domingo, 31 de julio de 2022

Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario – La necedad del rico (Lc 12, 13-21)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola del hombre rico, ilustración de Jan Luyken publicada en la Biblia de Bowyer (primera mitad del siglo XIX), Museo Bolton, Lancashire, Inglaterra

En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: "Maestro, dile a mi hermano' que comparta conmigo la herencia".
Pero Jesús le contestó: "Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?". Y dirigiéndose a la multitud, dijo: "Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea". Después les propuso esta parábola: "Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: '¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida'. Pero Dios le dijo: '¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?'. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios".

El uso de los bienes materiales y del dinero es un tema importante en el evangelio: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia idolátrica, que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que ennoblecen y guían la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar solidaridad fraterna.

Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos, o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación infecunda y egoísta genera desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero conforme al plan de Dios.

Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii Gaudium, 203).

El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que haga de árbitro para que su hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder en términos jurídicos como lo hacían los rabinos y expertos en la ley, y prefiere ir a la raíz misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para ayudarlos a vivir.

Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él, sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho evidente que las relaciones humanas pueden romperse fácilmente cuando están de por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos por la avaricia y la ambición.

Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante la acumulación de bienes. La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes. En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos los hombres.

No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de lo que es. Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo. Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado?

Necio o torpe en la Biblia es el hombre que no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses, y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1).

Asimismo el salmo 39,7 dice: El hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por cosas transitorias, acumula riquezas y no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios por sus hijos que, al olvidarse de Él, dejan de ver el justo valor de la vida y de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).

sábado, 30 de julio de 2022

Muerte de Juan Bautista (Mt 14, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ

Decapitación de San Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Michelangelo Caravaggio (1608), concatedral de San Juan, La Valeta, República de Malta

En aquel tiempo, el rey Herodes oyó lo que contaban de Jesús y les dijo a sus cortesanos: "Es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas".
Herodes había apresado a Juan y lo había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, pues Juan le decía a Herodes que no le estaba permitido tenerla por mujer. Y aunque quería quitarle la vida, le tenía miedo a la gente, porque creían que Juan era un profeta.
Pero llegó el cumpleaños de Herodes, y la hija de Herodías bailó delante de todos y le gustó tanto a Herodes, que juró darle lo que le pidiera. Ella, aconsejada por su madre, le dijo: "Dame, sobre esta bandeja, la cabeza de Juan el Bautista".
El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por no quedar mal con los invitados, ordenó que se la dieran; y entonces mandó degollar a Juan en la cárcel.
Trajeron, pues, la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven y ella se la llevó a su madre.
Después vinieron los discípulos de Juan, recogieron el cuerpo, lo sepultaron, y luego fueron a avisarle a Jesús.

La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el mismo destino de los grades profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que él ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la causa a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida; esta verdad se hace patente en la muerte del profeta.

Herodes, el asesino de Juan Bautista, es –junto con Pilato– prototipo de hombre falaz e inconsecuente. Dice de él San Mateo que había oído hablar de Jesús. La fe se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la fe se transmite. Herodes había oído, pero está incapacitado para alcanzar la verdad, como todos aquellos que oprimen la verdad con la injusticia y causan la indignación de Dios (Rom 1, 18).

El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece implícitamente descrito: el adulterio, la  venalidad y la violencia. Todos estos ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta de cumpleaños con sabor a muerte.

Destaca en el festín la figura de Herodías, concubina de Herodes. Simboliza el placer que él cree poder darse porque todo lo puede, incluso quitarle la mujer a su hermano Filipo con toda desfachatez. La mayor torpeza del corrupto es creerse omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir sin temor alguno su adulterio. Pero el santo profeta lo encara: ¡No te es lícito!

Como ocurre con frecuencia en los casos de corrupción, la denuncia pone al culpable en la encrucijada: o vida o muerte. La decisión es inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo tiempo su contraria. Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta.

La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el rey y la corte, y encanta.  Belleza, arte y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino muerte. Pide lo que quieras, le dice el que se cree capaz de todo. Incluso juró darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata.

Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y por su parte la belleza, bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar el horror. La muchacha, instigada por su madre, pidió que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista.

Herodes se entristeció. Rápido se esfumaron belleza y placer. La tristeza puede ser buena –advierte Ignacio de Loyola para acertar en el discernimiento– porque hace recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero ocurre muchas veces que el hombre no puede salirse del enredo en que se ha metido, quedando preso del qué dirán. Y por eso, por la pura veleidad de no quedar mal ante los palaciegos, ordenó que le cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de la larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener renombre, autoridad y dominio.

El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a Jesús.

El historiador Flavio Josefo (Antigüedades judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía temer que, a consecuencia de la predicación del Bautista, se armase un movimiento popular que podría traerle problemas con los romanos, de quien era vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del arresto y decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte, del Mesías Jesús. 

viernes, 29 de julio de 2022

Diálogo de Jesús con Marta (Jn 11, 19-27)

P. Carlos Cardó SJ

Marta, hermana de Lázaro, encuentra a Jesús yendo a su casa, óleo sobre lienzo de Nikolai Ge (1864), Museos Estatales de Rusa, San Petersburgo

Muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa. Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26).

Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en Él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14).

Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el cardenal Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.

Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en Él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que Él tiene a sus amigos.

Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que Él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá.

Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección. La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte.

Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

jueves, 28 de julio de 2022

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-47)

P. Carlos Cardó SJ

La visitación, fresco de Jacopo Carucci Pontormo (1514 – 1516), iglesia Santissima Annunziata, Florencia, Italia

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».
María dijo entonces: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador».

San Lucas quiere con este pasaje dar a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo y el niño que llevaba en su seno saltó de gozo.

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el libro de los Jueces, cap. 4, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡ Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” de todo creyente. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, y luego a la generosidad de Dios y entonó un canto de alabanza: Celebra mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella intuye que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en su favor al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador.

Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

miércoles, 27 de julio de 2022

El tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44-46)

P. Carlos Cardó SJ

Parábola del tesoro escondido, óleo sobre madera de roble atribuido a Rembrandt y también a Gerrit Dou (1630 aprox.), Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría

“El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo descubre, lo vuelve a esconder; su alegría es tal, que va a vender todo lo que tiene y compra ese campo.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: un comerciante que busca perlas finas. Si llega a sus manos una perla de gran valor, se va, vende cuanto tiene, y la compra”.

La gracia de llevar una vida conforme a los valores del reino de Dios, la compara Jesús al descubrimiento de un tesoro escondido y de una perla de gran valor. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirir el campo, donde ha hallado el tesoro, y quedarse con él según las leyes judías. Asimismo, el mercader de perlas finas que encuentra una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra.

La decisión de ambos es lo central de la parábola. Quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más que lo que tiene. El valor de la decisión está en que permite adquirir el bien mayor. El acento se pone en “venderlo todo” porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo queda relativizado.

Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás. Ocurre también con el amor a Dios: quien lo ama de verdad relativiza frente a Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama.

El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida (Fil 3, 8).

Tarde o temprano todos nos enfrentamos con la necesidad de decidir y elegir algo que puede marcar la vida para siempre y que implica necesariamente dejar de lado otras posibles opciones que no dejan de atraer. Pero el hecho es que no se pueden aprehender a la vez ambas cosas, aunque no siempre queramos reconocerlo. La tentación fundamental consiste en pensar que no necesito realmente renunciar a nada, que puedo hacerlo todo, mantener lo que antes tenía y lo que ahora me propongo realizar, aunque se le oponga… Pero sin embargo, esto es falso, irreal.

En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez  descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a adoptarlo como el sentido orientador de su vida, aunque haya otros caminos que le ofrecen otras formas de ser feliz. 

martes, 26 de julio de 2022

Muchos desearon ver lo que ustedes ven (Mt 13, 16-17) P. Carlos Cardó SJ

P. Carlos Cardó SJ

Educación de la Virgen María óleo sobre lienzo atribuido a Diego Velásquez (1617 aprox.), Galería de Arte de la Universidad de Yale, Connecticut, Estados Unidos

"¡Dichosos los ojos de ustedes, que ven!; ¡dichosos los oídos de ustedes, que oyen! Yo se lo digo: muchos profetas y muchas personas santas ansiaron ver lo que ustedes están viendo, y no lo vieron; desearon oír lo que ustedes están oyendo, y no lo oyeron".

En la conmemoración de Joaquín y Ana, padres de María, abuelos de Jesús, la liturgia ve en ellos el cumplimiento de las palabras de Jesús: Dichosos sus ojos que ven y sus oídos que oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron.

Estas palabras de Jesús se refieren a sus discípulos, que constituyen para Él su verdadera familia porque escuchan la Palabra y la cumplen (Lc 8, 21; Mt 12, 50). Son los que están cerca de Él. A ellos se les ha dado conocer los secretos del reino. Conocer la voluntad del Padre, la participación en su amor por medio del Hijo. A ellos se les revela el designio (el misterio escondido) de Dios en la historia, que queda oculto a los sabios y entendidos de este mundo.

Por medio de Jesús, se han revelado los misterios del Reino de Dios a los que creen en Él, en especial a los pobres y a los sencillos. Por esto, Jesús ha dado gracias a su Padre: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. A estos puros y sencillos de corazón que verán a Dios (Mt 5, 8), Jesús los declara bienaventurados y les anuncia la gracia que les abrirá la mente para comprender todo lo que Él nos ha revelado.

A quien se acerca a Jesús y le sigue se le concede aquello que los antiguos profetas y justos (patriarcas, profetas, reyes) ansiaron ver e intuyeron que tendría su cumplimiento en el tiempo fijado por Dios. Todos ellos murieron sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo (Hebr 11, 13). Incluso de Abraham, padre del pueblo de Israel, dice Jesús: se alegró mucho con la esperanza de ver el día en que yo vendría al mundo; lo vio, y le causó mucha alegría (Jn 8, 46).

Ser de la familia de Jesús, oír su Palabra y llevarla a la práctica requiere de la gracia del Padre que nos abre los ojos para ver su luz, los oídos para escuchar atentamente y el corazón para mantener el deseo de su presencia.

lunes, 25 de julio de 2022

¿Pueden beber el cáliz…? (Mt 20, 20-28)

 P. Carlos Cardó SJ

Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, óleo sobre lienzo del Maestro de la Ventosilla (siglo XVI), Museo de Santiago y los Peregrinos, Santiago de Compostela, España

En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo, junto con ellos, y se postró para hacerle una petición.
Él le preguntó: "¿Qué deseas?".
Ella respondió: "Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino".
Pero Jesús replicó: "No saben ustedes lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?".
Ellos contestaron: "Sí podemos".
Y él les dijo: "Beberán mi cáliz; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quien mi Padre lo tiene reservado".

Al oír aquello, los otros diez discípulos se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ya saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. Que no sea así entre ustedes. El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que los sirva, y el que quiera ser primero, que sea su esclavo; así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por la redención de todos".

Aparecen aquí dos lógicas en conflicto: por un lado, la lógica del mundo que ha influido en la mente de los discípulos y que los lleva a procurar el poder y el dominio y, por otro lado, la lógica de Hijo del hombre que le lleva a seguir un camino del amor y del servicio, y no se detiene ni ante las injurias, la persecución y la muerte.

La lógica de la cruz supone un cambio radical del sistema de valores imperante. Jesús, siendo el primero, se pone a servir a los demás, dando ejemplo de la verdadera grandeza. Él nos invita a pasar de la perspectiva de quien busca a toda costa rangos, categorías y cargos de poder, a la perspectiva de quien busca ser solidario y servir mejor. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que posee, sino en su actitud de amor y servicio a ejemplo de Jesús.

La buena fama y reputación son un derecho de toda persona humana. Perderlas significa una forma de muerte social. Por eso, el deseo de reconocimiento y de prestigio es connatural al ser humano. Sin embargo, cuando estos valores se convierten en absolutos, hasta el punto de hacer que la persona los busque como la motivación más importante de sus acciones reducen la propia existencia a una esclavitud y dependencia de la idea que los demás tengan de ella, a un culto a la imagen que se convierte en la idolatría del yo y puede llevarlo a la hipocresía de aparentar lo que no es para obtener aprobación y prestigio.

Naturalmente se olvida del modo como  Dios lo acepta. Olvida también que la vanagloria pierde a la persona en sus aparentes y transitorias victorias, mientras que el amor desinteresado, que mueve a pensar en los demás, le obtiene la verdadera gloria. Jesús desvela nuestra verdad, que consiste en ser como el Hijo, para quien la victoria consiste en amar, servir y dar la vida.

Dice el texto que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda. En la versión de Marcos son los mismos hijos los que piden: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte (Mc 10, 35). En todo caso es la misma forma de pedir que empleamos con frecuencia en nuestra oración. Queremos que Dios haga lo que nosotros queremos, que su voluntad se adapte a la nuestra; en vez de ir nosotros a Dios, queremos que Él venga a nuestros intereses.

Jesús en Getsemaní da el ejemplo supremo: No se haga mi voluntad sino la tuya. Además, la madre de los Zebedeos puede pedir algo que para ella es bueno, la cercanía de sus hijos a Jesús en su reino; pero ignora que su reino se realizará en la cruz, cuando aparezca con toda su gloria de Hijo amado del Padre que ama a sus hermanos hasta dar la vida por ellos.

San Juan Crisóstomo comenta este pasaje (Homilías sobre Mateo, n. 65) y dice: Jesús procura sacar a la madre de los Zebedeos y a sus discípulos de las ilusiones que se han forjado, diciéndoles que deben estar dispuestos a sufrir injurias, persecuciones y aun muerte: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber? Que nadie se extrañe de ver a los apóstoles con actitudes tan imperfectas. Hay que esperar que el misterio de la cruz se les revele, que la fuerza del Espíritu Santo les sea comunicada.

Si quieres ver el valor de sus almas, míralos más tarde, y los verás superiores a todas las debilidades humanas. Jesús no oculta las debilidades y pequeñez de sus discípulos para que veas aquello que llegarán a ser después, por el poder de la gracia que los transformará… Observa bien que no les pregunta directamente: «¿Van a ser capaces ustedes de derramar su propia sangre?» Para alentarlos, les propone compartir su cáliz, beber de su copa, es decir, vivir en comunión con Él…

Más tarde podrás ver al mismo San Juan, que ahora sólo busca el primer puesto, cederle el puesto a San Pedro… En cuanto a Santiago, su apostolado no duró mucho tiempo. Con fervor ardiente, despreciando totalmente los intereses puramente humanos, demostró un celo tan grande que mereció ser el primer mártir entre los apóstoles (Hech 12, 2). 

domingo, 24 de julio de 2022

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario – El Padre nuestro (Lc 11, 1-4)

 P. Carlos Cardó SJ

Oración del caliz, témpera y bronce sobre cartulina de Mijail Nésterov (1898), boceto para la pintura del muro sur de la iglesia de San Alexander Nevski en Abastumani. Museo Estatal Ruso, San Petersburgo
Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".
Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: 'Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación' ".

Un discípulo le dijo: Enséñanos a orar. Jesús respondió proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida.

El poder llamar Padre a Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos o hijas suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nada ni nadie nos lo podrá quitar: Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 38s).

La oración, como toda nuestra vida, ha de estar orientada a santificar el nombre de Dios. Esto significa darle a Dios el lugar central que se merece. Jesús santificó el nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 26).

Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, es decir, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y nos disponemos a compartirlo con los necesitados. Santificamos  su nombre cuando nos rendimos a Él en los momentos críticos, sin miedo a nuestras flaquezas ni a la muerte misma. En eso el nombre de Dios es santificado.

La oración que Jesús enseña despierta el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Esa es  nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino ha llegado ya en Jesús; que viene a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que vendrá plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad en el mundo. Está entre nosotros como semilla que crece y se hace un árbol sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s), y es Cristo resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad y realización completa. El reino de Dios es nuestro anhelo más profundo: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús!

Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Pan material para nuestros cuerpos y pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía.

Tenemos también que expresar la necesidad de perdón. Perdónanos nuestros pecados. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Todos necesitamos perdón. Porque el cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador alcanzado por la gracia que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente, sino que se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino que perdona.

En la oración asumimos ante Dios nuestra radical deficiencia y el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, pues forma parte de la vida, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice Pablo– de que Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios.

Habrá, pues, que pedir continuamente: Señor, enséñanos a orar, pues no sabemos orar como conviene y debemos asimilar el modo y contenido de la oración perfecta que Él enseñó a sus discípulos. 

sábado, 23 de julio de 2022

La Parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30)

 P. Carlos Cardó SJ

Cosecha de trigo sarraceno, óleo sobre lienzo de Jean- François Millet (1874), Museo de Bellas Artes, Boston, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a la muchedumbre: "El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó.
Cuando crecieron las plantas y se empezaba a formar la espiga, apareció también la cizaña.
Entonces los trabajadores fueron a decirle al amo: 'Señor, ¿qué no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, salió esta cizaña?'. El amo les respondió: 'De seguro lo hizo un enemigo mío'. Ellos le dijeron: '¿Quieres que vayamos a arrancarla?'. Pero él les contestó: 'No. No sea que al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha y, cuando llegue la cosecha, diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla, y luego almacenen el trigo en mi granero' ".

La transmisión de los valores del evangelio siempre va a encontrar obstáculos para su arraigo en las mentes y conductas de las personas. Son la buena semilla que el Señor siembra, pero el influjo nocivo de otras maneras de pensar y de actuar crecen junto a ella y tienden a impedir su crecimiento, como hace el trigo con la cizaña. Siempre habrá trigo junto con cizaña. El bien aparecerá mezclado con el mal. Y el mal no sólo actúa fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el corazón de cada uno.

El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia activa, de Dios y nuestra, y tiempo también para la misericordia. Por eso, el creyente no se puede dejar abatir; debe más bien exaltar el bien: ser en verdad hijo de un Dios misericordioso, que hace llover sobre justos e injustos y salir el sol sobre malos y buenos.

El mal no gasta al bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. “Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien” (Rm 8,28). “Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener misericordia de todos” (Rom 11,32). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20).

Es comprensible que, ante el mal del mundo, sobre todo cuando causa sufrimiento a los inocentes, nos preguntemos acerca de la bondad de Dios. Pero tales preguntas no son inevitables. La fe no ofrece una teoría consoladora para resolver esos interrogantes, pero ve un camino para superarlos, de modo que sea posible cambiar este mundo en dirección del reino de Dios y por tanto de incluir todo mal y todo sufrimiento bajo el influjo de ese amor de Dios que “renovará la faz de la tierra” y que “enjugará las lágrimas de los ojos” (Apoc 21,4). Es el camino de Jesús que, ante el mal y el pecado del mundo acumulado en su cruz, hizo actuar la fuerza del amor de Dios que supera al mal y a la muerte misma.

En esta perspectiva, cabe también interrogarnos sobre nuestro amor a la Iglesia. La Iglesia es divina y humana de arriba abajo. Nuestra fe nos hace ver en ella el “Sacramento” de la comunión de Dios con los hombres en Jesucristo, comunidad reunida por el Espíritu Santo y llamada al reino de Dios Padre. Por eso es “cuerpo” y “esposa” de Jesucristo. Creemos que la Iglesia –a pesar del pecado de sus miembros– es el lugar indestructible que sostiene la verdad originaria (“apostólica”) del Espíritu de Dios en el mundo.

Pero esto no siempre nos resulta obvio. Aunque hay muchos signos, no es fácil constatar que la Iglesia sea “sacramento del amor de Dios”. El pueblo de Dios siempre es santo y pecador. Nosotros quisiéramos una comunidad cristiana perfecta, sin defecto. Pero la Iglesia no es una secta de puros; en ella hay puesto para todos. Por eso, se encontrará siempre infectada de mal, por fuera y por dentro.

Quizá, por fijarnos sólo en sus elementos divinos, la idealizamos, forzada como está a peregrinar aún lejos de su Señor por los caminos del mundo. Por eso, en toda época ha habido conflictos entre las apariencias humanas de Cristo y las exigencias de la Fe. Pero es verdad también que, al mismo tiempo y con mayor intensidad aún, todos hemos experimentado la íntima certeza de la pureza, verdad y bondad de Cristo en sí y de su obra entre nosotros a través de esa misma Iglesia. 

Por supuesto que nos gustaría ver cuanto antes a los representantes oficiales ofreciéndonos una imagen más auténtica del Señor Jesús, Buen Pastor en sus personas y en sus vidas; pero esto no es posible de manera inmediata y plenamente. Sin mostrarnos en absoluto insensibles a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras, siempre ha dado ese mundo oficial, no seamos, sin embargo, de aquellos que querrían ver el cielo sobre la tierra.

En definitiva, es la fe en Jesucristo la que sostiene nuestra fe en la Iglesia, y sólo en esta fe podemos superar la desconfianza, el distanciamiento escéptico o la crítica arrogante y destructiva. Sólo cuando aceptamos a la Iglesia como es, llega nuestro amor a ella a su madurez. Preguntémonos si confiamos en ella, si oramos por ella, si somos miembros activos de ella. Y cuando nos vengan ganas de criticar a la Iglesia, comencemos por criticarnos a nosotros mismos. Es evidente que cada uno de nosotros, a su modo, compromete a la Iglesia ante el mundo; no sólo aquellos otros eclesiásticos sobre los que estamos dispuestos a lanzar nuestro grito de protesta.

La confianza en la promesa del Señor de que estará en su Iglesia y con nosotros “todos los días” (Mt 28,20) y que jamás nos retirará su santo Espíritu, nos mueva a buscar los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña.

viernes, 22 de julio de 2022

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 1-2.11-18)

 P. Carlos Cardó SJ

Magdalena ante el sepulcro vacío de Cristo, óleo sobre lienzo atribuido a Francisco Ribalta (1612 aprox.), Museo del Prado, Madrid, España

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto".
María se había quedado llorando junto al sepulcro de Jesús. Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en la cabecera y el otro junto a los pies.
Los ángeles le preguntaron: "¿Por qué estás llorando, mujer?".
Ella les contestó: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto". Dicho esto, miró hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús.
Entonces él le dijo: "Mujer, ¿por qué llorando? ¿A quién buscas?".
Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto".
Jesús le dijo: "¡María!".
Ella se volvió y exclamó: "¡Rabbuní!", que en hebreo significa 'maestro'.
Jesús le dijo: "Déjame ya, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios' ".
María Magdalena se fue a ver a los discípulos para decirles que había visto al Señor y para darles su mensaje.

El Papa Francisco ha revalorizado la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la que Él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca. Por eso se la puede ver como figura de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis.  

También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me manifestaré a él (14, 21).

El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.

Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.

Dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto, expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra explicación.

Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).

Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso les hace saber lo que son para Él, lo que cuentan para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).

Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia.

¡Rabbubí!, responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25). El encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.

No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.

María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.