sábado, 7 de mayo de 2022

Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo presente en su iglesia, ilustración de William Hole (1906) publicada en La Vida de Jesús de Nazareth, ochenta pinturas. Editada por Fine Art Society, Londres, 1906.

Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: «¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?».
Jesús se dio cuenta de que sus discípulos criticaban su discurso y les dijo: «¿Les desconcierta lo que he dicho? ¿Qué será, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir al lugar donde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu, y son vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen».
Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a entregar.
Y agregó: «Como he dicho antes, nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre».
A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle.
Jesús preguntó a los Doce: «¿Quieren marcharse también ustedes?».
Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y a sus propios discípulos. Con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a adoptar su actitud de entrega a los demás hasta dar la vida, si en verdad creen en Él y lo siguen. Llega así la hora del desenlace. La disyuntiva es clara: hay que optar por la verdadera Vida, o permanecer enredados en la pura materialidad.

Entonces se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo?

Pero Jesús no da marcha atrás. Él no busca la aprobación general. Está dispuesto a quedarse solo antes que debilitar la radicalidad de su mensaje. Por eso, Dándose cuenta de que sus discípulos murmuraban, les dice: ¿Esto les escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde antes estaba? Es Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha.

Aquí, carne y espíritu se refieren a dos formas distintas de afrontar la realidad, que configuran dos formas de vida. Solo la actitud espiritual da sentido a una vida humana. El valor de la “carne” (bienes materiales, posesiones, carrera, acción política, cargos, medios culturales…) le viene de estar informada por el espíritu. Con las inspiraciones y los valores del espíritu, la carne lo es todo. Sin el espíritu, la carne no es nada.

Si no está orientada por los valores espirituales toda acción humana se corrompe. En una palabra, carne es buscarse a sí mismo, su propio interés y bienestar: espíritu es salir del egoísmo y entregarse a los demás. No se trata de despreciar la carne; eso es maniqueísmo. Se trata de darle sentido trascendente y calidad a todo lo que tenemos y hacemos en el tiempo. Lo terreno no puede ser meta para el hombre.

Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él.

Y Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse?

Como en otras ocasiones, Pedro da la única respuesta adecuada: “Nosotros creemos” ... Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.

La condición para pertenecer realmente a la comunidad de Jesús es la adhesión a su persona y la asimilación de su propuesta de amor. Su ‘exigencia’ es una dedicación al bien del hombre a través de la entrega personal. Jesús no busca gloria ni riquezas materiales ni las la promete a los que le sigan. Seguirlo significa renunciar a toda ambición para en todo amar y servir.

El espíritu, lo espiritual, la espiritualidad, los valores espirituales no se ven, lo que vemos son personas imbuidas de Espíritu. Y se las reconoce por el modo como tratan a los demás. Si son capaces de olvidarse de sí y ver en el servicio de los demás lo que les identifica, tienen vida espiritual.

Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que uno tiene que definirse: tiene que optar y asirse con toda la fuerza de la fe (confianza) a ese amor que se nos ha revelado en Jesús como el camino que lleva a la vida verdadera. Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a comulgar con sus criterios, valores y actitudes características, con su estilo de vida y su manera de situarse ante la realidad. La eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar en los más altos valores espirituales que se encarnan en la vida coherente, honesta y generosa de las personas. La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando. 

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