dos hermanas mandaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas está enfermo».Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no terminará en muerte, sino que es para gloria de Dios, y el Hijo del Hombre será glorificado por ella».Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, permaneció aún dos días más en el lugar donde se encontraba. Sólo después dijo a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea».Le replicaron: «Maestro, hace poco querían apedrearte los judíos, ¿y tú quieres volver allá?». Jesús les contestó: «No hay jornada mientras no se han cumplido las doce horas. El que camina de día no tropezará, porque ve la luz de este mundo; pero el que camina de noche tropezará; ése es un hombre que no tiene en sí mismo la luz».Después les dijo: «Nuestro amigo Lázaro se ha dormido y voy a despertarlo».Los discípulos le dijeron: «Señor, si duerme, recuperará la salud».En realidad Jesús quería decirles que Lázaro estaba muerto, pero los discípulos entendieron que se trataba del sueño natural.
Entonces Jesús les dijo claramente: «Lázaro ha muerto, pero yo me alegro por ustedes de no haber estado allá, pues así ustedes creerán. Vamos a verlo».Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él».Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania está a unos tres kilómetros de Jerusalén, y muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa. Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».Después Marta fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está aquí y te llama».Apenas lo oyó, María se levantó rápidamente y fue a donde él.
Jesús no había entrado aún en el pueblo, sino que seguía en el mismo lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en la casa consolándola, al ver que se levantaba a prisa y salía, pensaron que iba a llorar al sepulcro y la siguieron.
Al llegar María a donde estaba Jesús, en cuanto lo vio, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto».
Al ver Jesús el llanto de María y de todos los judíos que estaban con ella, su espíritu se conmovió profundamente y se turbó.
Y preguntó: «¿Dónde lo han puesto?».Le contestaron: «Señor, ven a ver».Y Jesús lloró.
Los judíos decían: «¡Miren cómo lo amaba!».Pero algunos dijeron: «Si pudo abrir los ojos al ciego, ¿no podía haber hecho algo para que éste no muriera?».Jesús, conmovido de nuevo en su interior, se acercó al sepulcro. Era una cueva cerrada con una piedra.
Jesús ordenó: «Quiten la piedra».Marta, hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya tiene mal olor, pues lleva cuatro días».Jesús le respondió: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?».Y quitaron la piedra. Jesús levantó los ojos al cielo y exclamó: «Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas; pero lo he dicho por esta gente, para que crean que tú me has enviado».Al decir esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!».Y salió el muerto. Tenía las manos y los pies atados con vendas y la cabeza cubierta con un velo.
Jesús les dijo: «Desátenlo y déjenlo caminar».Muchos judíos que habían ido a casa de María creyeron en Jesús al ver lo que había hecho.
El evangelio de hoy nos hace reflexionar sobre la realidad de la muerte. Nos cuesta hacerlo. Comúnmente nos esforzamos por no hablar de ella e ignorarla, vivir intensamente cada día, disfrutar de la vida. Pero el hecho es que tarde o temprano la muerte nos visita [“La pálida muerte hiere con pie igual las chozas de los pobres y los palacios reales” (Horacio, Odas 1,4)]; y nos hacemos conscientes muy pronto de nuestra condición de seres que un día dejarán de existir.
Junto a esta conciencia de nuestro ser mortal, crece también en nosotros –incluso como motivador de la “cultura”–, el anhelo de inmortalidad, el deseo de perdurar, de hallar los medios que nos defiendan de la muerte y nos hagan capaces de vivir una vida segura, larga y dichosa.
La resurrección de Lázaro da respuesta a este anhelo de felicidad, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26). Es verdad que Lázaro volverá a morir. Pero el signo visible de su vuelta a la vida revela a los ojos de la fe que la muerte no tiene la última palabra porque nuestro destino es una comunión de vida con el Padre, Dios de la vida.
Además de esto, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios que es amor: “Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto” (1 Jn 3,14).
Desde esta perspectiva, se puede decir entonces que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Cardenal Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que  resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.
En los relatos evangélicos todo aspecto es significativo, pero el pasaje de Lázaro tiene un aspecto que llama ciertamente la atención por la insistencia con que Juan lo consigna, y es el de los sentimientos que experimenta Jesús: se conmueve y llora por el amigo muerto. Marta, María y Lázaro eran amigos de Jesús. Jesús cultivaba esa amistad. Se entiende así su llanto por la desaparición del amigo. Jesús, al ver llorar a María y también a los judíos, se conmovió y suspiró profundamente (v.33). Pregunta dónde lo han sepultado, le dicen: Ven y te lo mostraremos. Y Jesús rompió a llorar (v.35). Los judíos comentaban: Miren cuánto lo quería. Llegaron al sepulcro y Jesús suspiró profundamente otra vez. [El original griego del evangelio es más gráfico: se estremeció, se conturbó].
Jesús se estremece contra el mal de la persona que ama, contra nuestro mal; ese mal lo turba y conmueve en sus entrañas como si fuera suyo. Pero mientras los otros lloran clamorosamente, Jesús llora serenamente. Sus lágrimas no son de impotencia frente al dolor; son la fuerza del amor con que sabe amar. Es el llanto de Dios por el mal del hombre que él tanto ama. Por eso dicen los judíos esa frase tan bella que va más allá de lo que pensaban: ¡Miren cómo lo amaba! Podemos añadir: ¡Miren como ama Dios! Con relatos como éste, el evangelio de Juan nos hace ver lo humano que era Jesús y cómo en esa forma suya de ser plenamente humano se revela el Dios-con-nosotros, compasivo y misericordioso.
Digamos, en fin, que Jesús quita tragedia a la muerte, la desdramatiza. La muerte no triunfa, no nos hace caer en el vacío; es un sueño, un reposo, del que Cristo nos despierta; abrimos los ojos y nos hallamos en los brazos de Dios. Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo iré a despertarlo, dice Jesús.
A la luz del amor de Dios la muerte no puede hundirnos en la desesperación. Ante la muerte los creyentes no nos dejamos hundir en la aflicción como aquellos que no tienen esperanza (1 Tes 4,13). Éstos viven en permanente angustia, tratando de evadirse o de aliviar a cualquier precio su desesperado desgarramiento interior. El cristiano, en cambio, vive ya ahora la vida eterna por el amor de Aquel que lo amó y se entregó por él.
Pedimos al Señor de la vida que nos enseñe a asumir el hecho de la muerte de un modo nuevo, como Dios lo ve.

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