P. Carlos Cardó SJ
En verdad les digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un
final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras
esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la
vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?
Los
israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron
atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían (Num 21,
4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y
quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una
comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud
que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que
trae Jesús levantado en la cruz.
Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se
entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus
autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su
mensaje y opusieron contra Él una hostilidad que fue creciendo hasta
convertirse en una verdadera confabulación para acabar con Él.
Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar
por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus
tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y
que podía seguir la suerte de los
profetas. Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz.
Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de
un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues
millones de muertes como la suya se han sucedido en la historia. Pero el
evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado
que muere solo en un patíbulo horrendo. Con Él está Dios y en Él se revela.
La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que
hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es
que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de
su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde son capaces
de llegar el amor de su Padre y el suyo propio para que ninguno se pierda.
Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los
viñadores homicidas (Mt 21, 23-46),
se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la
mentalidad de los judíos refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento,
que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo. Pero lo que después
va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar
al mundo es un Dios de infinita misericordia.
Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para
vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor. A quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia
y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada
en la cruz. Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del
amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal
2,20). Éramos incapaces de salvarnos,
pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la
vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté
dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos
pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).
Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver
que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia
o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su
dolor y abre para él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva.
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