domingo, 22 de mayo de 2022

Homilía del VI Domingo de Pascua - Promesa del Espíritu (Jn 14, 21-26)

 P. Carlos Cardó SJ

Frutos del Espíritu Santo junto a modelos a seguir que lo representan, vitral realizado por Hardman & Co. en la década de 1870, catedral de la Iglesia de Cristo, Dublín, Irlanda

«El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Judas, no el Iscariote, le preguntó: «Señor, ¿por qué hablas de mostrarte a nosotros y no al mundo?».
Jesús le respondió: «Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará. Entonces vendremos a él para poner nuestra morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras; pero el mensaje que escuchan no es mío, sino del Padre que me ha enviado. Les he dicho todo esto mientras estaba con ustedes. En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho».

Dice Jesús: Si uno me ama, observará mi palabra y el Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El amor no es sólo un sentimiento: Se ama con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán mis mandamientos. Uno puede observar los mandamientos como deberes impuestos desde fuera, sin libertad (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o puede observarlos como expresión de su amor a Dios. Entonces, Dios habita en él, hace templo de él, lugar de su presencia.

Por medio del Espíritu Santo, que Jesucristo envía desde el Padre, inaugura una nueva forma de presencia entre nosotros. Mientras Jesús estuvo entre los hombres, Dios se manifestó a través de su persona. Al volver Jesús a su Padre, Dios se nos revela habitando en nosotros por el Espíritu Santo. Si antes estuvo con sus discípulos, en adelante estará en sus discípulos.

Quien hace posible esto ese el Espíritu Santo, don de Jesús Resucitado, llamado “Paráclito”, “Consolador”. Por eso dice Jesús: no los dejaré solos. Le llama también “Defensor”, “Abogado”, que significa: el que está junto a quien comparece ante un juicio, para ayudarlo en su defensa. También por medio del Espíritu, don supremo del Creador, Él mismo se comunica a sus criaturas, para ser todo en todos (1Cor 15,28).

Otra función que el Espíritu cumple para con nosotros es hacernos comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón todo lo que Jesús nos dijo. Vivimos del recuerdo vivo de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de lo que guarda en su corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe. El Espíritu Santo mantiene en nosotros la memoria de Jesús, que es lo mismo que decir, mantiene a Cristo vivo, actuante en la vida de los que siguen sus enseñanzas. Por eso lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en dirección de los valores del evangelio, del amor, la justicia y la paz.

Les dejo mi paz, les doy la paz. La paz, Shalom, que deja Jesús a los suyos no significa únicamente ausencia de conflictos o tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto del amor. Según la Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6), que lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna (Sal 72, 7).

No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte. Así no es la paz de Cristo.

Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que le rodean, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.

La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. No se turbe su corazón, les dice a sus discípulos. Su vuelta al Padre significa que permanece en nosotros por medio del Espíritu Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.

Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es más que yo. Se alegrarán al ver que Jesús ha cumplido su misión, ha sido glorificado y ha vuelto al Padre, alcanzando la meta a la que todo creyente aspira llegar, de estar definitivamente con Dios, el Dios de mi alegría (Sal 43, 4). A Él llega Jesús, atraído y conducido, como hace un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar con aquel de quien procede porque sabe que es donde mejor puede estar. 

Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre es el enviante, Jesús el enviado que de Él procede. Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que el Padre, como afirma el credo, Jesús es la presencia humana de Dios con nosotros (10,36), y por eso cuando habla es Dios mismo quien habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha confiado todo (3,34-35;17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).

A Él vuelve Jesús para ser glorificado con la gloria que compartía con Él antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han creído en Él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17, 24). En esto radica el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.

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