P. Carlos Cardó SJ
«El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Judas, no el Iscariote, le preguntó: «Señor, ¿por qué hablas de mostrarte a nosotros y no al mundo?».
Jesús le respondió: «Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará. Entonces vendremos a él para poner nuestra morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras; pero el mensaje que escuchan no es mío, sino del Padre que me ha enviado. Les he dicho todo esto mientras estaba con ustedes. En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho».
Dice Jesús: Si uno me ama, observará mi palabra y el
Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El amor no es sólo un sentimiento: Se
ama con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán mis mandamientos. Uno puede observar los
mandamientos como deberes impuestos desde fuera, sin libertad (como el hermano
mayor del Hijo Pródigo), o puede observarlos como expresión de su amor a Dios. Entonces,
Dios habita en él, hace templo de él, lugar de su presencia.
Por medio del Espíritu Santo, que Jesucristo envía desde el
Padre, inaugura una nueva forma de presencia entre nosotros. Mientras Jesús
estuvo entre los hombres, Dios se manifestó a través de su persona. Al volver
Jesús a su Padre, Dios se nos revela habitando en nosotros por el Espíritu
Santo. Si antes estuvo con sus discípulos, en adelante estará en sus
discípulos.
Quien hace posible esto ese el Espíritu Santo, don de Jesús Resucitado,
llamado “Paráclito”, “Consolador”. Por eso dice Jesús: no los dejaré solos. Le
llama también “Defensor”, “Abogado”, que significa: el que está junto a quien
comparece ante un juicio, para ayudarlo en su defensa. También por medio del
Espíritu, don supremo del Creador, Él mismo se comunica a sus criaturas, para ser todo en todos (1Cor 15,28).
Otra función que el Espíritu cumple para con nosotros es
hacernos comprender y, sobre todo, recordar,
es decir, conocer con el corazón todo lo que Jesús nos dijo. Vivimos del
recuerdo vivo de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de lo que guarda
en su corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda,
ya no existe. El Espíritu Santo mantiene en nosotros la memoria de Jesús, que
es lo mismo que decir, mantiene a Cristo vivo, actuante en la vida de los que
siguen sus enseñanzas. Por eso lo reconocemos en la fuerza interior que da
dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se
multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en dirección de los
valores del evangelio, del amor, la justicia y la paz.
Les
dejo mi paz, les doy la paz.
La paz, Shalom, que deja Jesús a los
suyos no significa únicamente ausencia de conflictos o tranquilidad del alma,
sino que es el don por excelencia, que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se
busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos deja
como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto del amor. Según la
Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6), que
lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna
(Sal 72, 7).
No
como la da el mundo. Para el mundo,
la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!–
que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura
mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y éste
sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz,
prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene el resultado
precario de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de aquello que se
consigue con la violencia y la muerte. Así no es la paz de Cristo.
Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para
permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que le
rodean, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo
es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del
Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen
resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.
La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de
temor y desaliento. No se turbe su
corazón, les dice a sus discípulos. Su
vuelta al Padre significa que permanece en nosotros por medio del Espíritu
Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a nosotros de un modo
nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Si
me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es más que yo. Se alegrarán al ver que Jesús ha cumplido su misión, ha sido glorificado
y ha vuelto al Padre, alcanzando la meta a la que todo creyente aspira llegar,
de estar definitivamente con Dios, el
Dios de mi alegría (Sal 43, 4). A Él llega Jesús, atraído y conducido, como
hace un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar con aquel de quien
procede porque sabe que es donde mejor puede estar.
Jesús lo reconoce
así y no duda en afirmar: porque el
Padre es más que yo. El Padre
es el enviante, Jesús el enviado que de Él procede. Engendrado, no creado y de
la misma naturaleza que el Padre, como afirma el credo, Jesús es la presencia
humana de Dios con nosotros (10,36), y por eso cuando habla es Dios mismo quien habla porque Dios le ha comunicado
plenamente su Espíritu… y le ha confiado todo (3,34-35;17,7),
principalmente el poder de dar vida (5,26).
A Él vuelve Jesús
para ser glorificado con la gloria que compartía con Él antes de que el mundo
existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han
creído en Él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo
donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me amaste
antes de la creación del mundo (17, 24). En esto radica el motivo de la
alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto definitivamente el camino hacia
Dios, meta de su caminar en este mundo.
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