martes, 31 de mayo de 2022

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó SJ 

La visitación, vitral de Felix Joseph Barrias (siglo XIX), Catedral de Notre Dame, París, Francia

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».
María dijo entonces: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me dirán dichosa. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre! Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos aquellos que viven en su presencia. Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes. Derribó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos, y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su siervo, se acordó de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes para siempre».
María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.

San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita de María a Isabel darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, confiere a los personajes del relato un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo y el niño que llevaba en su seno saltó de gozo.

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el caso de Yael en el libro de los Jueces, cap. 4-5, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso.

El cántico de María, el Magníficat, se sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. El Magníficat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.

María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios  en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

lunes, 30 de mayo de 2022

¡Yo he vencido al mundo! (Jn 16, 29-33)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo Rey, fresco de Karl von Blaas (siglo XIX), iglesia parroquial de Altlerchenfelder, Viena, Austria 

En aquel tiempo, los discípulos le dijeron a Jesús: "Ahora sí nos estás hablando claro y no en parábolas. Ahora sí estamos convencidos de que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por eso creemos que has venido de Dios".
Les contestó Jesús: "¿De veras creen? Pues miren que viene la hora, más aún, ya llegó, en que se van a dispersar cada uno por su lado y me dejarán solo. Sin embargo, no estaré solo, porque el Padre está conmigo. Les he dicho estas cosas, para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan valor, porque yo he vencido al mundo".

Ahora hablas claramente sin usar comparaciones; ahora estamos seguros de que lo sabes todo, le dicen los discípulos a Jesús, como si no les hubiese revelado quién es Él y por qué fue enviado al mundo por su Padre. Creemos que has venido de Dios, afirman resueltamente, pero hay algo fundamental que no entienden ni mencionan: que Jesús ha de volver a su Padre, pasando por la cruz, donde va a ser glorificado. Saben mucho de Jesús, es verdad, y se muestran seguros de sí mismos, pero no han comprendido el destino de Jesús y razonan a partir de sus propias deducciones. Se puede saber mucho sobre Él, pero no entenderlo real y profundamente.

Algo similar había ocurrido con Pedro, que se ufanó ante el Señor: ¿Por qué razón no soy capaz de seguirte ya ahora? Daré mi vida por ti. Y Él le respondió anunciándole que le iba a negar tres veces. Los discípulos, por su parte, dicen comprender, pero Jesús sabe que después no creerán lo que vean, se escandalizarán de la cruz. Se dispersarán como el rebaño cuando sea golpeado el pastor y se harán fácil presa del lobo (cf. Mt 26, 31; Zac 13, 7). Todos lo abandonarán, excepto su madre y el discípulo. Pero Él seguirá con ellos y, cuando vuelva al Padre, les enviará al Espíritu de la verdad, que los guiará al conocimiento de la verdad completa.

Pero yo nunca estoy solo. El Padre está conmigo, afirma Jesús a continuación como rectificando sus palabras. Alude así a la lucha interior que libra y que supera con la confianza absoluta que le viene por su comunión con el Padre. Ya en otras ocasiones había mencionado esta unión: No estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado (Jn 8, 16). Y Aquel que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que a él le agrada (Jn 8, 29). Esta íntima e inquebrantable confianza es lo que lo mantendrá fiel en la prueba suprema.

Más aún, su conciencia de la presencia constante de su Padre junto a Él, que San Juan pone de relieve, contrasta con la extrema soledad que, según los evangelios sinópticos, experimentó Jesús al punto de morir, sintiéndose obligado a gritar: ¡Elí, Elí, lammá sabactaní! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). La visión que tiene el evangelista Juan es distinta. En la cruz, Jesús llevará a pleno cumplimiento el plan de salvación que el Padre le encomendó, morirá afirmando: todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza nos dará su Espíritu.

Por eso, en la víspera de la pasión, Jesús se despide de los discípulos, fortaleciendo su confianza con la certeza de su victoria sobre el mal y la muerte. Es su postrer deseo, que estén siempre en paz, cualquier que sea la aflicción que sientan en el mundo. Les he dicho esto para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡tengan ánimo! ¡Yo he vencido al mundo!

A lo largo de la historia, la injusticia, los desórdenes y las desigualdades en el mundo seguirán siendo causa de muchos sufrimientos. Por eso, los deseos de paz que Jesús expresa a sus discípulos no buscan solamente animarlos, sino moverlos a asumir el compromiso de ser, en medio de la oposición y tribulaciones del mundo, testigos de su triunfo, por eso su exclamación firme y convincente: ¡Yo he vencido al mundo! Es lo que sostendrá la confianza del cristiano en toda circunstancia por adversa que sea. 

domingo, 29 de mayo de 2022

Homilía del VII Domingo de Pascua - Ascensión del Señor (Lc 24, 46-53)

 P. Carlos Cardó SJ

Ascensión de Cristo, óleo sobre lienzo de Jean-Baptiste Jouvenet (siglo  XVII), Palacio de Versalles, París, Francia

En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: "Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto".
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.

El Señor se va, pero hace de su partida un motivo de alegría y una garantía de la confianza con que sus discípulos deben abordar el tiempo de la separación, tiempo intermedio, tiempo de la Iglesia.

Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos, les había dicho. Ahora los bendice. Despierta en ellos el deseo de volverlo a ver y les da la garantía de que no los abandonará nunca. La comunidad que vive de este deseo y de esta fe, animada por el amor que Él ha suscitado en ella, tiene que ser en adelante el signo de su presencia viva en la historia. Ustedes serán mis testigos.

La ascensión, partida del Señor, pone término a su vida terrena e inaugura al mismo tiempo su gloria. Da inicio también al tiempo de los creyentes, tiempo eclesial, tiempo del testimonio y de la preparación de su Reino, tiempo de la esperanza y de la peregrinación, de la siembra y de la lenta germinación de la semilla, tiempo del crecimiento del trigo junto con la cizaña, tiempo de la memoria que actualiza su obra entre nosotros, y tiempo del deseo anhelante “Marana Thá”, “Ven, Señor”.

Al elevarse a las alturas, llevado por su propio deseo, el amor del Hijo por su Padre, Jesús asume y recoge en sí todos los deseos de la persona humana. Su elevación nos da la certeza de hallar lo que buscamos, de hallar lo que nos ha prometido. Los recuerdos que de ahora en adelante hablen de Él, excluirán toda nostalgia. Jesús vive y volverá. El recuerdo de Jesús congregará a los suyos y, a la vez, la comunidad fraterna será memoria viva de Jesús. El amor fraterno no es una orden venida del exterior, sino la continuación de su propio amor, la vida que permanece, la vida de Él en ellos.

A partir de ahí no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra en donde permanece. Cristo no se escapa, no abandona el mundo, está en el corazón de la historia. Huir de este mundo es una tentación porque Cristo no ha huido. Los ángeles de la ascensión corrigen a los apóstoles que miran alelados al cielo. Ellos expresan a los apóstoles el deseo de Cristo resucitado de que su Iglesia mire hacia la tierra, donde ha de realizar su gran misión: anunciar la Buena Noticia de su liberación a tantos seres humanos que sufren en el cuerpo y en el espíritu.

Hacia la tierra es donde hay que mirar, porque es aquí donde están los intereses de Dios en favor de la vida de sus hijos. Y, al mismo tiempo, la ascensión nos hace ver que somos “ciudadanos del cielo”, anunciadores de una esperanza que mira más allá de las cosas de este mundo que pasa. La ascensión nos hace amar la vida y defenderla, porque ha sido creada por Dios y asumida por su Hijo Jesucristo quien, por su resurrección y ascensión, la ha llevado junto a Dios, al lugar que le corresponde.

Y yo mandaré sobre ustedes lo que mi Padre tiene prometido; quédense en la ciudad hasta que de lo alto los revistan de fuerza (Lc 24,49). ...Tendréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes para que sean mis testigos...hasta los confines del mundo (Hech 1,8). La venida del Espíritu pondrá de manifiesto su presencia secreta. Por medio del Espíritu se perpetuará el recuerdo de Jesús hasta que vuelva, se mantendrá vivo en el corazón de la Iglesia. La Iglesia, a su vez, permanecerá unida, celebrando en tantos países diversos el memorial de su Señor, el sacramento de la comunión y de la presencia, fuente de eucaristía, es decir de alegría y acción de gracias.

Así, pues, la fiesta de hoy nos lleva a echar una mirada esperanzada y gozosa al mundo. Y bienaventurados los que aun no viendo, creen.

sábado, 28 de mayo de 2022

La tristeza y la alegría (Jn 16, 23-28)

 P. Carlos Cardó SJ

Dios Padre, mosaico de autor anónimo realizado en la década de 1930, Iglesia Ortodoxa Serbia, Belgrado

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa. Les he dicho estas cosas en parábolas; pero se acerca la hora en que ya no les hablaré en parábolas, sino que les hablaré del Padre abiertamente. En aquel día pedirán en mi nombre, y no les digo que rogaré por ustedes al Padre, pues el Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre. Yo salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre".

Pidan y recibirán; así serán colmados de alegría. En su despedida, Jesús quiere hacer ver a sus discípulos que su fe en Él los hará capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden obtener de sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener la esperanza a pesar de las pruebas y dificultades.

La alegría no es un componente secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado en el que debe vivir el cristiano y no debe perder. Pero no se trata de cualquier alegría. No puede darse sin la libertad de las personas, sin la paz que es fruto de la justicia en las relaciones en sociedad, sin la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad esencial de todas las personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se busca en la oración cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es, por tanto, una alegría barata y fácil.

Los tiempos que vivimos, al igual que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y a veces nos hacen vivir en carne propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido religioso. La alegría de que Jesús habla no puede pasar por encima de nuestra realidad. Él nos la da para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad frente a todo abuso u opresión; para mantener la paz en nuestros corazones y construirla en la sociedad por medio de la justicia; y para movernos en todo con el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades puramente temporales.

Los evangelios no se escribieron en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz.

Tampoco las más bellas páginas de la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus mayores crisis. Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza cuando más desesperado estaba en el exilio. Y la razón fundamental por la que se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia la da San Pablo: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31).

Por consiguiente, no es que el dolor cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas. La alegría surge cuando, por la fe, se asume el dolor no como fatalidad, sino como ocasión para sentir la presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y consternación que el dolor produce. Las pruebas y sufrimientos inherentes a la existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente resignada y pasiva, sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de sentido. Es el significado de la imagen de la parturienta que sabe que sus dolores anteceden a la alegría por el nacimiento del niño.

Jesús hace ver también que la alegría verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se busca ganando más y más dinero ni logrando éxitos según el mundo. La alegría verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata, por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia a nuestro lado el poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y sobre nuestros errores y pecado. De todo esto saldremos triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).

Finalmente, el tiempo que transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús como el tiempo de la esperanza, que se alimenta con la oración confiada y eficaz. En ese día, es decir, en el tiempo de su presencia resucitada, en el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme (pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.

viernes, 27 de mayo de 2022

Su alegría nadie se las podrá quitar (Jn 16, 20-23)

 P. Carlos Cardó SJ

Ángel músico, óleo sobre lienzo de Fiorentino Rosso (1520), Galería de los Uffizi, Florencia, Italia 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: " En verdad en verdad les digo que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría".
Cuando una mujer va a dar a luz, se angustia, porque le ha llegado la hora; pero una vez que ha dado a luz, ya no se acuerda de su angustia, por la alegría de haber traído un ser al mundo. Así también ahora ustedes están tristes, pero yo los volveré a ver, se alegrará su corazón y nadie podrá quitarles su alegría. Aquel día no me preguntarán nada".

En verdad en verdad les digo. Cuando Jesús emplea esta fórmula, que en hebrero es Amen, amen, yo les digo, da a sus afirmaciones la mayor firmeza, solidez y seguridad que se podía pensar. Más aún, los comentaristas actuales coinciden en reconocer que con esa manera de hablar, Jesús reivindicaba a Dios como autor de su propia palabra, avalaba la verdad de su palabra como verdad de Dios, daba a sus palabras la autoridad de Dios. En el texto que comentamos, emplea esta fórmula para hablar a sus discípulos y a nosotros del futuro que nos aguarda.

Llorarán y gemirán. El tiempo en que los discípulos no lo verán serán de lamento y tristeza, por su muerte en cruz y por su sepultura. Será el tiempo del poder de las tinieblas y del príncipe de este mundo; pero será también el tiempo del juicio y de la salvación de Dios. El mundo creerá haber vencido –y lo sigue creyendo hasta hoy–, pero será vencido y será expulsado el jefe de este mundo. El mundo será salvado. Entonces, la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría. Se cumplirá plenamente lo del Salmo 30: Cambiaste mi luto en danza; mi traje de penitencia en vestido de fiesta.

Jesús emplea la imagen de la parturienta que siente tristeza cuando va a dar a luz, para señalar la fecundidad propia de este momento crítico que la fe atraviesa. Es semejante a la parábola del grano de trigo que tiene que caer en tierra y morir como condición para dar fruto. La aflicción que el discípulo sufre –semejante a la de su Señor– anuncia el nacimiento de la nueva humanidad y del mundo nuevo liberado. Incluye el triunfo sobre toda opresión, y también la fecundidad de la misión evangelizadora a pesar de las persecuciones.

San Pablo recoge esta promesa para darle alcance universal, cósmico: la creación entera gime hasta hoy con dolores de parto (Rom 8, 22), por verse liberada de lo que la esclaviza, pero llegará a participar ella también, a su modo, de la libertad y estado definitivo de la humanidad salvada.

La crisis, el dolor, la prueba conmueven al discípulo como conmovieron primero a Jesús. Probado y capaz de compadecerse de nuestras flaquezas y sufrimientos (Hebr 14,15), el Señor promete a sus discípulos que pronto serán consolados; les hace ver que su aflicción es momentánea y positiva.

Ustedes me verán, les dice. Lo verán resucitado. Lo sentirán presente en sus vidas, actuante en la historia. Y su alegría nadie se la podrá quitar. Esta alegría ganada en la cruz es invencible porque es la alegría del amor que vence al odio, a la maldad y a la muerte misma.

jueves, 26 de mayo de 2022

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

 P. Carlos Cardó SJ

Dios Padre bendiciendo con su mano derecha, aguada de tinta marrón realzada con blanco en papel colocado sobre panel de madera de Girolamo dai Libri (1555 aprox.), Galería Nacional de Arte, Washington DC, Estados Unidos

En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer».
«Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana».

Este trozo del evangelio de San Mateo consta de dos partes. La primera contiene el llamado grito de júbilo de Jesús (11,25-27). Hay quien afirma que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios Sinópticos. La segunda parte se centra en la invitación de Jesús a participar en su experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas y mandatos. (11,28-30).

En la primera parte tenemos una típica oración de Jesús a su Padre. Resalta la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea, esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su padre. Abbá, con esta palabra tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha, Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une a su padre. Con ella también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.

Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.

La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.

Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.

En ese contexto, dice Jesús: “¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!” Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud que la del temor servil, que lleva a cumplir la ley moral por el temor al castigo o la esperanza de premios. Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de Dios que es amor.

Y yo los aliviaré”. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la casa del Padre; la seguridad de que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de la  muerte de que es capaz el ser humano sobre la tierra podrá impedir la llegada del reino, porque el mundo, creado bueno por Dios, pero maltratado y herido por la maldad humana, ha sido amado, salvado y asumido en la carne de ese hombre perfecto, que es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios resucitado.

La ley del amor que Él nos da no es carga que oprime. Mi yugo es suave y mi carga es ligera, nos dice. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y corazón ensanchado.

Vengan a mí… aprendan de mí que soy sencillo y humilde de corazón y yo les daré descanso. Responder a su llamada es aprender del corazón de Jesús man­sedumbre, humildad, sencillez, amabilidad.

¡Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo! 

miércoles, 25 de mayo de 2022

El Espíritu los llevará a la verdad completa (Jn 16, 12-15)

 P. Carlos Cardó SJ

Espíritu Santo, fresco de autor anónimo (siglo XVIII), iglesia del Salvador, Sevilla, España

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes".

Jesús habla del Espíritu Santo que enviará a los suyos como Espíritu de la verdad. Es el atributo que quizá más tenemos en cuenta cuando lo invocamos y le pedimos: Espíritu Santo, ilumina con tu luz nuestras mentes y dispón nuestros corazones para ver la verdad y saber distinguir lo que es recto.

Él los guiará a la verdad completa, dice Jesús. Esto no quiere decir que Él nos haya dado la verdad a medias y que por eso el Espíritu deba completarla. Jesús nos lo ha revelado todo. Dios se nos ha dicho todo en Él. Si se hubiese guardado algo, por así decir, sin revelárnoslo, tendríamos aún que estar esperando otra revelación definitiva.

En Jesús habita la plenitud de la divinidad, dice San Pablo (Col, 2,9), en Él, en su Hijo, Dios se nos ha dado de una vez y para siempre. La función del Espíritu consistirá entonces en infundir en nuestras mentes la luz que necesitamos para interpretar lo dicho por Jesús y para vivirlo en la práctica y en el presente.

El Espíritu Santo no dirá nada diferente ni contrario a lo que dijo Jesús. Anuncia nuevamente, interpreta, habla aquí y ahora lo que Jesús dijo entonces, actualiza su presencia viva. Lo que hace el Espíritu es introducirnos en la verdad que es Jesucristo, mediante el conocimiento que se adquiere por el amor y que es inacabable, pues siempre se puede conocer y comprender más aquello que se ama.

Les anunciará las cosas venideras. Esto no tiene nada que ver con adivinación y vaticinio del futuro. El ser humano por ser mortal siente el ansia de saber el futuro. De ahí el recurso a lo mágico, a las predicciones y los horóscopos, que lo único que hacen es engañar la angustia presente. Las cosas venideras a las que alude Jesús son las relativas al reino de Dios, que se desarrolla escondido como el grano en tierra o la levadura en la masa. El Espíritu enseña a discernir los signos de los tiempos, ilumina el presente a la luz del pasado (de la Palabra, de la vida de Jesús), mantiene viva en el presente la memoria Iesu.

Él me glorificará. La gloria se ha revelado en la humanidad (carne) del Hijo del hombre; por eso no se la capta totalmente, se mantiene abierta a un conocimiento más y más pleno, hasta el infinito, que es lo propio del conocimiento del misterio de Dios. Jesús ya ha sido glorificado por el Padre en la cruz y en la resurrección. Aquí se habla de la gloria en los discípulos, de la gloria del Hijo en los hermanos, de la gloria de Dios reflejada en nuestra vida. Yo les he dado la gloria que tú me diste (17,22) para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos (17,26).

Todo lo del Padre es mío: la misma gloria, el mismo amor, la misma voluntad salvadora, el mismo ser. El Espíritu transmite eso, introduce en la vida trinitaria, porque  es el ser-amor de Dios que se difunde en sus criaturas.

Lo que recibe de mí, lo dará. Comunica a Cristo hasta imprimirlo en nuestros corazones, para que seamos verdaderos hijos y hermanos, para que crezcamos continuamente en Cristo, hasta ser transformados en Él, para que nuestra carne mortal como la de Él sea signo del Dios invisible.

martes, 24 de mayo de 2022

Les enviaré el Espíritu Consolador (Jn 16, 5-11)

 P. Carlos Cardó SJ

Espíritu Santo, óleo sobre lienzo de Corrado Giaquinto (1750), colección privada, Italia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Me voy ya al que me envió y ninguno de ustedes me pregunta: '¿A dónde vas?'. Es que su corazón se ha llenado de tristeza porque les he dicho estas cosas. Sin embargo, es cierto lo que les digo: les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré. Y cuando él venga, establecerá la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio; de pecado, porque ellos no han creído en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me verán ustedes; de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado".

Jesús retorna a su Padre. Se cumple el designio trazado desde antiguo por Dios en favor de la humanidad. Toda la visión que tiene san Juan en su evangelio acerca del significado y obra de Jesucristo se desarrolla como un movimiento o dinamismo de descenso y ascenso. La vuelta al Padre es culminación de la revelación y glorificación final del Hijo.

Sin embargo, los discípulos se llenan de tristeza ante la partida de su Maestro, y Él se los hace ver: La tristeza se ha apoderado de ustedes. No comprenden el sentido de su retorno al Padre, que inaugura su nueva forma de existencia. Si antes Jesús estuvo con ellos, en adelante estará en ellos. Pero eso lo entenderán después; ahora sólo experimentan un sentimiento de orfandad.

La partida física de Jesús es condición para su permanencia continua en el Espíritu. Por eso les dice: les conviene que yo me vaya porque, si no me voy, el Espíritu Consolador no vendrá a ustedes; pero si me voy, lo enviaré. En el Espíritu, por la fe y el amor que Él pondrá en sus corazones, ellos sabrán discernir su presencia en los signos que ese mismo Espíritu les hará sentir en su interior: alegría y paz, consuelo y fortaleza, claridad y sentido de lo que agrada a Dios. De ese modo, la vuelta de Jesús al Padre no deja huérfanos a los que lo siguen.

El Espíritu es el amor que une al Padre y al Hijo y que se desborda hasta nosotros y nos abraza. Procede de ambos y es el mismo ser divino que viene a nosotros como el don por excelencia del Hijo. Así, el Espíritu Santo nos hace partícipes de su divinidad.

La tentación del cristiano es percibir el tiempo presente, que ya no es el tiempo de la presencia física del Señor, ni el de su segunda venida en gloria, como si fuera un tiempo pobre, vacío de los bienes que Jesús ofreció mientras vivió en Palestina. Pero el hecho es que todos esos bienes de entonces siguen disponibles para nosotros hoy por medio del Espíritu, que permite estar en una comunión con Cristo más íntima aún que la que tuvieron sus contemporáneos.

El evangelio hace ver así mismo que otra de las funciones que el Espíritu Santo ejercerá en favor nuestro es la de hacernos capaces de discernir bien lo que es de Cristo y lo que se le opone. Da testimonio de Cristo frente al mundo. Inculca la sabiduría necesaria para no dejarse engañar. Hace distinguir lo falso, que es el modo de vida que el mundo ofrece como felicidad y éxito. Eso es lo que en el lenguaje de san Juan significa convencer al mundo con relación al pecado, a la justicia y al juicio. Convencer significa “acusar”, poner de manifiesto el error del mundo.

En lo referente al pecado porque no creen en mí. El mundo y los que son del mundo rechazan el amor de Dios manifestado en Jesús. Cerrándose en sí mismos, no pueden actuar conforme al amor. El Espíritu Santo hace ver el pecado que esclaviza y daña al ser humano casi siempre bajo apariencia de bien, pero en realidad ofreciendo valores vanos e inconsistentes.

En lo referente a la justicia: El Espíritu hace obrar a los discípulos conforme a la justicia y no deja que se dobleguen ante el mundo, por más que éste pugnará por hacerles seguir sus dictámenes, proyectos y atractivos como si fueran lo acertado y lo más conveniente. Así, pues, pone de manifiesto quién tiene la razón.

Y en lo referente al juicio. Obrando conforme al Espíritu de Jesús, los discípulos atraerán contra sí el odio del mundo que los juzgará; pero, en realidad, serán ellos los que lo juzgarán y el mundo resultará condenado. El Espíritu hará ver que Dios condena el pecado, pero salva al pecador.

En resumen, el Espíritu Santo nos capacita para ver los errores, mentiras y engaños del mundo, para denunciar las maldades y, a la vez, captar y anunciar lo que es justo, bueno y verdadero. Libera del mal y muestra la voluntad de Dios.

lunes, 23 de mayo de 2022

Los expulsarán de la sinagoga (Jn 15, 26-16,4)

 P. Carlos Cardó SJ

San Esteban en la Sinagoga, óleo sobre lienzo de Juan de Juanes (1555 – 1562) perteneciente al retablo de San Esteban, Museo Nacional del Prado, Madrid

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré a ustedes de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí y ustedes también darán testimonio, pues desde el principio han estado conmigo. Les he hablado de estas cosas para que su fe no tropiece. Los expulsarán de las sinagogas y hasta llegará un tiempo cuando el que les dé muerte creerá dar culto a Dios. Esto lo harán, porque no nos han conocido ni al Padre ni a mí. Les he hablado de estas cosas para que, cuando llegue la hora de su cumplimiento, recuerden que ya se lo había predicho yo".

Jesús se va y promete el Espíritu. Se le llama “Consolador”, es decir, el que está con el solo. Y “Defensor” o “Abogado” porque está junto a quien comparece ante un juicio, para ayudarle en su defensa. Tiene cierta equivalencia con el Ruah del Antiguo Testamento, que es viento, fuerza, y designa ante todo el poder y energía de Dios, que crea, sostiene, inspira y conduce todo.

Por lo que dice Jesús, es para nosotros el Espíritu de la verdad que procede de Dios, y que es Dios, no un concepto, ni una fórmula, sino el ser mismo divino que ha dado existencia a todo y conduce la historia a su plenitud. Lo reconocemos en la fuerza interior que infunde dinamismo al mundo, empuja para que todo crezca y se multiplique la vida, alienta todo el despliegue histórico hacia la justicia y la unidad. Es el Espíritu que, respetando nuestra libertad, nos mueve en dirección del amor, y nos hace ser más nosotros mismos, es decir, imágenes de Dios, hijos o hijas suyos queridos.

Cristo permanece en su Iglesia de manera personal y efectiva por el Espíritu Santo que envía sobre los que creen en Él. Por eso dice a sus discípulos antes de partir que no los dejará solos sino que volverá con ellos, y por el Espíritu establecerá una comunión de amor con Él, con su Padre y con todos.

Creer en el Espíritu Santo es asumir con responsabilidad la corriente de la historia hacia la que Él sopla y empuja. No ir en esa dirección o desinteresarse de ella es pecar contra el  Espíritu. Y no creer en el Espíritu es, en definitiva, apagar la esperanza, lo que  nuestra humanidad más necesita.

Después de prometer su Espíritu y su apoyo constante, Jesús advierte a los suyos que pasarán por pruebas, incomprensiones y persecuciones, pero no deben perder la fe: que no se escandalicen. El primer escándalo lo sufrirán con la crucifixión, pues verán a su Maestro como un fracasado. Luego vendrán las consecuencias de seguirlo.

La primera será que los expulsarán de la sinagoga. Fue la experiencia dolorosa de la primitiva iglesia; sus miembros, casi todos judíos, fueron excomulgados de la casa de oración, en la que los judíos, desde su vuelta del exilio, se reunían fraternalmente y afirmaban su identidad de pueblo escogido de Dios. Sufrieron persecuciones violentas por quienes se atribuían, para ellos solos, el nombre de judíos. A ellos perteneció Saulo de Tarso y los fariseos que quisieron dar muerte a los miembros de la secta de los cristianos, comenzando por  Esteban. A ellos se refiere el evangelista San Juan cuando habla de “los judíos”.

A partir de entonces ha sido ininterrumpida la serie de hostilidades y persecuciones que ha sufrido el cristianismo y los cristianos por la razón de estado, por voluntad de los poderosos, por defensa del orden establecido –casi siempre inicuo– y hasta en nombre de la moral y de Dios: Creerán que honran a Dios. Pero la historia irá demostrando al mismo tiempo que todo ha sido por honrar a dioses fabricados según los intereses de los hombres.

Asimismo, en la base de todas las violencias religiosas –que son las más aberrantes– está la pretensión absolutista de querer imponer una imagen falseada del único Dios. Obran así porque no han conocido, dice San Juan, al Dios revelado en Jesucristo como Padre de todos, fuente y dador de vida, amor del que brota todo amor verdadero. La ignorancia del amor de Dios que nos hace hijos, capaces de vivir como hermanos, causa el mal y la violencia en el mundo.

domingo, 22 de mayo de 2022

Homilía del VI Domingo de Pascua - Promesa del Espíritu (Jn 14, 21-26)

 P. Carlos Cardó SJ

Frutos del Espíritu Santo junto a modelos a seguir que lo representan, vitral realizado por Hardman & Co. en la década de 1870, catedral de la Iglesia de Cristo, Dublín, Irlanda

«El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Judas, no el Iscariote, le preguntó: «Señor, ¿por qué hablas de mostrarte a nosotros y no al mundo?».
Jesús le respondió: «Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará. Entonces vendremos a él para poner nuestra morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras; pero el mensaje que escuchan no es mío, sino del Padre que me ha enviado. Les he dicho todo esto mientras estaba con ustedes. En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho».

Dice Jesús: Si uno me ama, observará mi palabra y el Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El amor no es sólo un sentimiento: Se ama con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán mis mandamientos. Uno puede observar los mandamientos como deberes impuestos desde fuera, sin libertad (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o puede observarlos como expresión de su amor a Dios. Entonces, Dios habita en él, hace templo de él, lugar de su presencia.

Por medio del Espíritu Santo, que Jesucristo envía desde el Padre, inaugura una nueva forma de presencia entre nosotros. Mientras Jesús estuvo entre los hombres, Dios se manifestó a través de su persona. Al volver Jesús a su Padre, Dios se nos revela habitando en nosotros por el Espíritu Santo. Si antes estuvo con sus discípulos, en adelante estará en sus discípulos.

Quien hace posible esto ese el Espíritu Santo, don de Jesús Resucitado, llamado “Paráclito”, “Consolador”. Por eso dice Jesús: no los dejaré solos. Le llama también “Defensor”, “Abogado”, que significa: el que está junto a quien comparece ante un juicio, para ayudarlo en su defensa. También por medio del Espíritu, don supremo del Creador, Él mismo se comunica a sus criaturas, para ser todo en todos (1Cor 15,28).

Otra función que el Espíritu cumple para con nosotros es hacernos comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón todo lo que Jesús nos dijo. Vivimos del recuerdo vivo de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de lo que guarda en su corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe. El Espíritu Santo mantiene en nosotros la memoria de Jesús, que es lo mismo que decir, mantiene a Cristo vivo, actuante en la vida de los que siguen sus enseñanzas. Por eso lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en dirección de los valores del evangelio, del amor, la justicia y la paz.

Les dejo mi paz, les doy la paz. La paz, Shalom, que deja Jesús a los suyos no significa únicamente ausencia de conflictos o tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto del amor. Según la Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6), que lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna (Sal 72, 7).

No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte. Así no es la paz de Cristo.

Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que le rodean, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.

La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. No se turbe su corazón, les dice a sus discípulos. Su vuelta al Padre significa que permanece en nosotros por medio del Espíritu Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.

Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es más que yo. Se alegrarán al ver que Jesús ha cumplido su misión, ha sido glorificado y ha vuelto al Padre, alcanzando la meta a la que todo creyente aspira llegar, de estar definitivamente con Dios, el Dios de mi alegría (Sal 43, 4). A Él llega Jesús, atraído y conducido, como hace un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar con aquel de quien procede porque sabe que es donde mejor puede estar. 

Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre es el enviante, Jesús el enviado que de Él procede. Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que el Padre, como afirma el credo, Jesús es la presencia humana de Dios con nosotros (10,36), y por eso cuando habla es Dios mismo quien habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha confiado todo (3,34-35;17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).

A Él vuelve Jesús para ser glorificado con la gloria que compartía con Él antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han creído en Él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17, 24). En esto radica el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.