sábado, 14 de septiembre de 2019

¡No basta decir Señor, Señor! (Lc 6, 43-49)

P. Carlos Cardó SJ
Las lágrimas de San Pedro, óleo sobre lienzo de El Greco (Domenikos Theotokópoulos) (1850 aprox.), Museo Bowes, Inglaterra
En aquel tiempo, Jesús dijo: “No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni tampoco árbol malo que dé frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de los espinos ni se sacan uvas de las zarzas. Así, el hombre bueno saca cosas buenas del tesoro que tiene en su corazón, mientras que el malo, de su fondo malo saca cosas malas. La boca habla de lo que está lleno el corazón. ¿Por qué me llaman: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacen lo que digo?Les voy a decir a quién se parece el que viene a mí y escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que construyó una casa; cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Vino una inundación y la corriente se precipitó sobre la casa, pero no pudo removerla porque estaba bien construida.Por el contrario, el que escucha, pero no pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. La corriente se precipitó sobre ella y en seguida se desmoronó, siendo grande el desastre de aquella casa”.
La peor malicia es la del corazón endurecido, petrificado, que no siente y no reconoce su propio mal y por eso no se hace objeto de la misericordia; no siente que la necesita. Naturalmente, tampoco tendrá misericordia de los demás. El origen de la misericordia y de las buenas acciones radica en el corazón. El corazón bueno lleva a ver las cosas buenas, el corazón malo se fija sólo en lo malo.Jesús ha señalado las características de los falsos guías y maestros: su ceguera por falta de misericordia, su hipocresía por pretensión de protagonismo, el erigirse en jueces de los demás por creerse los puros. Ahora señala el origen de todo eso: el corazón, cuya bondad o malicia se conoce por las actitudes que genera. No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos.
Reconocer la propia necesidad de cambiar nuestro interior es fundamental. Por eso pedimos: Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo (Sal 51, 10). La persona advierte entonces que la misericordia de Dios puede curar sus malas actitudes, siente su amor indulgente, y esto la abre a la comunión con su prójimo, a quien debe perdón.
No basta decir Señor, Señor. Jesús descalifica las expresiones de fe que se quedan en peticiones y alabanzas, pero no van acompañadas de acciones buenas que demuestren que la persona busca ante todo hacer la voluntad de Dios y no la suya propia. Puede, en efecto, hacer muchas obras buenas por propia iniciativa y voluntad, pero sin buscar primero lo que Dios realmente le pide.
No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente sinceridad, si no se tiene la actitud de servicio, que demuestra la autenticidad de la oración. La oración debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. No basta decir “Señor, Señor”, la verdadera fe pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás.
En la parábola que viene a continuación, Jesús contrapone el practicar con el no practicar sus enseñanzas, y las consecuencias que eso trae. Para lo primero, emplea la comparación de un constructor calificado de “prudente”, que edificó su casa sobre cimiento firme, de roca. Cuando el río se desbordó y las aguas chocaron contra ella, la casa se mantuvo firme por el fundamento que tenía.
Para lo segundo, describe el proceder del “necio”, que construyó sobre suelo arenoso. Se produjo una inundación y  la casa no pudo sostenerse, quedando convertida en ruinas. El discípulo está advertido. No basta tener buenas ideas, hay que llevarlas a la práctica. Importa saber las enseñanzas, pero más decisivo es cumplirlas. Hay que interiorizar,  pero también exteriorizar la fe con obras de amor y justicia, eso es lo que el Padre quiere.
Pero para que la ética del deber esté bien orientada, hay que ponerle corazón. Corazón y acción constituyen la máxima expresión de acogida del mensaje de Jesús. Jesús habla a la razón, pero toca también los sentimientos y los afectos, sin los cuales la práctica de los principios morales no dura porque resulta una imposición venida de fuera. El evangelio abraza y dinamiza a la persona en su integridad. Ofrece verdades que orientan al buen vivir y que, si se escuchan con el corazón (afecto, sentimiento), arraigan en la conciencia como convicciones personales profundas.
El establecimiento del vínculo entre el corazón –centro íntimo de la persona, origen de las convicciones y actitudes–, y el comportamiento exterior –el obrar y el hablar–, no es tarea de un día, equivale al proceso de desarrollo del individuo como persona adulta, autónoma y responsable.
A medida que la conciencia va siendo iluminada y purificada por la  Palabra, la conducta de la persona va demostrando un comportamiento, un obrar, cada vez más auténtico para su propio bien y el de los demás. Sus decisiones y sus actos ya no responden únicamente a un código de normas, sino que dejan traslucir lo que su corazón ama y desea. La libertad de autodominio y responsabilidad se verifica en ese centro interior que llamamos “corazón”.

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