P.
Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo al jefe de los fariseos que lo había invitado a comer: "Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará, cuando resuciten los justos".
Después de
advertir a sus discípulos que no deben imitar el ansia de protagonismo de los
fariseos, que manipulaban los códigos sociales de los banquetes y ceremonias
para ocupar siempre los primeros lugares, Jesús sigue hablando de las
relaciones sociales e invita a sus discípulos a examinar las preferencias que
demuestran en su trato: con quiénes se juntan, a quiénes invitan a sus
celebraciones. Las invitaciones suelen estar cargadas del deseo de obtener
alguna ganancia. El verdadero amor fraterno, en cambio, es siempre gratuito, da
de sí sin esperar retribución. El cristiano no puede reducir su amor sólo a aquellos que corresponden
a él en igual manera; eso no tiene valor alguno ante Dios.
Cuando
des una comida o una cena, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o
vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya
pagado.
Con los amigos tienes la satisfacción de la estima y afecto
compartido. Relacionarte bien con los miembros de tu familia es lo más natural.
Tus favores a los ricos pueden encerrar el deseo de favorecerte recíprocamente.
Y si todos ellos a su vez te invitan ya quedas pagado.
Por
eso, dice Jesús, en vez de preferir a aquellos de quienes se puede sacar algo, hay
que buscar a otras personas, a aquellos de los que nada se puede obtener porque
son los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos, es decir, los sin honor y
sin poder. La búsqueda de reciprocidad (yo invito a los que en otra ocasión
podrán hacer algo por mí) la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad: invita
a los que no pueden corresponderte. Lleva así a la perfección el consejo del
Eclesiástico: Cuanto más grande seas, más
humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor (3,18).
La
razón más profunda del manifestar un amor preferencial por los que nos
necesitan es que Dios se ha identificado con ellos, Jesús ha venido por ellos y
ha hecho del servicio a los pobres el signo más claro de que el reino de Dios
ya está actuado entre nosotros. Al tratar con el pobre, uno se sitúa donde está
Dios. Lo que hacemos a los pobres se lo hacemos a Dios; en ellos es servido o
despreciado, amado o puesto de lado. Este amor preferencial por los pobres
caracteriza la vida cristiana.
Dichoso
tú si no pueden pagarte. Recibirás tu recompensa cuando los justos resuciten.
El amor gratuito que no espera nada a cambio, el servicio desinteresado que no busca ni siquiera la autocomplacencia en el
deber cumplido, sino que imita simplemente el comportamiento de Dios, es en sí
mismo la recompensa que Jesús promete. Hagan
el bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande y
serán hijos del Altísimo… Den y Dios les dará. Les darán una buena medida,
apretada, repleta, desbordante…” (Lc 6, 35.38).
El
amor al pobre, esencial en el cristianismo, no es una opción ideológica ni
moralista. Es el reflejo de la misericordia del Padre e imitación del proceder
del Hijo que vino a anunciar la buena
noticia a los pobres, a proclamar la liberación de los prisioneros, a devolver
la vista a los ciegos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18). Esta
es la razón por la que la Iglesia, en fidelidad al Señor, ha considerado
siempre la atención y cuidado de los pobres como parte esencial de aquello que
más la constituye y representa como comunidad fraterna reunida en torno al
Señor: la celebración eucarística.
Por
eso Pablo reprocha a los corintios que en la cena del Señor, como ellos la
celebran, los ricos avergüenzan a los
pobres, dividen la «comunidad de Dios» en hambrientos y hartos y, obrando así,
desprecian a la Iglesia de Dios, no reconocen el cuerpo del Señor, comen y beben
«de manera indigna» y se hacen culpables de su cuerpo y de su sangre (1 Cor 11, 17-34).