P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, los discípulos le dijeron a Jesús: "Ahora sí nos estás hablando claro y no en parábolas. Ahora sí estamos convencidos de que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por eso creemos que has venido de Dios".
Les contestó Jesús: "¿De veras creen? Pues miren que viene la hora, más aún, ya llegó, en que se van a dispersar cada uno por su lado y me dejarán solo. Sin embargo, no estaré solo, porque el Padre está conmigo. Les he dicho estas cosas, para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan valor, porque yo he vencido al mundo".
Ahora hablas claramente sin usar
comparaciones; ahora estamos seguros de que lo sabes todo,
le dicen los discípulos a Jesús, como si no les hubiese revelado quién es Él y
por qué fue enviado al mundo por su Padre. Creemos que has venido de Dios, afirman resueltamente, pero hay algo
fundamental que no entienden ni mencionan: que Jesús ha de volver a su Padre,
pasando por la cruz, donde va a ser glorificado. Saben mucho de Jesús, es
verdad, y se muestran seguros de sí mismos, pero no han comprendido el destino
de Jesús y razonan a partir de sus propias deducciones. Se puede saber mucho
sobre Él, pero no entenderlo real y profundamente.
Algo similar había ocurrido con
Pedro, que se ufanó ante el Señor: ¿Por
qué razón no soy capaz de seguirte ya ahora? Daré mi vida por ti. Y Él le
respondió anunciándole que le iba a negar tres veces. Los discípulos, por su
parte, dicen comprender, pero Jesús sabe que después no creerán lo que vean, se
escandalizarán de la cruz. Se dispersarán
como el rebaño cuando sea golpeado el pastor y se harán fácil presa del lobo
(cf. Mt 26, 31; Zac 13, 7). Todos lo
abandonarán, excepto su madre y el discípulo. Pero Él seguirá con ellos y,
cuando vuelva al Padre, les enviará al Espíritu de la verdad, que los guiará al
conocimiento de la verdad completa.
Pero yo nunca estoy solo. El Padre está conmigo,
afirma Jesús a continuación como rectificando sus palabras. Alude así a la
lucha interior que libra y que supera con la confianza absoluta que le viene
por su comunión con el Padre. Ya en otras ocasiones había mencionado esta
unión: No estoy yo solo, sino yo y el que
me ha enviado (Jn 8, 16). Y Aquel que
me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que
a él le agrada (Jn 8, 29). Esta íntima e inquebrantable confianza es lo que
lo mantendrá fiel en la prueba suprema.
Más aún, su conciencia de la presencia constante de su Padre junto
a Él, que San Juan pone de relieve, contrasta con la extrema soledad que, según
los evangelios sinópticos, experimentó Jesús al punto de morir, sintiéndose obligado
a gritar: ¡Elí, Elí, lammá sabactaní! ¡Dios
mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). La visión que tiene
el evangelista Juan es distinta. En la cruz, Jesús llevará a pleno cumplimiento
el plan de salvación que el Padre le encomendó, morirá afirmando: todo se ha cumplido, e inclinando la
cabeza nos dará su Espíritu.
Por eso, en la víspera de la pasión, Jesús se despide de los
discípulos, fortaleciendo su confianza con la certeza de su victoria sobre el
mal y la muerte. Es su postrer deseo, que estén siempre en paz, cualquier que
sea la aflicción que sientan en el mundo.
Les he dicho esto para que tengan paz en
mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡tengan ánimo! ¡Yo he vencido al
mundo!
A lo largo de la historia, la injusticia, los desórdenes y las
desigualdades en el mundo seguirán siendo causa de muchos sufrimientos. Por
eso, los deseos de paz que Jesús expresa a sus discípulos no buscan solamente
animarlos, sino moverlos a asumir el compromiso de ser, en medio de la
oposición y tribulaciones del mundo, testigos de su triunfo, por eso su
exclamación firme y convincente: ¡Yo he vencido al mundo! Es lo que sostendrá la confianza del
cristiano en toda circunstancia por adversa que sea.
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