P. Carlos Cardó SJ
Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano. Aquello que el Padre me ha dado es más fuerte que todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa.
El
trato que Jesús daba a la gente, encuentra en el símbolo del buen pastor una de
sus expresiones más bellas. Jesús fue el hombre totalmente entregado a los
demás, y lo fue por su íntima unión con Dios, estuvo unido a todos los hijos e
hijas de Dios, su Padre.
Se
sentía en cada instante amado, acogido y sostenido por Dios y esta confianza absoluta
le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no
situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin
buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos la mejor vida
que podían vivir.
De
su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a dar de lo que
tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y
gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos,
incluso con aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15, ls). El amor de
Dios por nosotros se hizo realidad palpable en Él y Él se realizó a sí mismo
como persona en ese mismo amor.
Por
eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el
dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al verlo
actuar así, los discípulos –y más tarde las comunidades cristianas– aprendieron
a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin
violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La
solidaridad de Jesús promueve vínculos de unión y permite reconocer que las
relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos
de su corazón.
Mis
ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.
Nada aleja a la gente de Jesús. Todos se sienten comprendidos; el pastor no
juzga, llama a cada oveja por su nombre y las acepta como son. Por eso lo
siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas. Esta solicitud por los suyos
constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se sienten llamados
a adoptar su estilo de vida en el trato con los demás.
Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar. Si
algo desea Jesús es que los suyos tengan vida en abundancia, una vida que nada
ni nadie les pueda quitar. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede
venirnos de Dios. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad ofrecida para
quien lo sigue e imita su forma de ser. No perecerán para siempre y nadie me los
podrá quitar. El
Padre es glorificado en esta vida que nos da con su Hijo. Y porque el Padre
todopoderoso –que está por encima de todo lo creado– nos ha confiado a su Hijo,
nada ni nadie podrá arrebatarnos de su mano.
Este año celebramos hoy el día de
la Madre. Este día nos hace ver en la mujer que nos dio a luz, una de las
presencias más bellas del amor de Dios por nosotros. La Biblia nos hace ver en
páginas bellísimas que Dios, fuente de vida,
se quiso revelar a la humanidad como el amor del que
brotan todos los amores, el amor del padre y de la madre. El profeta Isaías
presenta a Dios como madre: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar
de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada” (Is 49,15).
“Mamarán, los llevarán en brazos,
y sobre las rodillas los acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela,
así los consolaré yo” (Is 66,12-13).
Y en el NT vemos que, llegado el momento de su plena comunicación con nosotros,
Dios tuvo necesidad de una madre para nacer entre nosotros; creó entonces a la
Virgen María, modelo de todas las madres, madre de su Hijo y madre nuestra. En
ella el valor de la maternidad fue elevado a su más alto grado.
Por eso, la Iglesia no deja de alentar a las mujeres, en especial a
las jóvenes, para que valoren la maternidad como una vocación y un don sublime
del Creador que las hace participar de su poder creador de la vida y las hace
alcanzar el logro más perfecto de su feminidad. La mujer debe considerar que es
en la maternidad donde más se realiza: que su organismo, su psicología, sus
sentimientos, tienden normalmente a hacer de ella un ser capaz de recibir el
don de la vida, darlo a luz, criarlo, educarlo y sostenerlo.
Por eso la madre suele (y debe) ser de ordinario la que está más
cerca de la persona humana; la que más ternura, solicitud y comprensión le
manifiesta, sin quitarle nada al amor y dedicación que ofrece y debe ofrecer el
padre. Ella puede acompañar más de cerca, sentir más de cerca las alegrías y
las pruebas, los gozos y trabajos de los hijos.
Pero la maternidad no es solamente una función biológica. La mujer
puede realizarla en diferentes campos de la existencia personal y social, sobre
todo en aquellos en los que puede expresar las características particulares del
modo femenino de relacionarse con los demás. Es un anhelo, que corresponde a un
instinto maternal, y que muchas mujeres logran realizar de manera más admirable
aún que muchas madres biológicas cuando adoptan a un niño sin hogar, o se
dedican generosamente a cuidar, proteger y educar la vida, realizándose como verdaderas
madres.
Naturalmente, esto no excluye otras vocaciones y aptitudes de la
mujer que tienen con ver con su participación activa en la construcción de la
sociedad. Hoy la mujer brinda su colaboración social y profesional en todos los
estamentos y niveles de la sociedad. Es cierto también que la tarea de la madre
en el hogar debe complementarse con la presencia y responsabilidad del padre.
Sin embargo, aun apoyando todo esto, es oportuno reafirmar la importancia
insustituible que tiene la mujer-madre al comienzo de la vida humana. Por ello,
debemos poner nuestro empeño para que la dignidad de la vocación maternal no
desaparezca en la vida de las nuevas generaciones; para que no disminuya la
autoridad de la mujer-madre en la vida familiar, social y pública, en la cultura,
en la educación y en todos los campos de la vida.
Que el Señor otorgue a nuestras madres todo lo que Él es capaz de
darles para que sean verdaderamente felices. Y a nuestras madres difuntas les
conceda el premio de su eterna felicidad.
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