P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama. Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él".
Entonces le dijo Judas (no el Iscariote): "Señor, ¿por qué razón a nosotros sí te nos vas a manifestar y al mundo no?".
Le respondió Jesús: "El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho".
La piedra de toque del verdadero
amor a Jesucristo es la práctica de sus normas de vida, que se condensan en su
mandamiento supremo del amor. Este es mi
mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 13, 34). Donde hay amor, allí se manifiesta Dios, actúa
el Espiritu Santo y uno se encuentra con Jesucristo.
Me manifestaré a él,
dice Jesús, que en el evangelio de San Juan significa hacerse presente de
manera creíble y convincente. Por eso, el cristiano sabe que nunca puede estar
más seguro de la presencia de Él en su vida, que cuando ama de verdad y adopta,
en obediencia a Él, su actitud más característica de en todo amar y servir.
Además, sabemos que esto es la esencia de la eucaristía –sacramento de su
presencia real– pues no hay eucaristía sin amor fraterno.
Jesús ya se ha manifestado y les
promete a sus discípulos que se les manifestará aun después de su partida, pero
la intervención intempestiva de Judas (no el Iscariote) hace ver que hasta el
final, aun en la cena de despedida del Señor, ellos seguían aguardando otra
manifestación pública y grandiosa de Jesús como mesías en gloria y poder según
el mundo.
Jesús, en cambio, les habla de una
manifestación suya sencilla y humilde en el amor que se le tenga a Él y a sus
hermanos y hermanas. Ellos tendrán que aprender esto pues es lo que los
diferencia del mundo, que se queda sin ver ni conocer a Jesús. El mundo lo vio
pero no lo conoció. Ellos lo han visto y, por haber creído, serán capaces de
experimentar que el Señor se va pero permanece con ellos y en ellos.
En el contexto de su despedida,
Jesús les promete a sus discípulos el envío del Espíritu Santo Consolador, por
medio del cual mantendrá su presencia y su obrar en la Iglesia. Consignando estas frases de
Jesús, el evangelista San Juan hace ver que gracias al mismo Espíritu es como
se ha podido mantener viva la memoria del Señor y la transmisión de su vida y
de su evangelio. Tuvo, pues, que marcharse Jesús, por así decir, para que los
discípulos pudiesen “releer” las historia de Jesús y abrir los ojos a la
revelación del Dios encarnado que en ella se les había ofrecido.
El Espíritu recibe el calificativo
de Paráclito, consolador y abogado. Este término usado por Juan proviene
del vocabulario jurídico y designa al que defiende al que comparece ante un
tribunal. En el mundo judío, el término se usó para designar los intercesores
que abogan en favor de los justos ante el tribunal de Dios: la ley, los
ángeles, las obras buenas… Pero en el evangelio de Juan, el Espíritu es paráclito porque asiste y acompaña
siempre al creyente.
Finalmente, hay una distinción entre
la enseñanza impartida por Jesús y el recuerdo y explicación que hará el Espíritu
Santo. Es la distinción entre el tiempo de Jesús de Nazaret y el tiempo de la
Iglesia, pero ambos están en conexión de mutua referencia. La enseñanza del
Espíritu será la de Jesús. El recuerdo que suscitará en los fieles no será un
simple memorizar o repetir, sino una memoria vida, que promueve un conocimiento
creciente, una comprensión siempre
nueva.
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