P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?".
Jesús le respondió: "Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Pero él les responderá: 'No sé quiénes son ustedes'. Entonces le dirán con insistencia: 'Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas'. Pero él replicará: 'Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal'. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán' cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos".
Jesús en su camino a Jerusalén anuncia
el don de la salvación que Dios ofrece y enseña las condiciones que se
requieren para acogerlo. Uno de sus oyentes le hace una pregunta: ¿son pocos los que se salvan?
Jesús no responde directamente.
Hace ver que lo importante no es saber cuántos se salvarán, si serán pocos
o muchos. Él quiere, más bien, estimular a sus
oyentes a asumir la propia vida con responsabilidad, pues ahora es el tiempo
de las decisiones y del esfuerzo necesario para convertirnos a Dios. Viene la
muerte y la situación se hace definitiva e irreversible. Por eso
dice: Esfuércense en entrar
por la puerta estrecha. Es
decir, sin lucha y empeño no se consigue nada valioso. Y si hay algo por
lo que vale la pena gastar las propias fuerzas es precisamente el logro definitivo
de la vida.
Las
palabras de Jesús tienen gran actualidad. En una sociedad permisiva que lleva a
confundir felicidad con
facilidad, libertad con
ausencia de límites, progreso con ganancia mal habida y sin sacrificio, las
palabras de Jesús resultan duras, a contrapelo. Pero Jesús no pone exigencias
arbitrarias, sino que da la orientación necesaria para vivir la vida con
plenitud.
Al
mismo tiempo Jesús llama la atención a sus seguidores para que no se hagan
ilusiones: la salvación no está garantizada por el hecho de pertenecer al
pueblo elegido, o ser miembro de una familia religiosa. No basta decir: Señor, nosotros hemos comido y bebido
contigo… Siempre es imprescindible la acogida y adhesión
consciente de cada uno. Por eso advierte: Vendrán muchos de oriente y occidente, del
norte y del sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios. Hay últimos que serán primeros y primeros que
serán últimos. No basta, pues, haber sido bautizado y venir
a misa, si esto no va acompañado de una opción libre por Jesús y de un compromiso
cristiano efectivo.
Tampoco Jesús quiere afirmar que
la salvación es el resultado del propio esfuerzo. Su predicación del reino de
Dios muestra con claridad que la salvación es obra de Dios, es el regalo
incondicional de su amor. Sin embargo, no nos salvamos por nuestros
esfuerzos, pero sin ellos tampoco. Dios espera siempre nuestra
colaboración libre.
En nuestra fe hay elementos
contrapuestos que, a manera de polos dialécticos, hemos de procurar mantener en
su tensión propia, sin que uno anule al otro, por ejemplo: gracia divina y
libertad humana, lo material y lo espiritual, la esperanza del cielo y el amor
a la tierra, el plano natural y el sobrenatural, fe y obras, el don de la salvación
y la colaboración humana.
Jesús dice que Él
no ha venido a condenar, sino a salvar (cf. Jn
12,47). Y Pablo afirma que Dios
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad
(1 Tim 2,4). Pero con ello no podemos decir que nuestros esfuerzos personales
importen poco, pues son absolutamente necesarios. Nos toca poner todo de
nuestra parte, pero nos consuela saber que nuestra salvación la cuida nuestro
Padre y su Hijo Jesús nuestro Salvador.
Nada
puede hacernos más felices que el sentirnos sostenidos por el amor de
Dios y corresponder a Él. Entonces, la relación con Dios cambia, se llena de
confianza. Lo dice San Juan En el amor no
hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor,
porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del
amor (1 Jn 4,18).
Pero nuestro interior suele estar
cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad. A partir de
ahí, se proyecta lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del
amor, de la ley y no del Espíritu que hace libres, de la culpa y no del
encuentro personal con Dios, que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos
transformar por su amor. Nuestra experiencia religiosa se carga de ley,
obligación y culpa. Nos alejamos del Dios de Jesús, que es amor, ternura y
misericordia infinita.
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