lunes, 30 de septiembre de 2019

Quién es el más importante (Lc 9, 46-50)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle de la pintura Bautismo de Cristo, óleo sobre lienzo de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci (1475 aprox.), Galería de los Uffizi, Florencia, Italia
Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo:"El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande".Entonces, Juan le dijo: "Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros".Pero Jesús respondió: "No se lo prohíban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes".
Los dos últimos episodios de la actividad de Jesús en Galilea, que pone el evangelio de San Lucas, se centran en la enseñanza sobre el comportamiento mutuo de los discípulos y las condiciones para entrar en el reino de Dios.
Jesús habla a sus discípulos de su camino de cruz, que sólo se entiende como la culminación de una vida entregada al bien de los demás; pero sus palabras caen en el vacío porque ellos discuten entre sí sobre quién es el más importante. Entonces Jesús toma a un niño y lo pone a su lado para que sus discípulos entiendan que la grandeza a la que deben aspirar no es la que el mundo les enseña, sino la propia de la condición del niño, que representa lo más débil en la sociedad. Con él Jesús se identifica y le confiere la más alta distinción.
Hijo de Dios, enviado del Padre, no ha buscado para realizar su misión el prestigio y el poder de este mundo, sino que se ha identificado con la condición de los niños, que en la sociedad judía de entonces formaban parte de la categoría social de los sin derechos y de los que no contaban.
Por eso quiere hacerles comprender a sus discípulos que acogerlo y apreciarlo a Él implica acoger solidariamente a aquellos que constituyen el polo débil, indefenso e insignificante de la sociedad humana; este es el criterio para saber si realmente se acepta y acoge a Jesús, porque con ellos Él se identifica. Además, sin esta actitud, las relaciones dentro del grupo de los discípulos y con los demás no serán como deben ser, es decir, no serán un referente eficaz para la organización de la sociedad.  
La importancia de esta enseñanza se resalta dentro del contexto. Jesús ha venido advirtiendo a los Doce lo que le va a pasar en Jerusalén adonde se dirigen. Ha intentado hacerles ver la lógica diferente que le mueve a ver en la entrega de su vida la realización del plan de su Padre y su propia realización como salvador del mundo. Ha querido que esa lógica fuera asumida por ellos como su nuevo modo de pensar y de organizar la vida.
Pero mientras Él les habla de entrega y sacrificio, ellos siguen pensando en lo contrario, discutiendo sobre quién será el más importante del grupo. Están igual que Pedro, a quien –según Mateo y Marcos– le dijo Jesús: ¡Colócate detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres (Mt 16, 23; Mc 8,33). Esta dificultad para pasar de la manera de pensar de los hombres a la de Dios es la razón de fondo de la ceguera y falta de comprensión que mantuvieron los discípulos hasta el final respecto a la enseñanza de su Maestro. Había en ellos ambición, búsqueda de poder y deseo de protagonismo. Por eso su ofuscación frente a lo que Jesús les decía y la rivalidad que había entre ellos en el grupo.
Puso al niño junto a él, Marcos dice: lo puso en medio de ellos y lo abrazó (Mc 9,36; Cf. Mt 18, 2), como para que los discípulos fijen sus ojos en él y en quienes representa, porque viéndolos a ellos, lo verán a Él. Aquí, entonces, no se trata de hacerse niños para poder entrar en el reino de Dios, de lo cual hablará más tarde (Cf. Lc 18, 16; Mc 10, 14; Mt 19,13), sino de la condición para acoger verdaderamente a Jesús, que consiste en acoger al niño, a los pequeños y a los débiles: El que acoge a este niño a mí me acoge.
Finalmente, señalando directamente a lo que Él es y al origen de su misión, añade Jesús: El que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Con estas palabras afirma la peculiar relación que le une a Dios como su Padre, de quien procede y de quien recibe –con plena adhesión y conformidad de su parte– el sentido y dirección de todo lo que Él dice y realiza, hasta la orientación de su vida hacia la muerte y resurrección.
Queda claro que sólo puede comprenderse el destino de cruz del Hijo del hombre si se parte de una lógica diferente en el modo de pensar la propia realización personal, las relaciones dentro de la comunidad cristiana y la organización de la sociedad. La persona logra una existencia plena de sentido en su entrega a los demás y en su acción solidaria  en favor de los pequeños; la autoridad dentro de la Iglesia es servicio, no puede fundarse en cargos, prestigio y poder; la sociedad se ha de organizar no en función de los intereses particulares de grupo, sino en función de la integración y promoción de todos, en especial de los más necesitados. Eso es lo que quiere Dios y lo que enseña Jesucristo.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario - El hombre rico y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola de Lázaro y el hombre rico, xilografía de Gustav Doré para la Biblia (1843), descarga disponible en Proyecto Gutenberg
Jesús dijo a los fariseos: "Había un hombre rico, que vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y había un pobre, llamado Lázaro, cubierto de llagas y echado a la puerta del rico, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamerle las llagas. Murió el pobre y los ángeles lo llevaron junto a Abrahán. Murió también el rico y lo sepultaron. Estando en el lugar de los muertos, en medio de tormentos, alzó la vista y divisó a Abrahán y a Lázaro a su lado. Lo llamó y le dijo: "Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro, para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua; pues me torturan estas llamas". Respondió Abrahán: "Hijo, recuerda que en vida recibiste bienes y Lázaro, por su parte, desgracias. Ahora él es consolado y tú atormentado. Además, entre vosotros y nosotros se abre un inmenso abismo; de modo que, aunque se quiera, no se puede atravesar desde aquí hasta vosotros ni pasar desde allí hasta nosotros". Insistió el rico: "Entonces, por favor, envíalo a casa de mi padre, donde tengo cinco hermanos; que los amoneste para que no vengan a parar también ellos a este lugar de tormentos". Le dice Abrahán: "Tienen a Moisés y los profetas: que los escuchen". Respondió: "No, padre Abrahán; si un muerto los visita, se arrepentirán". Le dijo: "Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, aunque un muerto resucite, no le harán caso".
El mensaje de esta parábola es claro: despilfarrar el dinero, sin pensar en el bien común y en contribuir a remediar las necesidades de los prójimos, es obrar de manera egoísta e injusta. Así procedía el rico, que banqueteaba espléndidamente, sin importarle la suerte del pobre que estaba a su lado. Llega el día en que ambos personajes se encuentran ante la realidad ineludible de la muerte, y sus destinos cambian: el pobre es llevado al “seno de Abraham”, el cielo, mientras el rico va a caer en el infierno, que la imaginación judía describía como un lugar de llamas y tormentos.
El mensaje de la parábola no es que los pobres que sufren en este mundo tendrán después sus gozos en el cielo; lo que se subraya no es la suerte del pobre, sino la condena del rico. Por otra parte, la parábola no presenta a los dos personajes desde un punto de vista moralista. No dice que el rico haya sido un inmoral, ni que el pobre sea un creyente piadoso. No cabe, pues, la conclusión maniquea de que los ricos por ser ricos son malos y los pobres por ser pobres son buenos. 
La razón por la que el rico echa a perder su vida es por haberse mostrado indiferente a la necesidad del pobre, que estaba tendido junto a su puerta. Y en esto la parábola insiste gráficamente, detallando el modo de proceder del rico, que lo conduce a la perdición: dedicado a sus placeres, a vestir lujosamente y a comer deliciosamente con sus amigos, se ha hecho incapaz de advertir la necesidad del pobre que está a su lado. Olvida, por tanto, el mandamiento principal: el amor al prójimo. Y es precisamente en esta dirección, en la que el evangelista saca de la parábola de Jesús la enseñanza debida.
El rico llama a Abraham “padre”. Se puede suponer, pues, que era un hebreo creyente. Pero ser miembro del pueblo elegido no basta para alcanzar la salvación. El rico pide a Abraham que el pobre Lázaro venga a mojarle con agua para refrescarlo. La respuesta de Abraham es tajante. La comunicación era posible en la tierra, ahora ya no. El momento para la generosidad y la solidaridad con los pobres es el hoy de cada día.
El rico pide luego que Lázaro vaya a casa de su padre a advertir a “sus cinco hermanos” para que no caigan también ellos en ese lugar de tormento. Pero esos “cinco hermanos”, ricos como él, eran el círculo cerrado en que había vivido y por eso nunca trató al pobre como un “hermano”. Su riqueza le impidió comprender que todos los seres humanos, sobre todo los más pobres como Lázaro, eran sus hermanos.
Además, no se puede llamar padre a Abraham si no se trata como hermano al pobre que está a la puerta de casa. La respuesta de Abraham es clara: Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen (v. 29). Es el único camino a seguir. No se trata de cosas extraordinarias, como ver resucitar a un muerto, sino de escuchar la palabra de Dios.
De la parábola se desprende, además, una enseñanza importante: que las decisiones que tomamos aquí en la tierra, van conformando una unidad y tienen sus repercusiones después de la muerte. Con ellas vamos dando unidad y sentido a nuestra vida.
El rico de la parábola opta por un estilo de vida, que lo lleva a tratar a los demás de una manera determinada. Su persona queda marcada por su estilo de vida y eso le trae consecuencias que van más allá de la muerte, porque la persona es una unidad, antes y después de la muerte.
Para el creyente, la dirección y el sentido de la vida se encuentra en la asimilación y puesta en práctica de los valores del evangelio. Vivir en contradicción con esos valores, como el rico de la parábola, es echar a perder la vida.
Quien piensa en los demás y vive para servir se humaniza y se hace objeto de la primera bienaventuranza prometida por Jesús a los pobres en espíritu. Esto, según el evangelio, es vivir para Dios y estar en Dios. Por el contrario, quien vive pensando únicamente en sí mismo, en su propio interés y confort, se deshumaniza. Según el evangelio, esto es estar fuera de Dios, es infierno.
Lo que salva es el corazón pobre, que ya no vive para sí sino para Él, que por nosotros murió y resucitó y, quiere que lo sirvamos en sus hermanos, sobre todo en los más pequeños, con quienes Él se identifica.

sábado, 28 de septiembre de 2019

El Hijo del hombre va a ser entregado (Lc 9, 43-45)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús es entregado, pintura al temple sobre tabla que forma parte del retablo La Maestá de Duccio di Buoninsegna (1308 – 1311), Museo dell’Opera del Duomo, Siena, Italia 
En aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía, éste dijo a sus discípulos: "Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres".Pero ellos no entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las volvía incomprensibles. Y tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto.
La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial de asombro y maravilla, pero no de fe.
Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente en el carácter prodigioso de sus acciones, sino que se preparen para asumir el misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación. Por eso les dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: Grábense bien en la memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los poderosos. 
Los Doce, por su parte, no entienden nada, las palabras del Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo Jesús cuya autoridad y poder entusiasman a la gente tiene que acabar en el nivel más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto en una cruz.
No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el profeta Isaías: Se entregó a la muerte y compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor (Is 53,12). Así como Pedro, Santiago y Juan no entendieron la revelación de la gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle explicaciones. Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse implicados en el destino trágico de Jesús. Habrá que esperar a la resurrección para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida.
Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7).
Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega extremada que le llevó a gritar: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido!
Fiado como Él en el poder salvador de Dios, podemos también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá, demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de Él nos hacemos.
En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía en que ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal que padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador.  Es lo que me libra del temor a la muerte. Puedo vivir y morir en paz. Ya nunca estaré solo.
Si a ejemplo del Señor puedo llenar de amor el vacío del mal, la pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y el sinsentido de la muerte, él me revelará su presencia junto a mí y me hará oír su voz que me dice: Me he entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de mí, pero he venido hasta la cruz para estar contigo y tú conmigo, en una comunión tan íntima, que ya nada podrá romper.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Declaración de Pedro (Lc 9, 18-22)

P. Carlos Cardó SJ
San Pedro, óleo sobre tabla de Peter Paul Rubens (1610 – 1612), Museo Nacional del Prado, Madrid, España
Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar solitario para orar, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?".Ellos contestaron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los antiguos profetas, que ha resucitado".Él les dijo: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".Respondió Pedro: "El Mesías de Dios".Él les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie.Después les dijo: "Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día".
Este pasaje de Lucas viene a continuación del milagro de la multiplicación de los panes (9,10-17). Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado y cierto día, mientras se halla haciendo oración a solas, sus apóstoles se le acercan. Él aprovecha la ocasión para prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra.
¿Quién dice la gente que soy yo?, les pregunta. Ellos responden refiriendo las distintas opiniones de la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción.
También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Es verdad que muchos no saben nada de Él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, seguramente serían capaces de admirarlo y seguirlo.
Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo? Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Pedro declara que Jesús es el Salvador enviado por Dios al mundo. Su declaración nos invita a responder quién es Jesús para nosotros, como si la pregunta de Jesús nos fuera dirigida a nosotros, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”.
¿Cómo es mi relación con Jesús? ¿Qué es para mí seguir a Cristo? ¿Una ideología, una doctrina, una moral? ¿O es realmente una relación personal con Alguien, a quien amamos y queremos amar como Él nos ama?
Jesús, después de ordenar a los discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, empezó a enseñarles que tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría.
Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

jueves, 26 de septiembre de 2019

Asombro de Herodes (Lc 9,7-9)

P. Carlos Cardó SJ
Herodes Antipas, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, el rey Herodes se enteró de todos los prodigios que Jesús hacía y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado; otros, que había regresado Elías, y otros, que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.Pero Herodes decía: "A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién será, pues, éste del que oigo semejantes cosas?".Y tenía curiosidad de ver a Jesús.
El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18).
Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos.
En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos. El “rey” Herodes –que era un tetrarca (gobernador); rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo.
Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que más le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente y no el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas?
Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios. Había oído, sí, y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído –la fe se transmite–, pero él es incapaz de alcanzar la verdad.
El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad; y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18). El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y asesino, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión.
Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Envío de los Doce (Lc 9, 1-6)

P. Carlos Cardó SJ
Última cena, fresco de Cosimo Rosselli (1481 – 1482), Capilla Sixtina, El Vaticano
En aquel tiempo, Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos.Y les dijo: "No lleven nada para el camino: ni bastón, ni morral, ni comida, ni dinero, ni dos túnicas. Quédense en la casa donde se alojen, hasta que se vayan de aquel sitio. Y si en algún pueblo no los reciben, salgan de ahí y sacúdanse el polvo de los pies en señal de acusación".Ellos se pusieron en camino y fueron de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio y curando en todas partes.
No se puede seguir a Jesús  y escuchar su llamamiento si no se está dispuesto a colaborar con Él en su obra. Los discípulos están llamados a realizar la misma misión de su Maestro y a continuarla en la historia. La Iglesia existe para evangelizar: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor salvador de Dios.
Ya Jesús había dicho a sus discípulos que a ellos se les había concedido el privilegio de conocer los secretos del reino de Dios (Lc 8,10) y que no hay nada oculto que no deba manifestarse (Lc 8,17). Ahora les da poder y autoridad para proclamar el reino y para ayudar a la gente en sus necesidades, tanto físicas como mentales. Se ve claramente que lo que Jesús pretendió al escoger a los doce fue hacerlos participar de su misión.
No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida: reproducir el modo de ser del Maestro, que manifiesta el reino. Por eso, sus instrucciones no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir su estilo.
La orden que Jesús les da: No lleven nada para el camino, significa que no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios y deberán usarlos o dejarlos cuanto convenga. Si se olvida esto, los bienes en vez de ayudar a la misión evangelizadora, la estorban y desvían. El lucro pervierte al discípulo. La gratuidad, en cambio, hace patente la acción de lo alto.
Los discípulos se unen con Jesús compartiendo su vida pobre y su confianza en el Padre providente. Nada debe distraerlos de la misión. El no llevar bastón ni morral, ni pan ni dinero, ni dos túnicas podría parecer una actitud ascética de desprendimiento, pero es más que eso, es confianza en el amor providente de Dios para que la propia vida y el éxito de la tarea evangelizadora no dependa de los medios materiales sino de Dios, de quien provienen todos los bienes y es quien realiza en definitiva la obra de su reino.
Con esa libertad frente a todas las cosas, los apóstoles deberán aceptar la hospitalidad que les brinden y mostrarse agradecidos y contentos, sin estar pensando dónde podrían estar más cómodos. La acogida vale más que la comodidad y la casa siempre es importante para la puesta en práctica de la misión. En ella se crean lazos afectivos y se construye la fraternidad, que es signo del reino. Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, pero aceptaba de buen grado alojarse en la casa que lo recibía, aprovechándola para anunciar desde allí la buena noticia y educar a los discípulos en profundidad.
Pero así como deben aceptar la hospitalidad, deben también estar preparados al rechazo.  
Jesús respeta la libertad. No se puede obligar a nadie a aceptar el mensaje del evangelio. Éste sólo se acepta por el testimonio personal de quien lo anuncia y por el poder de la palabra misma que toca el corazón y promueve convencimiento interior. Habrá quienes no acepten; éstos contraerán una culpa que sólo Dios conoce. Frente a esto, la reacción del apóstol ha de ser tajante: sacúdanse el polvo de los pies.
Se trata de una acción simbólica, profética, que expresa corte, separación clara y definida de todo lo que va asociado a esa ciudad y, a la vez, testimonio contra ellos, es decir, prueba de que esa ciudad ha rechazado la buena noticia que se le ha anunciado. Lo que pase con esa ciudad, si se retracta o mantiene su rechazo del evangelio, eso ya no dependerá de los apóstoles.
Fue lo que hizo Pablo en Corinto: procuró con todos sus medios convencer a los judíos de que Jesús era el Mesías, pero como ellos se oponían y no dejaban de insultarlo, sacudió su ropa en señal de protesta y les dijo: Ustedes son los responsables de cuando les suceda. Mi conciencia está limpia. En adelante, pues, me dedicaré a los paganos (Hech 18, 5s).
No obstante, siempre cabe esperar el tiempo propicio que el Señor dispondrá para que se conviertan porque, como dice el apóstol Pedro: No es que el Señor se retrase en cumplir su promesa (del retorno) como algunos creen, sino que simplemente tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3, 9).
Los apóstoles partieron y fueron recorriendo los pueblos, anunciando la buena noticia y sanando enfermos por todas partes. Todos recibimos este encargo dado a los Doce de proclamar el reino, liberar, sanar. Los valores del evangelio y la fuerza eficaz que Jesús transmite a los que continúan su obra hacen posible la construcción de un mundo más humano. El cristiano cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la vida humana en todo orden; por eso apoya todo lo que se emprende en esa dirección, porque por allí viene a nosotros el reino de Dios.

martes, 24 de septiembre de 2019

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Lc 8,19-21)

P. Carlos Cardó SJ
El dulcísimo nombre de María, óleo sobre lienzo de Cristóbal de Villalpando (1690 - 1699), Museo de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México
En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él.Entonces lo avisaron: "Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte".Él les contestó: "Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra".
Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la escucha de la palabra (Lc 8, 1-18). Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado a Él con vínculos muy profundos.
Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de escucha de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8, 11.15).
La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios.  
En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus parientes, ser para Él su madre y sus hermanos o hermanos, es tener “el aire”, el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con Él, en su casa, reunidos en torno a Él para escucharlo y vivir con Él. La familia es un asunto del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y apoyar siempre a quienes lo llevan.
Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. En el texto se ve que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a entrar mediante la escucha obediente de su palabra.
No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.
Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío, físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben con Él (Lc 13,26), sino el pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).
Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen. Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser ésta: el distintivo característico, la nota familiar del cristiano es ante todo la práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo. Tienen derecho a llevar el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida.
De modo semejante se pude decir que la pertenencia a la Iglesia es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra y la hacen suya, conforman con referencia ella a su vida, y anuncian con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida por ella.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Luz del mundo y saber escuchar (Lc 8, 16-18)

P. Carlos Cardó SJ
Monje a la orilla del mar, óleo sobre lienzo de David Caspar Friedrich (1809), Antigua Galería Nacional de Arte, Berlín, Alemania 
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Nadie enciende una vela y la tapa con alguna vasija o la esconde debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que los que entren puedan ver la luz. Porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. Fíjense, pues, si están entendiendo bien, porque al que tiene se le dará más; pero al que no tiene se le quitará aun aquello que cree tener".
En el evangelio de Lucas el ser luz aparece como conclusión de la parábola de la semilla: cuando la Palabra cae en tierra buena, produce fruto, y la responsabilidad entonces consiste en hacer público y notorio lo oculto y secreto de la semilla, que se ha escuchado y acogido. La palabra transforma a la persona, le da una nueva identidad y cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, que ilumina la vida de quienes lo siguen y les hace dar luz a los demás.
Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que todos los vean. El cristiano no puede desentenderse del impacto que produce su estilo de vida y su modo de pensar y de hablar. Los valores que le ha transmitido el anuncio del evangelio no son un discurso privado para una élite cerrada en sí misma o pusilánime y temerosa a la hora de demostrar su fe. Esta responsabilidad, además, supone una gran atención al modo como debe transmitirse el mensaje del evangelio para que sea creíble, respetado y tenido en cuenta: ante todo se ha de hacer con el ejemplo de vida.
Evidentemente no se trata de buscar sobresalir, brillar, hacerse ver. Jesús advierte: Cuidado con practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Se trata de ser con sencillez lo que debemos ser: auténticos, consecuentes con nuestra fe, con identidad cristiana clara  y manifiesta.
No se puede esconder, se trasluce, brilla; es consecuencia. Esto es de capital importancia en el evangelio de Lucas: la característica del cristiano es su función de “testigo”. Precisamente porque el cristiano maduro conserva la palabra de Dios con constancia y perseverancia, se convierte en luz para “los demás”. El desarrollo de esta temática se verá de comienzo a fin en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para ello Jesucristo resucitado se apareció a sus discípulos, los instruyó y les dijo: Ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo; el vendrá sobre ustedes para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta lo extremo de la tierra (Hech 1, 8).
La máxima: Nada hay oculto que no se descubra ni secreto que no se conozca, se une a la precedente, y completa una serie de contrastes luz/tinieblas, secreto/público, oculto/manifiesto. Todo esto se cumple primero en Jesús, que es la luz pero actúa en lo oculto como la semilla en tierra.
Asimismo el misterio de su reino se desarrolla en medio de dificultades. Pero es el mismo Señor quien compromete a sus discípulos a difundir la luz del conocimiento de su persona y a divulgar los secretos del reino que Él les ha hecho conocer. La formulación posterior de esta responsabilidad (en Lc 12, 2) será una exhortación a rechazar la hipocresía e inconsecuencia propia de los fariseos, a hablar con franqueza sin dejarse cohibir por las opiniones de los demás, pues no hay nada escondido que no llegue a manifestarse ni nada secreto que no vaya a saberse.
Por eso pongan atención a cómo escuchan, dice finalmente Jesús. Si escuchamos con atención, descubrimos el sentido de la palabra, que ilumina toda realidad oscura. Lo oculto queda al descubierto. La medida de la fe es la actitud de escucha y acogida de la palabra, entonces se recibe el don de conocer el misterio cada vez más. En cambio, quien no sabe escuchar se cierra al don que se le ofrece e irá perdiendo aun lo que tiene; lo perderá todo por no saber escuchar.
Fue lo que ocurrió con el pueblo judío. No aceptó la revelación plena que trajo Jesucristo, no tuvo fe; por ello lo que tenía (ser pueblo elegido, vinculado a Dios con una alianza de predilección, receptor de obras maravillosas y portador de la promesa de salvación), lo perdió. Los seguidores de Jesús, en cambio, aun los paganos, alcanzaron por la fe el don de lo alto y se convirtieron en el nuevo Israel de Dios, descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable (1Pe 2, 9).

domingo, 22 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario - Parábola del administrador sagaz (Lc 16, 1-13)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del administrador injusto, aguafuerte sobre papel de Christian Bernhard Rhode (1776), Museo Británico, Londres, Inglaterra
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado ante él de haberle malgastado sus bienes. Lo llamó y le dijo: ‘¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo, porque en adelante ya no serás administrador’. Entonces el administrador se puso a pensar: ‘¿Que voy a hacer ahora que me quitan el trabajo? No tengo fuerzas para trabajar la tierra y me da vergüenza pedir limosna. Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan’.
Entonces fue llamando uno por uno a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: ‘¿Cuánto le debes a mi amo?’ El hombre respondió: ‘Cien barriles de aceite’. El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo, date prisa y haz otro por cincuenta’. Luego preguntó al siguiente: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’ Éste respondió: ‘Cien sacos de trigo’. El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo y haz otro por ochenta’.
El amo tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios, que los que pertenecen a la luz.
Y yo les digo: Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo. El que es fiel en las cosas pequeñas, también es fiel en las grandes; y el que es infiel en las cosas pequeñas, también es infiel en las grandes. Si ustedes no son fieles administradores del dinero, tan lleno de injusticias, ¿quién les confiará los bienes verdaderos? Y si no han sido fieles en lo que no es de ustedes, ¿quién les confiará lo que sí es de ustedes?
No hay criado que pueda servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro, o se apegará al primero y despreciará al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero".
La parábola del administrador sagaz, desconcierta, parece oscura: se podría pensar que Jesús alaba la actuación de un empleado que, al perder su puesto de trabajo por su mala administración, busca quien lo auxilie cuando se quede sin recursos, pero lo hace en una forma desaconsejable desde el punto de vista ético. Hay que recordar que las parábolas se entienden cuando se distingue su contenido central y se aprecia el sentido que Jesús (y, en este caso, la comunidad de Lucas) pretendió dar a sus palabras.
Se acusa al administrador de malgastar los bienes de su patrón. Pero no se dice, en concreto, si esta mala administración es por negligencia, por estafa, o por imprudencia.  Por eso algunos comentaristas suponen que ha sido un «desaprensivo», es decir, ha actuado sin atenerse a las reglas o sin tener en cuenta los derechos de los demás. El hecho es que el administrador no se defiende ni ruega al propietario que lo perdone y lo mantenga en su puesto (cf. Mt 18,26).
Se sabe que en la Palestina del tiempo de Jesús, y en general en Medio Oriente, era común que un terrateniente residiera en otra región y encomendara a un administrador la gerencia de sus propiedades. El administrador debía ser un hombre competente y de confianza porque representaba al propietario y podía realizar toda clase de transacciones, como alquilar tierras, dar créditos avalados por las cosechas, fijar los intereses y aun liquidar deudas. Se sabe también que el administrador recibía una comisión por los préstamos que hacía y que en el recibo o aval fiduciario que entregaba al deudor figuraba su comisión junto con el monto del préstamo y los intereses. Esa práctica era habitual en el antiguo Medio Oriente.
¿Por qué alaba el propietario al administrador? Es obvio que no podía aprobar una falsificación de cuentas realizada por su propio gerente, lo cual además implicaba una violación directa de la ley judía. Lo que el dueño elogia es la sagacidad de su administrador que, para congraciarse con los deudores, les hace escribir un nuevo «recibo» (poniendo en vez de cien barriles de aceite el valor de cincuenta y en vez de cien sacos de trigo sólo ochenta), eliminando así la comisión que solía cobrar y probablemente también los intereses, que él mismo fijaba.
Sólo así su conducta mereció la alabanza de su jefe. De modo que la parábola no aprueba ningún tipo de irregularidad administrativa ni menos la estafa por falsificación de cuentas, sino la perspicacia con que supo actuar el gerente, renunciando incluso a lo que era suyo, para tener quien le ayude al quedarse sin trabajo.
La aplicación de la parábola es clara: frente a las exigencias del Reino de Dios, el cristiano no puede actuar irreflexivamente, sino que tiene que calcular bien las consecuencias que le puede acarrear la vida que está llevando, y estar dispuesto incluso a renunciar, si es preciso, a sus posesiones materiales. Los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz, dice Jesús. Aquellos persiguen objetivos bajos y rastreros; los cristianos tendemos a una meta mucho más elevada: el Reino, su justicia, la salvación; pero con frecuencia no ponemos todos los medios adecuados para ello.
El poner los medios adecuados tiene especial importancia en lo referente a la administración de los bienes materiales: desde el punto de vista evangélico son dones recibidos, que se han de distribuir y no acumular únicamente para el propio provecho, porque eso es egoísmo e injusticia.
El mundo no se rige con criterios así. Lucas, el evangelista de los pobres, lo sabe y observa, además, que quienes oyeron esta enseñanza la rechazaron: estaban oyendo estas cosas unos fariseos, amantes de las riquezas, y se burlaban de él (v.14). No entendieron el mensaje de Jesús. Los que siguen al mundo tienen como único interés el propio lucro, y la propia satisfacción. Los que siguen a Cristo han de proceder con otros criterios, según los cuales se ganarán amigos por poner los bienes de este mundo al servicio de los demás.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Vocación de Mateo y comida con pecadores (Mt 9, 9-13)

P. Carlos Cardó SJ
Llamado de San Mateo, óleo sobre lienzo de Juan de Pareja (1661), Museo Nacional del Prado, Madrid, España
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: "Sígueme". Él se levantó y lo siguió.Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos.Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?". Jesús los oyó y les dijo: "No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".
Tres temas importantes de la tradición cristiana aparecen unidos en un solo relato: el llamamiento de Mateo publicano (llamado Leví en Mc 9,14 y Lc 5,27), la comida de Jesús con gente de mal vivir, y la frase que sintetiza la misión para la que ha sido enviado: No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.
Mateo (o Leví) ejercía un oficio despreciable: era cobrador de los impuestos (sobre el suelo y per capita) que los romanos obligaban a pagar a los pueblos dominados. Los funcionarios del Estado encargados de ello solían arrendar sus mesas al mejor postor y, generalmente, eran los publicanos los que las obtenían por las ganancias que les reportaban. Se valían de artimañas para explotar al público, alteraban las tarifas oficiales, adelantaban el dinero a quienes no podían pagar, para después cobrárselo con usura. Por eso, pero sobre todo porque colaboraban con los romanos, eran tenidos por traidores y ladrones, no poseían derechos civiles entre los judíos y la gente los evitaba.
Jesús ve las cosas de otra manera. Él trae consigo la misericordia que extrae el bien de todas las formas de mal y regenera al que no tiene quien le ayude a cambiar. Pasa delante de Mateo, lo ve y le dice: Sígueme, sin más, sin siquiera esperar su cambio de profesión y, sobre todo, la reparación que debía hacer y consistía en restituir la cantidad defraudada, aumentada en una quinta parte.
Pero ¿cómo puede saber Mateo a quién ha robado durante todo el tiempo que ha sido cobrador de impuestos? Ciertamente ni él ni los allí presentes se esperaban que Jesús lo iba a elegir para su grupo. Y por eso, sin más trámite, se levantó y lo siguió; es decir, inició un camino de transformación que hará de él una persona nueva.
A continuación, Jesús realizó un gesto público que debió resultar tanto o más chocante porque, al no dudar en irse a comer con Mateo y permitir que tomaran parte también en la mesa muchos recaudadores de impuestos y pecadores públicos, estaba realizando una acción atrevida, provocadora desde el punto de vista religioso.
Era un signo profético, con el que Jesús venía a declarar que la comunión de la mesa del banquete del reino de los cielos no estaba reservada únicamente a los justos cumplidores de la ley y a los miembros de la raza escogida, sino que está abierta también a los excluidos, a los despreciados, a los no practicantes, incluso a los traidores porque el Dios que obra en Jesús a nadie excluye, y está dispuesto a perdonar a quienes más necesitan de su misericordia. Ellos son los primeros receptores de su amor, que transforma sus vidas y los hace personas nuevas.
En consecuencia, en la comunidad cristiana no puede haber discriminaciones ni exclusiones. La frase de Jesús condensa la manera como Él ve su misión recibida del Padre y hace tomar conciencia a los cristianos de que ellos, los primeros, son los pecadores que han sido tocados por la misericordia de Dios y han sido llamados a su servicio. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Es un tema central en la predicación de Jesús y se puede ver en sus parábolas del hijo pródigo, de la oveja pérdida y de los invitados a la boda...
Cada miembro de la comunidad cristiana puede verse en Mateo, o entre los pecadores llamados a la mesa de Jesús. También puede sentirse llamado a aprender qué quiere decir: misericordia quiero y no sacrificios. Lo que espera Dios de nosotros son gestos de solidaridad y misericordia, más que actos religiosos externos. Jesús da ejemplo, poniéndose a la mesa con pecadores, cumple la voluntad divina de buscar a esa gente y ofrecer a todos la posibilidad de rehabilitarse.
Y esto es lo más importante del pasaje evangélico: la nueva imagen y experiencia de Dios, que Jesús revela y transmite, en contraposición con la idea del Dios discriminador, que transmitían los rabinos fariseos. Jesús revela a un Dios que muestra su grandeza y su amor salvador como misericordia, no quiere que nadie se pierda y a todos acoge porque es padre. Jesús aparece no sólo como maestro de misericordia sino como encarnación misma del amor misericordioso que es la esencia de Dios. Su comunidad, por tanto, no puede ser otra cosa que un espacio acogedor y fraterno en el que se refleje el rostro del Dios de Jesús.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Las mujeres que acompañaban a Jesús (Lc 8, 1-3)

P. Carlos Cardó SJ
María Magdalena escuchando la predicación de Jesús, témpera sobre panel de Sandro Botticelli (1494), Museo de Arte de Filadelfia, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús comenzó a recorrer ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios.Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades.
Entre ellas iban María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que los ayudaban con sus propios bienes.
Es un sumario de la actividad pública de Jesús, que será también la de sus discípulos. Contiene elementos típicos del modo de proceder de Jesús.
Se pueden ver tres partes en el texto: 1) la vida itinerante de Jesús, como modelo para la vida de la Iglesia; 2) la asociación de los Doce a la vida y actividad de Jesús; 3) las mujeres que siguen a Jesús y el papel que desempeñan en la comunidad.
1) Jesús era un predicador itinerante, no tenía casa propia, recorría las ciudades y aldeas de Palestina, procurando reunir a las ovejas dispersas de la casa de Israel. Quería formar el nuevo pueblo de Dios, llevar a todos la Palabra de la salvación que Dios, por su medio, les transmitía, sin excluir a nadie. El tema central de su predicación era el anuncio de la irrupción del reino de Dios y las condiciones para entrar en él.
2) Los Doce apóstoles forman el primer núcleo de personas que Jesús asocia a su labor misionera. En la convivencia con Él, aprenden su modo de ser y de actuar, comparten su vida. Con ellos forma la Iglesia, que habrá de ser también apostólica, misionera, movida por el mismo amor que la impulse a ir a todas partes y anunciar la buena noticia del reino de Dios.
El estar con Él, en comunión de vida, trabajo, alegrías y sufrimientos, es lo que más identifica al apóstol. Hay un evidente aspecto personal de amor y de vinculación estrecha con el Maestro en la vocación a la que son llamados. Ellos estuvieron con Él en todo momento, compartieron su vida, fueron los testigos presenciales de lo que dijo y realizó durante su vida pública hasta su muerte. Ellos representan al discípulo de todos los tiempos. Como ellos, también nosotros estamos llamados a estar con Él, a mantener el interés por conocerlo cada vez más internamente para más amarlo y seguirlo.
3) Las mujeres que siguen a Jesús. En la cultura y religión judía de aquel tiempo todo era para hombres; las mujeres estaban al nivel de los niños, no contaban. Jesús derriba todos los muros de separación entre los seres humanos: en su comunidad ya no hay distinción entre judío o gentil, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús (Gal 3, 28). Otras diferencias naturales o culturales resultan secundarias frente a esta igualdad: todos sin distinción estamos llamados a estar con el Señor. Lo importante es estar con Él.
Las mujeres cumplían una serie de funciones en la primitiva comunidad, desde tiempos de Jesús, como puede verse en las cartas de Pablo y en Hechos de los Apóstoles (Rom 16, Hech 1; 12; 16; 17), y todas sus funciones eran de servicio. Con su actitud personificaban en la comunidad el amor maternal, que hace posible la vida del otro dando de sí.
Lucas subraya que eran mujeres que habían experimentado el perdón y habían sido liberadas por Jesús de muchos males (al igual que los discípulos, naturalmente). Por eso manifestaban el amor que brota como respuesta a quien las ha amado primero; mostraban mucho amor porque mucho se les había perdonado (Lc 7, 47). Eran, pues, auténticas discípulas, modelos del seguimiento de Jesús.
Ellas se mantendrán firmes junto a Él en la pasión, mientras los demás discípulos, dejándolo solo, lo abandonen. Estarán con María junto a la cruz, llevarán a enterrar el cuerpo del Señor, volverán de madrugada a la tumba para embalsamarlo y serán las primeras testigos de la resurrección. Después las veremos en compañía de María y de los apóstoles en la espera orante de Pentecostés.
Con los doce y con María, la madre de Jesús, muchas otras mujeres (según Lucas), constituyeron la primera comunidad cristiana, la primera Iglesia, que será modelo y referente obligado para la comunidad eclesial en todos los tiempos. Ellas supieron ser dóciles a su fe hasta dejarse transformar completamente por el Espíritu Santo. Como ellas, muchísimas otras mujeres santas de la Sagrada Escritura, de la historia antigua y de la actualidad nos sirven de modelo. Con sus vidas, su fidelidad –llevada muchas veces hasta lo heroico–, su sabiduría y su testimonio profético fortalecen a la familia humana y a la Iglesia.