P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a la muchedumbre: "El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó.
Cuando crecieron las plantas y se empezaba a formar la espiga, apareció también la cizaña.
Entonces los trabajadores fueron a decirle al amo: 'Señor, ¿qué no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, salió esta cizaña?'. El amo les respondió: 'De seguro lo hizo un enemigo mío'. Ellos le dijeron: '¿Quieres que vayamos a arrancarla?'. Pero él les contestó: 'No. No sea que al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha y, cuando llegue la cosecha, diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla, y luego almacenen el trigo en mi granero' ".
La transmisión de los valores del
evangelio siempre va a encontrar obstáculos para su arraigo en las mentes y
conductas de las personas. Son la buena semilla que el Señor siembra, pero el
influjo nocivo de otras maneras de pensar y de actuar crecen junto a ella y
tienden a impedir su crecimiento, como hace el trigo con la cizaña. Siempre
habrá trigo junto con cizaña. El bien aparecerá mezclado con el mal. Y el mal
no sólo actúa fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el corazón de
cada uno.
El creyente sabe que el triunfo
del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que
transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia
activa, de Dios y nuestra, y tiempo también para la misericordia. Por eso, el
creyente no se puede dejar abatir; debe más bien exaltar el bien: ser en verdad
hijo de un Dios misericordioso, que hace llover sobre justos e injustos y salir
el sol sobre malos y buenos.
El mal no gasta al bien.
Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. “Para los que
aman a Dios, todo contribuye al bien” (Rm
8,28). “Dios ha permitido que todos
seamos rebeldes para tener misericordia de todos” (Rom 11,32). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20).
Es comprensible que, ante el mal
del mundo, sobre todo cuando causa sufrimiento a los inocentes, nos preguntemos
acerca de la bondad de Dios. Pero tales preguntas no son inevitables. La fe no
ofrece una teoría consoladora para resolver esos interrogantes, pero ve un
camino para superarlos, de modo que sea posible cambiar este mundo en dirección
del reino de Dios y por tanto de incluir todo mal y todo sufrimiento bajo el
influjo de ese amor de Dios que “renovará la faz de la tierra” y que “enjugará
las lágrimas de los ojos” (Apoc 21,4).
Es el camino de Jesús que, ante el mal y el pecado del mundo acumulado en su
cruz, hizo actuar la fuerza del amor de Dios que supera al mal y a la muerte
misma.
En esta perspectiva, cabe también interrogarnos
sobre nuestro amor a la Iglesia. La Iglesia es divina y humana de arriba abajo.
Nuestra fe nos hace ver en ella el “Sacramento” de la comunión de Dios con los hombres en Jesucristo, comunidad reunida
por el Espíritu Santo y llamada al reino de Dios Padre. Por eso es “cuerpo” y
“esposa” de Jesucristo. Creemos que la Iglesia –a pesar del pecado de sus
miembros– es el lugar indestructible que sostiene la verdad originaria
(“apostólica”) del Espíritu de Dios en el mundo.
Pero esto no siempre nos resulta
obvio. Aunque hay muchos signos, no es fácil constatar que la Iglesia sea
“sacramento del amor de Dios”. El pueblo de Dios siempre es santo y pecador. Nosotros
quisiéramos una comunidad cristiana perfecta, sin defecto. Pero la Iglesia no
es una secta de puros; en ella hay puesto para todos. Por eso, se encontrará
siempre infectada de mal, por fuera y por dentro.
Quizá, por fijarnos sólo en sus
elementos divinos, la idealizamos, forzada como está a peregrinar aún lejos de
su Señor por los caminos del mundo. Por eso, en toda época ha habido conflictos
entre las apariencias humanas de Cristo y las exigencias de la Fe. Pero es
verdad también que, al mismo tiempo y con mayor intensidad aún, todos hemos experimentado
la íntima certeza de la pureza, verdad y bondad de Cristo en sí y de su obra
entre nosotros a través de esa misma Iglesia.
Por supuesto que nos gustaría ver cuanto antes a los
representantes oficiales ofreciéndonos una imagen más auténtica del Señor Jesús,
Buen Pastor en sus personas y en sus vidas; pero esto no es posible de manera
inmediata y plenamente. Sin mostrarnos en absoluto insensibles a los escándalos
y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras, siempre ha dado ese mundo oficial, no seamos, sin embargo, de
aquellos que querrían ver el cielo sobre la tierra.
En definitiva, es la fe en Jesucristo la que sostiene nuestra fe
en la Iglesia, y sólo en esta fe podemos superar la desconfianza, el
distanciamiento escéptico o la crítica arrogante y destructiva. Sólo cuando
aceptamos a la Iglesia como es, llega nuestro amor a ella a su madurez.
Preguntémonos si confiamos en ella, si oramos por ella, si somos miembros
activos de ella. Y cuando nos vengan ganas de criticar a la Iglesia, comencemos
por criticarnos a nosotros mismos. Es evidente que cada uno de nosotros, a su
modo, compromete a la Iglesia ante el mundo; no sólo aquellos otros
eclesiásticos sobre los que estamos dispuestos a lanzar nuestro grito de protesta.
La confianza en la promesa del Señor de que estará en su Iglesia y
con nosotros “todos los días” (Mt 28,20)
y que jamás nos retirará su santo Espíritu, nos mueva a buscar los signos (a
veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña.
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