P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre.
Yo les aseguro: el que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo, murieron. Este es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida".
Los
judíos rechazan las palabras de Jesús: Yo soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo (pan
de Dios) es la Ley que Dios les dio por medio de Moisés, con la cual expresan
su pertenencia al pueblo escogido y se sienten seguros de la salvación. Entienden
que Jesús pretende estar por encima de la Ley y de Moisés. Y, en efecto, como
nuevo Moisés, Jesús Mesías viene a fundar un nuevo pueblo escogido.
A
este nuevo Israel le ofrece otro alimento superior al maná que comieron sus
antepasados en el desierto, y que consiste en acogerle a Él, tener fe en Él. De
este modo, Jesús hace ver que lleva a pleno cumplimiento el antiguo éxodo y la alianza
que Dios hizo con su pueblo. Por consiguiente, los acontecimientos de la
historia de Israel quedan reducidos a simples imágenes o anticipos de lo que
Dios iba a hacer por medio de Él. Pero hay algo mucho más sorprendente aún: al
afirmar Jesús que Él es el pan de Dios, da a entender que Dios habla en Él, que
Él es la Palabra de Dios vivo.
Todas
estas afirmaciones resultan insoportables a sus oyentes, pero Jesús no se echa
atrás e insiste: Nadie pude venir a mí si el Padre que me envió no se lo concede… Con esto quiere decir que el encuentro
con Él es una gracia que Dios da, y que por medio de ella se alcanza la
verdadera vida. Yo lo resucitaré en el último día.
Llegar
a tener acceso a Dios como el bien absoluto, anhelar profundamente llegar a
tener una vida que perdura es, en cierto modo, una aspiración inherente al ser
humano, lo afirme o no explícitamente. Tal atracción, de hecho, puede intuirse en
toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo mediante el
cual la persona se trasciende a sí misma.
Pero
esta atracción fundamental del hombre no significa que éste, simplemente porque
aspira a ello, pueda “ver” a Dios, tener acceso directo al misterio del ser
divino como horizonte de sus búsquedas. En el evangelio de San Juan, Jesús no
duda en manifestar la conciencia que tiene de sí mismo como mediador entre los
hombres y Dios porque ha venido de Él: No que alguien haya visto a Dios. Sólo el
que ha venido de Dios ha visto al Padre. En Jesús, hombre como los demás, se realiza la revelación
definitiva y la máxima cercanía de Dios. Y por eso, quien cree en Él y lo
acepta, se encuentra con Dios y alcanza en Él el logro pleno de su existencia, que
llamamos vida eterna.
Naturalmente,
al no reconocer su origen divino y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden
aceptarlo como el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que ésta
se ofrece justamente en su humanidad, designada como carne entregada para la vida del mundo. El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser
hombre), vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne (mi
persona, la totalidad de lo que yo soy). Y yo la doy para la vida del mundo.
Carne y sangre, para los hebreos, significaban
la persona real y concreta. La carne
no era solamente el soporte material de la existencia, así como la sangre tampoco era simplemente un
elemento orgánico de la persona. Carne
es toda la persona, y sangre es
sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. Así, pues, comer
su carne y beber su sangre significaban entrar en comunión con Él,
asimilar su modo de ser.
Eso
es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la
vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque a los
judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. Diez veces se emplea el
verbo comer, en el sentido de masticar, seis veces se menciona la carne y cuatro veces beber su sangre.
El
comer humano es más que una función vital de conservación; es un acto de
comunión entre quien da la vida y quien come. El comer es comunicación. Comer
el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es convertirnos en Él. Amándolo y comiendo su
carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con
nuestros semejantes.
Podríamos decir que las dos afirmaciones más
importantes del texto son éstas: El
que cree tiene vida eterna, y El que come
de este pan vivirá para siempre. Creer en Jesús, asumir como propio
su modo de ser y de pensar; comer su cuerpo es asimilar su ser; en esto
consiste la «vida eterna» que se concede vivir ya desde ahora. Por vida eterna
entendemos no solamente una vida que trasciende la duración del tiempo y
sobrepasa los límites de la muerte, sino tener la vida definitiva, que todo ser humano anhela. Una vida así sólo
es posible si entramos a participar en la vida misma de Dios. Y eso es
justamente lo que Jesús nos ofrece y promete.
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