P.
Carlos Cardó SJ
Un
abrazo irlandés o un abrazo fraterno, grabado coloreado a mano de James Arthur
O’Connor (1798), Museo Británico, Londres
A ustedes que escuchan les digo:Amen a sus enemigos, traten bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen, recen por los que los injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames. Como quieran que los traten, traténlos ustedes. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tiene? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacen el bien a los que les hacen el bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores lo hacen. Si prestan esperando cobrar, ¿qué mérito tiene? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto. Amen más bien a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados. Sean compasivos como su Padre es compasivo. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. Porque con la medida que midan, serán medidos ustedes.El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. ¿Pero cómo se puede amar a los enemigos, a los que de mala fe nos odian, calumnian, maltratan, hieren o despojan? ¿Cómo no van a sentir dolor, rabia y hasta deseos de venganza las víctimas inocentes y sus familiares? ¿Es necesario el perdón? ¿No está Jesús exigiendo algo imposible? Las preguntas sin duda son pertinentes y es necesario tomarlas muy en serio.
Con todo, la respuesta del cristiano no puede ser otra que la
afirmación de la necesidad del perdón, aunque sabe muy bien que llevar a cabo
algo así, sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de
imitar a Jesús, que no sólo habló del perdón, sino que lo
practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc
23,34).
El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros: Él no
hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos
e injustos, porque ama a todos sin distinción (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una
inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre
del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del
amor de Dios y por eso nos dijo: Sean
compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor
divino está en la misericordia, que va más allá de la justicia.
Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque Él
nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando
finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en
nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús.
Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de
perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza
van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador.
Mucho
tenemos que hacer todavía para inculcar el valor del perdón en la formación de personalidades
sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia
se piensa que el perdón es propio de débiles o de gente religiosa. Pero el
perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los
conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la
historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del
talión.
El
perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los
naturales sentimientos de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia.
Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza,
“instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el
germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de
restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la
persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir
haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida
producida en el pasado.
La
justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad según la norma “quien
la hace la paga”. Jesús nos enseña una
justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al
adversario le debe reconciliación; al pequeño y al pobre le debe solidaridad;
al perdido, el salir en su búsqueda; al culpable, la corrección; al deudor, la
condonación de la deuda. Esta justicia es la que lleva en definitiva a creer en
la persona y en su capacidad de redención, de regeneración y de cambio del ser
humano.
Esta convicción la tuvieron todos aquellos hombres y mujeres que,
a ejemplo de Jesús, no permitieron al mal que hiciera presa de ellos, porque se
aventuraron en “un camino que es el más excelente”, según la expresión de san
Pablo (1Cor 12,31): el camino del
amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios.
Quizá
no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un
acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en
todas las pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, ofensas,
que la vida ordinaria lleva consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el
Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a
los que nos han ofendido”.
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