lunes, 31 de octubre de 2022

Invita a los pobres (Lc 14, 12-14)

P. Carlos Cardó SJ

Pobreza y riqueza, óleo sobre lienzo de William Powell Frith (1888), colección privada

En aquel tiempo, Jesús dijo al jefe de los fariseos que lo había invitado a comer: "Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará, cuando resuciten los justos".

Después de advertir a sus discípulos que no deben imitar el ansia de protagonismo de los fariseos, que manipulaban los códigos sociales de los banquetes y ceremonias para ocupar siempre los primeros lugares, Jesús sigue hablando de las relaciones sociales e invita a sus discípulos a examinar las preferencias que demuestran en su trato: con quiénes se juntan, a quiénes invitan a sus celebraciones. Las invitaciones suelen estar cargadas del deseo de obtener alguna ganancia. El verdadero amor fraterno, en cambio, es siempre gratuito, da de sí sin esperar retribución. El cristiano no puede reducir su amor sólo a aquellos que corresponden a él en igual manera; eso no tiene valor alguno ante Dios.

Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya pagado. Con los amigos tienes la satisfacción de la estima y afecto compartido. Relacionarte bien con los miembros de tu familia es lo más natural. Tus favores a los ricos pueden encerrar el deseo de favorecerte recíprocamente. Y si todos ellos a su vez te invitan ya quedas pagado.

Por eso, dice Jesús, en vez de preferir a aquellos de quienes se puede sacar algo, hay que buscar a otras personas, a aquellos de los que nada se puede obtener porque son los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos, es decir, los sin honor y sin poder. La búsqueda de reciprocidad (yo invito a los que en otra ocasión podrán hacer algo por mí) la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad: invita a los que no pueden corresponderte. Lleva así a la perfección el consejo del Eclesiástico: Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor (3,18).

La razón más profunda del manifestar un amor preferencial por los que nos necesitan es que Dios se ha identificado con ellos, Jesús ha venido por ellos y ha hecho del servicio a los pobres el signo más claro de que el reino de Dios ya está actuado entre nosotros. Al tratar con el pobre, uno se sitúa donde está Dios. Lo que hacemos a los pobres se lo hacemos a Dios; en ellos es servido o despreciado, amado o puesto de lado. Este amor preferencial por los pobres caracteriza la vida cristiana.

Dichoso tú si no pueden pagarte. Recibirás tu recompensa cuando los justos resuciten. El amor gratuito que no espera nada a cambio, el servicio desinteresado que no busca ni siquiera la autocomplacencia en el deber cumplido, sino que imita simplemente el comportamiento de Dios, es en sí mismo la recompensa que Jesús promete. Hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande y serán hijos del Altísimo… Den y Dios les dará. Les darán una buena medida, apretada, repleta, desbordante…” (Lc 6, 35.38).

El amor al pobre, esencial en el cristianismo, no es una opción ideológica ni moralista. Es el reflejo de la misericordia del Padre e imitación del proceder del Hijo que vino a anunciar la buena noticia a los pobres, a proclamar la liberación de los prisioneros, a devolver la vista a los ciegos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18). Esta es la razón por la que la Iglesia, en fidelidad al Señor, ha considerado siempre la atención y cuidado de los pobres como parte esencial de aquello que más la constituye y representa como comunidad fraterna reunida en torno al Señor: la celebración eucarística.

Por eso Pablo reprocha a los corintios que en la cena del Señor, como ellos la celebran,  los ricos avergüenzan a los pobres, dividen la «comunidad de Dios» en hambrientos y hartos y, obrando así, desprecian a la Iglesia de Dios, no reconocen el cuerpo del Señor, comen y beben «de manera indigna» y se hacen culpables de su cuerpo y de su sangre (1 Cor 11, 17-34).

domingo, 30 de octubre de 2022

Homilía del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – Zaqueo (Lc 19, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús quiere hospedarse en casa de Zaqueo, acuarela de William Holle publicada en La vida de Jesús de Nazareth (1906)

En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó, y al ir atravesando la ciudad, sucedió que un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de conocer a Jesús; pero la gente se lo impedía, porque Zaqueo era de baja estatura. Entonces corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí.
Al llegar a ese lugar, Jesús levantó los ojos y le dijo: "Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa".

El bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, comenzaron todos a murmurar diciendo: "Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador".
Zaqueo, poniéndose de pie, dijo a Jesús: "Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más".
Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido"

Por medio de Jesús, Dios busca lo perdido, busca dar vida, sostenerla, rehacerla. En Zaqueo, Dios se acuerda de todo ser humano por pequeño que sea y lo restablece, lo purifica (Zaqueo significa el puro). Era jefe de publicanos y muy rico. Por ser publicano, estaba excluido de la salvación según la ley; por ser rico, lo está según el evangelio: difícil que un rico entre en el reino (Lc 18). Es un caso desesperado.

Pero trataba de ver quién era el Señor. Muchos, hasta Herodes, querían ver a Jesús por motivos diversos. Zaqueo quiere verlo simplemente porque quiere cambiar, ser otra persona, así, sin dobles intenciones. Y esto es lo que atrae al Señor, que le dice: Es necesario que me aloje en tu casa.

Pero la turba se lo impedía porque era pequeño. Toda persona es pequeña ante la gloria de Dios. Él nos pide que seamos lo que somos, que reconozcamos nuestra pequeñez. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por los que lo respetan. Porque Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos de barro (Sal 103).

Por eso Zaqueo se subió a una higuera. No tenía otra opción... Subirse al balcón o a la terraza de una casa, imposible; no le habrían permitido entrar en ninguna por ser un publicano. Y allí, subido en su árbol, verá pasar debajo, a sus pies, a un necesitado que busca posada; verá la humildad salvadora del Mesías que quiere alojarse con los débiles y pequeños de este mundo. Entonces lo reconocerá, verá al Señor.

Llegado a aquel sitio, Jesús alzó los ojos. No ve a Zaqueo de arriba abajo, sino como los humildes que miran de abajo arriba, porque se ha hecho pequeño para servir a todos. En Jesús, el Altísimo se ha inclinado para mirar la tierra, para levantar del polvo al desvalido y de la miseria al necesitado (cf. Sal 113, 6s). Por eso, cuanto más humildes nos hacemos, más capaces somos de encontrarnos con Dios, porque Dios es humilde. Y más auténticos somos, más humanos, pues las palabras humilde y humano derivan del latín, humus, que significa tierra.

Jesús le dice: Zaqueo. No sólo le dirige la palabra a un publicano, cosa que las personas decentes evitaban, sino que lo llama por su propio nombre, en señal de amistad y cercanía. Así trata Dios. Así nos llama Dios, por nuestro nombre. En las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49, 1).

Zaqueo bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento. No podía hacer otra cosa, había sido tocado por el amor de Dios; tenía por su parte que acogerlo. Acoger es gesto esencial en el amor. Acoge en su casa a quien no tenía dónde reclinar la cabeza, al Buen Samaritano que dio posada al pobre caído en el camino, y ahora va a Jerusalén, donde lo matarán y hará brotar de su costado abierto la fuente inagotable de alegría (Zac 12,10s). Esa alegría llena ya el corazón de Zaqueo.

Los fariseos murmuran. No entienden nada. No han acogido al débil, se han hecho incapaces de recibir el corazón nuevo, el corazón puro de los que ven a Dios (Mt 5, 8).

Zaqueo, en cambio, ya ha decidido cambiar. Sabe que su dinero proviene de la extorsión y la estafa y ha oído quizá a Jesús advertir que la riqueza puede ser perdición, porque lleva a olvidarse de los demás. Reconoce, pues, que debe usar de un modo nuevo su dinero. Y decide hacerlo: La mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más. Mucho más de lo que la ley judía exigía. El encuentro con Jesús lo hace posible.

Jesús le responde con el anuncio gozoso de la buena noticia para él y su familia: Hoy la salvación ha venido a esta casa. Dios ha entrado en la vida de un hombre infeliz, considerado al margen de los destinados a la salvación. Dios hace partícipes de sus promesas hechas a Abraham y su descendencia a todos aquellos que se abren por la fe a su amor misericordioso.

La justicia divina se ha hecho en Jesús búsqueda salvadora del perdido, como lo hace el buen pastor con la oveja extraviada o un padre con el hijo que se fue de casa. La vida se reconstruye. Jesús busca, llama, invita. Como Zaqueo, podemos acogerlo en casa y quedar transformados por su visita. En la Eucaristía, Él entra en nuestra casa interior, en nuestro corazón, y nos cambia. 

sábado, 29 de octubre de 2022

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

 P. Carlos Cardó SJ

Vocación de los apóstoles Pedro y Andrés, óleo sobre lienzo de Édouard Dantan (mediados del siglo XIX), Museo Municipal de los Avelinos, Saint-Cloud, Francia

En aquellos días Jesús se retiró a la montaña para orar y pasó toda la noche en oración con Dios. Al llegar el día llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles: Simón, al que le dio el nombre de Pedro, y su hermano Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelote, Judas, hermano de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Jesús bajó con ellos y se detuvo en un lugar llano. Había allí un grupo impresionante de discípulos suyos y una cantidad de gente procedente de toda Judea y de Jerusalén, y también de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades; también los atormentados por espíritus malos recibían curación. Por eso cada cual trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos.

Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia, la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir.

Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, leemos que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica.

Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47).

¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran  pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44).

Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX se identificó con Natanael, pero sin fundamento.

Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce.

Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago (llamado “Tadeo” en Marcos 3,18 y Mateo 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas.

Son simples pescadores y artesanos de Galilea, comunes y corrientes. Lo que los une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son personas honorables o virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada uno mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil.

Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con Él en todas las circunstancias de su vida, le verán  rezar a su Padre del cielo, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte. Y así su palabra irá calando profundamente en su interior.

Por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso. Tan  identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él, su vida por la salvación de los hombres.

Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos en torno a Él: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curado de sus enfermedades, los discípulos que han escuchado su palabra y lo han seguido, y los apóstoles, cerca de Jesús y asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el único pueblo de hijos e hijas que ama el Señor.

El texto termina con la frase: Todos querían tocarlo porque salía de él una fuerza que los sanaba a todos. Mezclados entre aquella gente, también nosotros sentimos la necesidad de “tocar” y experimentar la fuerza de su palabra. Él es portador del Espíritu que da la vida, en Él “tocamos” la cercanía máxima de Dios, fuente y dador de vida. 

viernes, 28 de octubre de 2022

Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

 P. Carlos Cardó SJ

Sagradas andas del Señor de los Milagros en las que es sacado en procesión por Lima

En verdad les digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.

Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?

Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían  (Num 21, 4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.

Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su mensaje y opusieron contra Él una hostilidad que fue creciendo hasta convertirse en una verdadera confabulación para acabar con Él.

Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas. Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz.

Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido en la historia. Pero el evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado que muere solo en un patíbulo horrendo. Con Él está Dios y en Él se revela.

La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde son capaces de llegar el amor de su Padre y el suyo propio para que ninguno se pierda.

Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 23-46), se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la mentalidad de los judíos refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento, que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo. Pero lo que después va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar al mundo es un Dios de infinita misericordia.

Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor. A  quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada en la cruz. Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).

Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su dolor y abre para él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva. 

jueves, 27 de octubre de 2022

Jerusalén, Jerusalén (Lc 13, 31-35)

 P. Carlos Cardó SJ

Vista de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Ludwing Blum (1927), colección privada subastado en Shoteby’s (4/10/93)

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le dijeron: "Vete de aquí, porque Herodes quiere matarte".
Él les contestó: "Vayan a decirle a ese zorro que seguiré expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana, y que al tercer día terminaré mi obra. Sin embargo, hoy, mañana y pasado mañana tengo que seguir mi camino, porque no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén.

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas y apedreas a los profetas que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero tú no has querido!
Así pues, la casa de ustedes quedará abandonada. Yo les digo que no me volverán a ver hasta el día en que digan: '¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!' ".

El texto nos pone en la perspectiva, ya evidente, de la muerte violenta de Jesús, el justo que caerá víctima de la violencia de este mundo y abrirá un sentido a toda muerte justa o injusta. En la cruz, conclusión de su vida entregada al bien de los demás, y ofrecida como oblación, nuestra vida y nuestra muerte adquieren sentido.

La muerte de Jesús acontecerá en Jerusalén, la ciudad santa, que, en el evangelio de San Lucas, es presentada como el lugar de la realización perfecta de las enseñanzas del Maestro, de la culminación de su obra y de la manifestación de su grandeza como Siervo de Yahvé entregado por la salvación de los pobres, tal como fue profetizado en Isaías.

La miseria y maldad del mundo se representan en la figura siniestra de Herodes, con quien Jesús no ha querido tener nada, ni un solo contacto. Contrasta su astucia y suciedad de zorra con la inocencia e integridad de la figura de Jesús, bueno con todos. Herodes se vale de los fariseos para atemorizar a Jesús y sacarlo de su territorio. Es un peligro para él, los romanos podrían molestarse si le deja actuar. Pensará, por ello, que será mejor que Pilato se encargue de Él. Y éste, como se verá, se lo devolverá, con lo cual se harán amigos (23,6-12). Jesús no teme llamar zorra a Herodes, comparándolo al animal astuto e inmundo, que ataca de noche las granjas. La fuerza de Herodes no es más que la de una zorra.

Asimismo, Jesús explica a Herodes lo que hace, no entra en competencia con él. Su poder es otro, está al servicio de la vida y de la liberación interna (demonios) y externa (enfermedades) de las personas; el poder de Herodes, en cambio, es sanguinario. Jesús actúa a plena luz del día, no teme la luz porque es la luz. Herodes, en cambio, vive lleno de miedos y desarrolla toda su actividad en la tiniebla.

El hoy en que Jesús realiza su obra, es el “hoy” de su vida terrena, y el “hoy” nuestro, de la historia del mundo en el que se prolongará, hasta el “mañana” de su consumación, que acontecerá con su segunda venida en gloria y majestad. En el “tercer día” quedará cumplida su labor, y será el día de la resurrección.

Para terminar su misión, Jesús debe, pues, seguir avanzando, subir a Jerusalén, y Él sabe bien que es el lugar de su perdición y de la salvación de sus hermanos. La ciudad que ha dado muerte a los profetas lo matará a Él también.

Humano como es, de corazón sensible, Jesús contempla la ciudad capital de su nación y rompe a llorar: ¡Jerusalén, Jerusalén! No llora por sí mismo sino por la ciudad santa. Le duele el mal de los que Él ama, los habitantes de esa ciudad, y le duele con el dolor que se siente por un ser querido que se avecina a su desgracia.

Ha hecho todo lo posible por llevarla al bien, la ha querido proteger como la gallina a sus polluelos, pero ellos no han querido. La voluntad de Dios y la del hombre se han mostrado en contraste. No le queda más que ir a Jerusalén y dar allí la vida. Se puede ponderar la ternura y la fuerza que tiene la comparación con la gallina: Te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas hallarás refugio, dice el Salmo 91, aludiendo al amor maternal de Dios por Israel, a quien calienta, cubre, protege, nutre, defiende.

La ruina de Jerusalén se anuncia ya. Su templo quedará desierto. Ya no se sentirá allí a Dios, Jerusalén dejará de ser lugar de la gloria. Ha rechazado al Hijo, que es la gloria del Padre; y ha rechazado al hombre que es casa de Dios. Por eso quedará como una casa deshabitada y en ruinas.

Los discípulos son invitados a descubrir el misterio de la entrega de su Maestro que se encamina a su muerte en Jerusalén. Verán allí al grano de trigo que cae para da fruto abundante. Le verán entrar en la ciudad entre aclamaciones y alabarán con la gente la obra de Dios (Sal 116,26). Luego le verán como signo de contradicción, hecho signo de salvación para todos, piedra rechazada por los arquitectos que se convertirá en piedra angular. El reino viene en Él y con Él para todos los que le acompañan en la pasión, que Él enseña a asumir libremente por el amor a su pueblo.

miércoles, 26 de octubre de 2022

La puerta estrecha (Lc 13,22-30)

 P. Carlos Cardó SJ

Abadía en el robledal, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1810), Antigua Galería Nacional de Berlín, Alemania

En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?".
Jesús le respondió: "Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Pero él les responderá: 'No sé quiénes son ustedes'. Entonces le dirán con insistencia: 'Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas'. Pero él replicará: 'Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal'. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán' cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos".

Jesús en su camino a Jerusalén anuncia el don de la salvación que Dios ofrece y enseña las condiciones que se requieren para acogerlo. Uno de sus oyentes le hace una pregunta: ¿son pocos los que se salvan?

Jesús no responde directamente. Hace ver que lo importante no es saber cuántos se salvarán, si serán pocos o muchos. Él quiere, más bien, estimular a sus oyentes a asumir la propia vida con responsabilidad, pues ahora es el tiempo de las decisiones y del esfuerzo necesario para convertirnos a Dios. Viene la muerte y la situación se hace definitiva e irreversible. Por eso dice: Esfuércense en entrar por la puerta estrecha. Es decir, sin lucha y empeño no se consigue nada valioso. Y si hay algo por lo que vale la pena gastar las propias fuerzas es precisamente el logro definitivo de la vida.

Las palabras de Jesús tienen gran actualidad. En una sociedad permisiva que lleva a confundir felicidad con facilidad, libertad con ausencia de límites, progreso con ganancia mal habida y sin sacrificio, las palabras de Jesús resultan duras, a contrapelo. Pero Jesús no pone exigencias arbitrarias, sino que da la orientación necesaria para vivir la vida con plenitud.

Al mismo tiempo Jesús llama la atención a sus seguidores para que no se hagan ilusiones: la salvación no está garantizada por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, o ser miembro de una familia religiosa. No basta decir: Señor, nosotros hemos comido y bebido contigoSiempre es imprescindible la acogida y adhesión consciente de cada uno. Por eso advierte: Vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios. Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. No basta, pues, haber sido bautizado y venir a misa, si esto no va acompañado de una opción libre por Jesús y de un compromiso cristiano efectivo.

Tampoco Jesús quiere afirmar que la salvación es el resultado del propio esfuerzo. Su predicación del reino de Dios muestra con claridad que la salvación es obra de Dios, es el regalo incondicional de su amor. Sin embargo, no nos salvamos por nuestros esfuerzos, pero sin ellos tampoco. Dios espera siempre nuestra colaboración libre.

En nuestra fe hay elementos contrapuestos que, a manera de polos dialécticos, hemos de procurar mantener en su tensión propia, sin que uno anule al otro, por ejemplo: gracia divina y libertad humana, lo material y lo espiritual, la esperanza del cielo y el amor a la tierra, el plano natural y el sobrenatural, fe y obras, el don de la salvación y la colaboración humana.

Jesús dice que Él no ha venido a condenar, sino a salvar (cf. Jn 12,47). Y Pablo afirma que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4). Pero con ello no podemos decir que nuestros esfuerzos personales importen poco, pues son absolutamente necesarios. Nos toca poner todo de nuestra parte, pero nos consuela saber que nuestra salvación la cuida nuestro Padre y su Hijo Jesús nuestro Salvador.

Nada puede hacernos más felices que el sentirnos sostenidos por el amor de Dios y corresponder a Él. Entonces, la relación con Dios cambia, se llena de confianza. Lo dice San Juan En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1 Jn 4,18).

Pero nuestro interior suele estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad. A partir de ahí, se proyecta lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del amor, de la ley y no del Espíritu que hace libres, de la culpa y no del encuentro personal con Dios, que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos transformar por su amor. Nuestra experiencia religiosa se carga de ley, obligación y culpa. Nos alejamos del Dios de Jesús, que es amor, ternura y misericordia infinita.

Podemos decir, pues, que el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer (confiar) en el amor de Dios. Si asumimos esta verdad con todas sus implicancias, no dejaremos campo abierto a la laxitud de conciencia. No hay nada más frágil y vulnerable que el amor, pero también nada hay más fuerte y exigente que él. Pero por parte de Dios siempre está disponible para nosotros su oferta del amor que es capaz de cambiarnos. Es lo que dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! Es decir, si creyéramos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida ciertamente sería distinta. 

martes, 25 de octubre de 2022

El reino se parece al grano de mostaza y a la levadura (Lc 13,18-21)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola del grano de mostaza, grabado de Jan Luyken, publicado en la Biblia de Bowyer (1840 aprox.) conservada en el Museo de Bolton, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús dijo: "¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a la semilla de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció y se convirtió en un arbusto grande y los pájaros anidaron en sus ramas".
Y dijo de nuevo: "¿Con qué podré comparar al Reino de Dios? Con la levadura que una mujer mezcla con tres medidas de harina y que hace fermentar toda la masa".

Jesús anuncia y hace presente el reino de Dios por medio de su palabra y de sus acciones liberadoras. Al mismo tiempo nos hace ver cómo crece y se desarrolla en el mundo. El reino, nos dice, se establece y se extiende progresivamente y siempre de manera casi invisible; hay que discernir para reconocerlo.

Actúa en la historia como Él actuó: en pobreza, sin poder, sin medios extraordinarios y llamativos. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos. Sin embargo, aunque su inicio es insignificante, el reino ha puesto ya en marcha todo un proceso de crecimiento, cuya conclusión y éxito final será grandioso y está asegurado. Para hacer comprender esta dinámica del desarrollo del reino de Dios, Jesús emplea varias parábolas: del sembrador, del trigo y la cizaña, del tesoro escondido y la perla de gran precio, de la red, y las dos pequeñas del granito de mostaza y de la levadura.

El granito de mostaza, pequeño como cabeza de alfiler, tiene sin embargo una fuerza vital invisible, irresistible, que germina y demuestra toda su potencialidad al “hacerse un árbol, en cuyas ramas vienen los pájaros a hacer sus nidos”. Su significado simbólico alude en primer lugar a la predicación de la palabra evangélica, que lleva dentro de sí la fuerza necesaria para lograr el establecimiento pleno y definitivo del reinado de Dios.

La misteriosa actuación de Dios confiere a la palabra de Jesús su capacidad generativa, y aunque su desarrollo y extensión tiene una apariencia casi invisible, es ya una realidad en la historia humana. Este poder de Dios, creador y liberador, actúa en el mundo estableciendo el reino que Jesús predica.  El señorío de Dios sobre todas las cosas, que va transformando los corazones para que se instaure la paz y la justicia en el mundo tiene un desarrollo semejante al proceso de crecimiento de una pequeña planta. La imagen de los pájaros que vienen a anidar en sus ramas es la misma que los profetas emplearon para describir la extensión universal del reinado de Dios (Ez 17, 22s).

Con elementos sacados también de la vida ordinaria, la otra parábola de la levadura, que emplea un ama de casa para hace fermentar la masa, hace comprender fácilmente a los oyentes el modo como actúa y se desarrolla el reino de Dios. También aquí se subraya el contraste que hay entre los inicios silenciosos y escondidos, y el resultado final. La levadura se expande y permea de una forma invisible toda la masa. De modo semejante, el reino de Dios actúa con sus valores en el interior de las personas, las transforma y por medio de ellas se extiende.

Pero hay, además, otro simbolismo: la levadura sugiere la idea de algo impuro, maloliente incluso. La masa ya fermentada simbolizaba lo viejo, y por eso se la sacaba de las casas para celebrar la Pascua (Ex 12, 15), y se comían panes ácimos (puros), de harina no fermentada. Así se celebraba el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad.

Jesús hace ver que la novedad del reino de libertad y de vida sigue el mismo camino que Él sigue: nacido oculto en un pesebre, ha sido rechazado como impuro por las autoridades religiosas, va a morir y será sepultado en la tierra. Sin embargo, Él es portador de la pureza de Dios que consiste en la misericordia y que le lleva a mezclarse con la miseria humana.

La pureza de Dios consiste en perderse para hacerse siervo (12,18ss) y cargar con la debilidad y el pecado (8,17). Por eso Pablo dirá que Cristo crucificado se ha hecho para nosotros levadura, maldición, pecado (Gal 3,13; 2Cor 5,21), y por su resurrección ha hecho posible la fiesta de la verdadera pascua, que los cristianos celebran no con la levadura vieja, ni con la levadura de la malicia y de la maldad, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad (1 Cor 5, 8).

La nueva Pascua, los panes nuevos, el cuerpo de Cristo hecho pan que se nos da como alimento, configuran a los cristianos con su Señor y les hacen ser como Él, ofrenda pura para la vida del mundo, humanidad nueva que nace de la eucaristía.

Hay aquí pues una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino, según la cual el Creador se hizo pequeño para revelársenos en lo humano. Por su parte, su Hijo Jesucristo actuó en silencio, sin pretensiones de grandeza, y dejó establecido para sus seguidores que el mayor es quien se hace el más pequeño para servirlos a todos (Lc 9,48; 22,26ss).

Así actúa el reino de Dios, semejante al desarrollo casi invisible del grano de mostaza que se hace un árbol y a la acción silenciosa de la levadura que fermenta la masa.

lunes, 24 de octubre de 2022

La mujer encorvada (Lc 13, 10-17)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús cura a la mujer encorvada en día sábado, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Un sábado Jesús estaba enseñando en una sinagoga. Había allí una mujer que desde hacía dieciocho años estaba poseída por un espíritu que la tenía enferma, y estaba tan encorvada que no podía enderezarse de ninguna manera. Jesús la vio y la llamó. Luego le dijo: «Mujer, quedas libre de tu mal». Y le impuso las manos. Al instante se enderezó y se puso a alabar a Dios.
Pero el presidente de la sinagoga se enojó porque Jesús había hecho esta curación en día sábado, y dijo a la gente: «Hay seis días en los que se puede trabajar; vengan, pues, en esos días para que los sanen, pero no en día sábado.»
El Señor le replicó: «¡Ustedes son unos falsos! ¿Acaso no desatan del pesebre a su buey o a su burro en día sábado para llevarlo a la fuente? Esta es hija de Abraham, y Satanás la mantenía atada desde hace dieciocho años; ¿no se la debía desatar precisamente en día sábado?»
Mientras Jesús hablaba, sus adversarios se sentían avergonzados; en cambio la gente se alegraba por las muchas maravillas que le veían hacer.

El hecho de que sea una curación realizada en una sinagoga y en día sábado da carácter integral de salvación a la acción de Jesús en favor de una enferma. Ésta, además, es designada como una hija de Abraham, y su curación como quedar liberada de sus ataduras, con la intención de sugerir que el pueblo judío encuentra en Jesús la liberación de sus ataduras a una religión que ha venido a reducirse a un formalismo legalista.

Jesús restituye al sábado su verdadero carácter de recuerdo del descanso de Dios y tiempo santo para el encuentro con Él. Con Jesús se establece el verdadero sábado, el tiempo definitivo del encuentro con Dios y con su obra salvadora. Al mismo tiempo Jesús reitera su afirmación de que el sábado y en general todas las leyes están al servicio de la persona humana y no al revés. Cuando está de por medio la vida y dignidad de un ser humano, las leyes y prescripciones religiosas pasan a segundo plano.

Se trata de una mujer que padece una enfermedad crónica de su columna vertebral. Es una hija de Abraham, miembro del pueblo escogido de Dios, pero es doblemente  excluida: por ser mujer en esa sociedad machista y por padecer una enfermedad crónica. Imagen neta, impactante, de tantas hijas de Dios, y de la Iglesia, que viven con el rostro vuelto a tierra, sin enderezarse. Todas esperan la palabra y el gesto que las haga capaces de mirar a lo alto, que es lo propio de las hijas e hijos de Dios.

Lleva dieciocho años enferma, toda una vida, y sin embargo no pide nada, no suplica; ni siquiera intenta tocar a Jesús como la hemorroísa; es Él quien toma la iniciativa, la pone bajo su protección, la declara libre de su enfermedad, le impone las manos y de inmediato ella se endereza y alaba a Dios.

El debate que se suscita resalta el significado del acontecimiento. El jefe de la sinagoga protesta, pero no lo hace hablando directamente a Jesús sino que la agarra con la gente y dice: ¡Hay seis días para trabajar! ¡Vengan esos días a curarse y no en sábado! No se atreve a mirar a Jesús, de hecho gente como él no se atreven a nada, viven constreñidos por una religión que les quita libertad para todo. Treinta y nueve obras prohibidas en sábado. Toda la vida quedaba reducida a cumplir mandatos. La ley se convertía en muerte, sacrificaba la vida, el amor, la libertad. Pero a los jefes religiosos esto les traía una serie de beneficios, por eso lo que defendían. Y Jesús los desenmascara en público. 

Su respuesta se basa en el sentido común, no hace falta más. Si nadie se hace problemas cuando tiene que ir a atender a sus animales domésticos, a su burro o a su buey, y llevarlos a beber aunque sea sábado, ¿por qué no se va a poder asistir a un ser humano? Y haciendo un juego de palabras con los verbos atar y soltar, Jesús hace ver la trascendencia de la liberación que Él trae: no sólo va a curar a la mujer sino que va a quitarle las ataduras con las que el poder del mal –representado en Satanás, espíritu de enfermedad– la tenía atada durante dieciocho años. Mujer, quedas libre…

Los fariseos y escribas siguen atados, anquilosados en sus costumbres y prohibiciones, de las que no se pueden librar y a las que quieren someter a los demás. Si se convirtieran, el Señor les haría disfrutar de la salud que Él ofrece, precisamente en el sábado, día en que se recuerda la liberación de la esclavitud. La gente sencilla, en cambio, capta lo que Jesús ofrece, y se entusiasma. La estrechez de miras y la rigidez moral impiden buscar la voluntad de Dios y comprender las manifestaciones, muchas veces tan evidentes, de su amor liberador. El jefe de la sinagoga y las autoridades quedaron avergonzados, pero toda la gente se alegró

domingo, 23 de octubre de 2022

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario – El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola del Fariseo y el Publicano, fresco barroco de autor anónimo (S. XVII - XVIII aprox.), Abadía de Ottobeuren, Baviera, Alemania 

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: "Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, pub1icano.
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será ensalzado".

La parábola, como el mismo Lucas señala, va dirigida a todos aquellos que “piensan estar a bien con Dios y desprecian a los demás”. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con  favores.

Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: “Escuchen, judíos, la palabra del Señor -dice Jeremías-: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre?” (Jer 7, 1-11).

Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de los fariseos, que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso de recaudar impuestos para los romanos.

El fariseo, puesto de pie, ora a Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más allá de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.

El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per cápita) que las naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que, generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano que obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los evitaban.

Además se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la situación del publicano de la parábola y la de su familia es, de hecho, desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia es desesperada.

La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir justificado simplemente por reconocerse pecador?

Jesús no responde directamente, se limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador». Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias». Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. Su misericordia con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se acerca a los perdidos que necesitan salvación.

En esto radica el mensaje central de la parábola: la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que transmiten los fariseos. Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus vidas: “Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,36-37).

La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos (“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de fariseísmo, de exclusión y discriminación que aún existen en la sociedad.