P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se presentó ante Jesús un doctor de la ley para ponerlo a prueba y le preguntó: "Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?".
Jesús le dijo: "¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?".
El doctor de la ley contestó: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo".
Jesús le dijo: "Has contestado bien; si haces eso, vivirás".
El doctor de la ley, para justificarse, le preguntó a Jesús: "¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús le dijo: "Un hombre que bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, los cuales lo robaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto. Sucedió que por el mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasó por ahí, lo vio y siguió adelante. Pero un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: 'Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso'. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?".
El doctor de la ley le respondió: "El que tuvo compasión de él".
Entonces Jesús le dijo: "Anda y haz tú lo mismo.
La parábola del Buen Samaritano es uno de los textos más hermosos
del evangelio de Lucas. Presenta el rostro del Dios que busca al perdido, y el
rostro del cristiano que se interesa por el problema de su hermano y ahí se
encuentra con Dios.
Un hombre ha sido asaltado en el camino y ha quedado mal herido. Pasan
junto a él tres personajes: un sacerdote, representante de la Ley; un levita, representante
del culto (ambos “profesionales” de la religión); y un samaritano, que para los
judíos era un hereje. Los tres ven al hombre caído, pero reaccionan de manera diferente.
El sacerdote y el levita pasan de largo, por “no ensuciarse
las manos” o por pensar: “es un extraño”, “no nos concierne”... El samaritano,
en cambio, sintió compasión. Sentir compasión es sufrir con el otro,
compartir su situación, ponerse en su lugar; es lo que hace el samaritano.
El sacerdote y el levita representan a quienes pretenden llegar a
Dios, pero no se interesan por la situación del prójimo que sufre: pasan
de largo. Son los encargados de las “cosas de Dios”, pero no hacen lo
que a Dios más le interesa: atender la vida de sus hijos e hijas que pasan
necesidad.
Ya los antiguos profetas habían reprobado esa pretensión de
reducir la religión a prescripciones externas y costumbres piadosas sin
práctica de la justicia y de la misericordia. ¿A mí
qué, tanto sacrificio vuestro?, dice el Señor… (por el profeta Isaías), desistan de hacer el mal, aprendan a hacer
el bien, busquen lo justo, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al
huérfano, aboguen por la viuda (Is 1, 11.16-17). Eso mismo es lo que quiere
lograr Jesús con su parábola: que sus oyentes cambien su forma de relacionarse
con Dios, se hagan solidarios y misericordiosos porque eso es lo que quiere
Dios.
El mensaje fundamental que recorre toda la Biblia es que el amor a
los demás define la autenticidad del ser humano en su relación con Dios, con
los demás y consigo mismo. Quien no ama ha “fallado” en su vida, simplemente no
es humano. Pero la novedad que trae Jesús es que el amor es, antes que nada,
una experiencia que a la persona humana se le hace vivir y que, gracias a ella,
puede amar a los demás. San Juan desarrolla esta idea en su 1ª Carta y afirma
que si amamos, es porque primero nos ha amado Dios (1 Jn 4, 19). Y por eso Jesús se identifica con el buen Samaritano
para hacernos sentir el amor que Dios nos tiene, y movernos a amar a los demás.
Al mismo tiempo, Jesús se identifica también con el hombre caído
en el camino, que es la persona a la que debemos atender y en la que lo
atendemos a Él. Por eso dirá en el evangelio de Mateo: Cada vez que lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicieron (Mt 25,40). Por tanto, no se puede dividir lo que Dios
ha unido: con un mismo amor amamos a Dios y amamos al prójimo. Porque Dios se
ha hecho próximo nuestro, podemos amar a Dios y al prójimo con el mismo amor
que del Padre y del Hijo nos viene.
La parábola nos transmite esta enseñanza de manera sorprendente haciendo
que se superpongan dos imágenes, la del hombre caído en el camino y la del
samaritano que lo asiste. Queda la impresión de que se disuelven el uno en el
otro, hasta ser al final una misma persona.
El escriba, el sacerdote y el levita deben identificarse con el
hombre caído en el camino, del que se hace cargo el Samaritano que luego desaparece
en el horizonte hacia Jerusalén, y representa a Jesús. Por su parte, el hombre
herido y despojado recobra la salud y se vuelve capaz de socorrer a los que,
como él, vea caídos en el camino; hará con los demás lo que hizo Aquel que lo atendió.
Se volverá un buen samaritano como Jesús.
Dios se ha acercado tanto a nosotros que se ha convertido en el
pobre maltratado que vemos en nuestro camino, ¡es imposible no verlo! Más aún, se
nos ha acercado tanto, que se ha convertido en el herido que yo soy, y se ha
hecho cargo de mí, ha curado mis heridas, me ha alojado y ha pagado por mí. De
modo que si se ha identificado así conmigo, yo también debo identificarme así
con él.
Cristo, Buen Samaritano, se prolonga en los samaritanos de hoy y
de siempre: hombres y mujeres sensibles al dolor y sufrimiento de la gente, que
hacen todo lo que pueden para atender a los caídos. Entre ellos se ha de situar
el cristiano porque se ha sentido atendido y curado por Él. Ha experimentado la
misericordia en su propia persona; siente que tiene que mostrar misericordia.
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