P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a mí antes que a ustedes. Si fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya; pero el mundo los odia porque no son del mundo, pues al elegirlos, yo los he separado del mundo. Acuérdense de lo que les dije: 'El siervo no es superior a su señor'. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán, y el caso que han hecho de mis palabras lo harán de las de ustedes. Todo esto se lo van a hacer por mi causa, pues no conocen a aquel que me envió".
Si el mundo los odia… Cuando Juan habla del “mundo” no se refiere a
la creación, que fue hecha buena por Dios para ser nuestra casa común; se
refiere a un sistema de valores que estructura relaciones interpersonales y
sociales, transmitiendo y fomentando una manera de pensar y de actuar, opuesta
a los valores del reino anunciado por Jesús. Ese “sistema” se asimila por una
especie de contagio mimético y su puesta en práctica da al traste con la
solidaridad, la verdad y honestidad privada y pública, la libertad y el dominio
de sí, el servicio desinteresado, el amor al prójimo…
El mundo y sus atractivos confunde las conciencias y desordena las
conductas; lleva a las personas y a los grupos a considerar bueno lo que es
malo, a tener como principio de acción el afán de lucro desmedido y el provecho
personal –aunque vaya contra el bien común–, a preferir la posesión al
compartir, la violencia a la mansedumbre, la arrogancia a la sencillez, en una
palabra, el egoísmo al amor. Los objetos que el mundo propone como causas
ciertas de éxito y felicidad –el dinero, el poder, el placer– se convierten en
ídolos a los que las personas sacrifican sus voluntades, su libertad, su
tiempo, su familia e incluso su reputación; todo puede supeditarse y
sacrificarse por ganar más, dominar más, gozar más.
San Ignacio en la meditación de las Dos Banderas en sus Ejercicios
Espirituales describe la progresión que adopta la dinámica del mal en el mundo:
partiendo del ansia de ganancia material, lleva a la persona a la búsqueda
alocada de honores y la instala finalmente en la crecida soberbia –sin
religión, sin patria, sin hermanos, solo en su autocomplacencia. Por el
contrario, el espíritu de Cristo alienta en la persona el aprecio de la pobreza
evangélica que conlleva un estilo de vida sobrio y sencillo y una actitud de
solidaridad para compartir; la entereza para
soportar las incomprensiones y desprecios que pueden sobrevenirle por su
compromiso con el evangelio; y finalmente el deseo de aquella humildad que
caracteriza a Jesús, venido no a que lo sirvan sino a servir y dar su vida.
Por eso es tajante Jesús en su mensaje moral: no se puede servir a
dos señores, no puede haber componenda entre Dios y Satán, quien no recoge con
Cristo desparrama… Por eso advierte: Si pertenecieran ustedes al mundo, el mundo
los amaría. El mundo ama,
apoya, favorece lo que es suyo y lo que le interesa para mantener sus sistemas.
Pero los cristianos no son del mundo, son de Cristo y, por tanto,
no pueden cambiar de identidad. Si, en cambio, por ganarse el apoyo o evitarse
problemas, hacen lo que el mundo quiere, éste no sólo los dejará tranquilos,
sino que los llenará de favores. Por eso, cuando la comunidad cristiana no
experimenta dificultades, debe reflexionar y examinarse. Quizá ha claudicado
ante el poder o el atractivo del mundo. El peligro verdadero para el cristiano
y para la Iglesia no es la persecución, sino las lisonjas, los halagos y
favores del mundo que comprometen, enmudecen, entibian y hacen caer en la
mundanidad.
Jesús fue claro al advertir a sus discípulos y a su naciente
Iglesia que su destino iba a ser también el de la cruz. El conflicto que le llevó
a la cruz es inevitable para los que continúan anunciando su mensaje. Por tanto,
no se puede vivir auténticamente el evangelio procurando al mismo tiempo
evitarse conflictos. Naturalmente no hay que buscarse persecuciones, pero
tampoco vivir huyendo de los problemas, porque termina uno por no decir ni
hacer nada.
Vivir el evangelio es ya en sí advertirle al mundo que no es
verdad todo lo que ofrece. Con su sola conducta el cristiano desenmascara la mentira
de quienes intentan apagar la verdad con la injusticia (Rom 1,18). Viviendo el amor desinteresado, pone al descubierto la
insensatez del mundo.
Este cristiano soportará hostilidades, le entrarán dudas, se sentirá
cansado de ir como a contracorriente. Pero el Espíritu de Jesús lo iluminará
con la verdad de su causa y lo hará capaz de mantener su testimonio.
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