domingo, 8 de mayo de 2022

Homilía del IV Domingo de Pascua - El Buen Pastor (Jn 10, 27- 30)

 P. Carlos Cardó SJ

El buen pastor, fresco de Karl von Blaas (siglo XIX), iglesia parroquial de Altlerchenfelder, Viena, Austria 

Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano. Aquello que el Padre me ha dado es más fuerte que todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa.

El trato que Jesús daba a la gente, encuentra en el símbolo del buen pastor una de sus expresiones más bellas. Jesús fue el hombre totalmente entregado a los demás, y lo fue por su íntima unión con Dios, estuvo unido a todos los hijos e hijas de Dios, su Padre.

Se sentía en cada instante amado, acogido y sostenido por Dios y esta confianza absoluta le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos la mejor vida que podían vivir.

De su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a dar de lo que tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso con aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15, ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en Él y Él se realizó a sí mismo como persona en ese mismo amor.

Por eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al verlo actuar así, los discípulos –y más tarde las comunidades cristianas– aprendieron a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús promueve vínculos de unión y permite reconocer que las relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón.

Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Nada aleja a la gente de Jesús. Todos se sienten comprendidos; el pastor no juzga, llama a cada oveja por su nombre y las acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas. Esta solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se sienten llamados a adoptar su estilo de vida en el trato con los demás.

Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar. Si algo desea Jesús es que los suyos tengan vida en abundancia, una vida que nada ni nadie les pueda quitar. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de Dios. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad ofrecida para quien lo sigue e imita su forma de ser. No perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar. El Padre es glorificado en esta vida que nos da con su Hijo. Y porque el Padre todopoderoso –que está por encima de todo lo creado– nos ha confiado a su Hijo, nada ni nadie podrá arrebatarnos de su mano.

Este año celebramos hoy el día de la Madre. Este día nos hace ver en la mujer que nos dio a luz, una de las presencias más bellas del amor de Dios por nosotros. La Biblia nos hace ver en páginas bellísimas que Dios, fuente de vida, se quiso revelar a la humanidad como el amor del que brotan todos los amores, el amor del padre y de la madre. El profeta Isaías presenta a Dios como madre: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada” (Is 49,15).

“Mamarán, los llevarán en brazos, y sobre las rodillas los acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo” (Is 66,12-13). Y en el NT vemos que, llegado el momento de su plena comunicación con nosotros, Dios tuvo necesidad de una madre para nacer entre nosotros; creó entonces a la Virgen María, modelo de todas las madres, madre de su Hijo y madre nuestra. En ella el valor de la maternidad fue elevado a su más alto grado.

Por eso, la Iglesia no deja de alentar a las mujeres, en especial a las jóvenes, para que valoren la maternidad como una vocación y un don sublime del Creador que las hace participar de su poder creador de la vida y las hace alcanzar el logro más perfecto de su feminidad. La mujer debe considerar que es en la maternidad donde más se realiza: que su organismo, su psicología, sus sentimientos, tienden normalmente a hacer de ella un ser capaz de recibir el don de la vida, darlo a luz, criarlo, educarlo y sostenerlo.

Por eso la madre suele (y debe) ser de ordinario la que está más cerca de la persona humana; la que más ternura, solicitud y comprensión le manifiesta, sin quitarle nada al amor y dedicación que ofrece y debe ofrecer el padre. Ella puede acompañar más de cerca, sentir más de cerca las alegrías y las pruebas, los gozos y trabajos de los hijos.

Pero la maternidad no es solamente una función biológica. La mujer puede realizarla en diferentes campos de la existencia personal y social, sobre todo en aquellos en los que puede expresar las características particulares del modo femenino de relacionarse con los demás. Es un anhelo, que corresponde a un instinto maternal, y que muchas mujeres logran realizar de manera más admirable aún que muchas madres biológicas cuando adoptan a un niño sin hogar, o se dedican generosamente a cuidar, proteger y educar la vida, realizándose como verdaderas madres.

Naturalmente, esto no excluye otras vocaciones y aptitudes de la mujer que tienen con ver con su participación activa en la construcción de la sociedad. Hoy la mujer brinda su colaboración social y profesional en todos los estamentos y niveles de la sociedad. Es cierto también que la tarea de la madre en el hogar debe complementarse con la presencia y responsabilidad del padre. Sin embargo, aun apoyando todo esto, es oportuno reafirmar la importancia insustituible que tiene la mujer-madre al comienzo de la vida humana. Por ello, debemos poner nuestro empeño para que la dignidad de la vocación maternal no desaparezca en la vida de las nuevas generaciones; para que no disminuya la autoridad de la mujer-madre en la vida familiar, social y pública, en la cultura, en la educación y en todos los campos de la vida.

Que el Señor otorgue a nuestras madres todo lo que Él es capaz de darles para que sean verdaderamente felices. Y a nuestras madres difuntas les conceda el premio de su eterna felicidad. 

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