P.
Carlos Cardó SJ
Parábola
del rico Epulón y Lázaro, ilustración en el Codex Aureus (1035 – 1040, aprox.),
Museo Nacional Germano de Nuremberg, Alemania
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.Entonces gritó: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’.El mensaje de esta parábola es claro: despilfarrar el dinero, sin pensar en el bien común y en contribuir a remediar las necesidades de los prójimos, es obrar de manera egoísta e injusta. Así procedía el rico, que banqueteaba espléndidamente, sin importarle la suerte del pobre que estaba a su lado. Llega el día en que ambos personajes se encuentran ante la realidad ineludible de la muerte, y sus destinos cambian: el pobre es llevado al “seno de Abraham”, el cielo, mientras el rico va a caer en el infierno, que la imaginación judía describía como un lugar de llamas y tormentos.
Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá’.El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos’.
Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’.
Pero el rico replicó: ‘No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán’.
Abraham repuso: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto’.
El mensaje de la parábola no es que los pobres que sufren en este
mundo tendrán después sus gozos en el cielo; lo que se subraya no es la suerte
del pobre, sino la condena del rico. Por otra parte, la parábola no presenta a
los dos personajes desde un punto de vista moralista. No dice que el rico haya
sido un inmoral, ni que el pobre sea un creyente piadoso. No cabe, pues, la
conclusión maniquea de que los ricos por ser ricos son malos y los pobres por
ser pobres son buenos.
La razón por la que el rico echa a perder su vida es por haberse
mostrado indiferente a la necesidad del pobre, que estaba tendido junto a su
puerta. Y en esto la parábola insiste gráficamente, detallando el modo de
proceder del rico, que lo conduce a la perdición: dedicado a sus placeres, a
vestir lujosamente y a comer deliciosamente con sus amigos, se ha hecho incapaz
de advertir la necesidad del pobre que está a su lado. Olvida, por tanto, el
mandamiento principal: el amor al prójimo. Y es precisamente en esta dirección,
en la que el evangelista saca de la parábola de Jesús la enseñanza debida.
El rico llama a Abraham “padre”. Se puede suponer, pues, que era
un hebreo creyente. Pero ser miembro del pueblo elegido no basta para alcanzar
la salvación. El rico pide a Abraham que el pobre Lázaro venga a mojarle con
agua para refrescarlo. La respuesta de Abraham es tajante. La comunicación era
posible en la tierra, ahora ya no. El momento para la generosidad y la
solidaridad con los pobres es el hoy de cada día.
El rico pide luego que Lázaro vaya a casa de su padre a advertir a
“sus cinco hermanos” para que no caigan también ellos en ese lugar de tormento.
Pero esos “cinco hermanos”, ricos como él, eran el círculo cerrado en que había
vivido y por eso nunca trató al pobre como un “hermano”. Su riqueza le impidió
comprender que todos los seres humanos, sobre todo los más pobres como Lázaro,
eran sus hermanos.
Además, no se puede llamar padre a Abraham si no se trata como
hermano al pobre que está a la puerta de casa. La respuesta de Abraham es
clara: Tienen a Moisés y a los profetas,
que los escuchen (v. 29). Es el único camino a seguir. No se trata de cosas
extraordinarias, como ver resucitar a un muerto, sino de escuchar la palabra de
Dios.
De la parábola se desprende, además, una enseñanza importante: que
las decisiones que tomamos aquí en la tierra, van conformando una unidad y
tienen sus repercusiones después de la muerte. Con ellas vamos dando unidad y
sentido a nuestra vida.
El rico de la parábola opta por un estilo de vida, que lo lleva a tratar
a los demás de una manera determinada. Su persona queda marcada por su estilo
de vida y eso le trae consecuencias que van más allá de la muerte, porque la
persona es una unidad, antes y después de la muerte.
Para el creyente, la dirección y el sentido de la vida se
encuentra en la asimilación y puesta en práctica de los valores del evangelio. Vivir
en contradicción con esos valores, como el rico de la parábola, es echar a
perder la vida.
Quien piensa en los demás y vive para
servir se humaniza y se hace objeto de la primera bienaventuranza prometida por
Jesús a los pobres en espíritu. Esto, según el evangelio, es vivir para Dios y
estar en Dios. Por el contrario, quien vive pensando únicamente en sí mismo, en
su propio interés y confort, se deshumaniza. Según el evangelio, esto es estar
fuera de Dios, es infierno. Lo que salva es el corazón pobre, que ya no vive
para sí sino para Él, que por nosotros murió y resucitó y, quiere que lo
sirvamos en sus hermanos, sobre todo en los más pequeños, con quienes Él se
identifica.
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