P. Carlos Cardó SJ
Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".
Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación".
Un discípulo le dijo: Enséñanos a orar. Jesús
respondió proponiendo el Padre Nuestro, que más que una plegaria es un programa
de vida.
El poder llamar Padre a
Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos o hijas suyos,
creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre
estará con nosotros, y esto nada ni nadie nos lo podrá quitar: Porque estoy seguro de que ni muerte ni
vida, ni ángeles ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente ni lo futuro,
ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba ni lo de abajo, ni cualquier
otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús,
Señor nuestro (Rom 8, 38s).
La oración, como toda nuestra vida, ha de estar orientada a
santificar el nombre de Dios. Esto significa darle a Dios el lugar central que
se merece. Jesús santificó el nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los
hermanos. Y así nos enseñó a vivir: Padre,
yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con
que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 26). Santificamos el
nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, es decir, cuando
reconocemos como don suyo lo que tenemos y nos disponemos a compartirlo con los
necesitados. Santificamos su nombre cuando
nos rendimos a Él en los momentos críticos, sin miedo a nuestras flaquezas ni a
la muerte misma. En eso el nombre de Dios es santificado.
La oración que Jesús enseña despierta el deseo del reino de Dios. Venga
tu reino. Esa es nuestra esperanza: que la historia confluya
en su reino como su término seguro y feliz, que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite
la justicia. Sabemos que ese reino ha
llegado ya en Jesús; que viene a nosotros cuando encarnamos en
nuestra vida los valores del evangelio; y que vendrá plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se
establezca la fraternidad en el mundo.
Está entre nosotros como semilla que crece y se hace un árbol sin
que nos demos cuenta (Lc 13,18s), y
es Cristo resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también
nuestra eterna felicidad y realización completa. El reino de Dios es nuestro
anhelo más profundo: Marana tha, ¡Ven
Señor, Jesús!
Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan
es vida. Pan material para nuestros cuerpos y pan espiritual para nuestra vida
en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que
compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es
bendición, eucaristía.
Tenemos también que expresar la necesidad de perdón. Perdónanos
nuestros pecados. Dios no
niega nunca su amor, que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o
un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios
no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”.
Todos necesitamos perdón. Porque el cristiano no es justo sino justificado; no
es santo sino pecador alcanzado por la gracia que lo rehabilita y eleva; no es intolerante
ni excluyente, sino que se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no
condena, sino que perdona.
En la oración asumimos ante Dios nuestra radical deficiencia y el
riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, pues forma parte de la vida,
sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice Pablo– de que Dios es fiel y no permitirá que sean
tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza
para superarla (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza,
que nos arranca del amor de Dios.
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