P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo: "¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos hasta de la hierbabuena, de la ruda y de todas las verduras, pero se olvidan de la justicia y del amor de Dios! Esto deberían practicar sin descuidar aquello. ¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar los lugares de honor en las sinagogas y que les hagan reverencias en las plazas! ¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros blanqueados, sobre los cuales pasa la gente sin darse cuenta!".
Entonces tomó la palabra un doctor de la ley y le dijo: "Maestro, al hablar así, nos insultas también a nosotros".
Entonces Jesús le respondió: "¡Ay de ustedes también, doctores de la ley, porque abruman a la gente con cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni con la punta del dedo!".
Los fariseos
tenían fama de hombres religiosos y ejercían poder sobre la mentalidad y
conciencia de la gente. Para mantener tal poder andaban siempre cuidando su
propia imagen para que la gente los admirara. Esta búsqueda de sí mismos los
llevaba a tergiversar las acciones destinadas a honrar a Dios, convirtiéndolas
en medios para acrecentar su fama. Jesús condena esta manipulación de lo
religioso y de la moral, y pone algunos ejemplos.
El pago de la
décima parte del producto de las cosechas y negocios era destinado al
mantenimiento del santuario y al auxilio de los extranjeros, huérfanos y
viudas. Haciendo esto, el judío expresaba su reconocimiento a Dios, de quien lo
recibía todo, e imitaba la generosidad que tuvo con Israel en su larga marcha
por el desierto hacia la tierra prometida. Porque Dios los sacó de la
esclavitud y los alimentó en el desierto, ellos debían atender a sus hermanos necesitados.
Esta economía
de la contribución solidaria estaba reglamentada con normas sobre la limosna,
el pago del diezmo y el año jubilar (Deut
14, 22-15, 18; 26, 1-15). Se procuraba así una cierta igualdad, se
subvencionaba a los pobres y se fomentaba el acceso de todos a la propiedad (ya
que en el año jubilar se condonaban las deudas y se devolvían las tierras
tomadas en hipoteca).
Los fariseos,
con el cumpliendo de estas normas, daban la impresión de que reconocían los
dones de Dios aun en las cosas mínimas, pero en realidad, por buscarse a sí
mismos, actuaban injustamente, no practicaban la misericordia, juzgaban a los
demás y se jactaban de ser ejemplares cumplidores del deber. Descuidan la justicia y el amor de Dios,
les dice Jesús. No los mueve la justicia, cuya norma suprema es el amor y se
demuestra en el no juzgar, no condenar y dar con generosidad (cf. 6, 36s).
Esto es lo que hay que hacer sin omitir aquello, añade Jesús. Lo
primero es el mandamiento del amor, con que se cumple toda la ley. En segundo
lugar, como muestra de ese mismo amor, vendrá el cuidado de las cosas pequeñas,
como el pago del diezmo por la menta, la ruda y las verduras. Quien ama
reconoce que todo le viene de Dios, lo grande y lo pequeño, y comparte con los
demás lo que tiene.
El
egocentrismo y el querer destacar por encima de los demás llevan a la
hipocresía. Las obras exteriores les hacen aparecer como santos, pero su
interior deja mucho que desear. Engañan con sus apariencias para ganar prestigio
y poder. Jesús los compara a los sepulcros blanqueados. Las tumbas no colocadas
en recintos cerrados, como nuestros cementerios, eran pintadas de cal para
evitar que la gente, por no distinguirlas, se contaminase tropezando con ellas
y contrayendo así la impureza que les impedía celebrar el culto. Los fariseos
se blanquean con sus apariencias de puros y santos, pero contaminan a la gente
sin que ésta pueda advertirlo.
Uno de los
expertos de la ley, un fariseo teólogo, replica a Jesús que, con sus palabras,
ofende a los de su categoría. Jesús le responde formulando una serie de
críticas contra los dirigentes religiosos, que definen y programan lo que los
demás deben hacer para salvarse.
La primera
crítica es contra el poder social y religioso con que controlan y oprimen las
conciencias. No les critica por sus conocimientos religiosos y morales, sino
porque se presentan como los únicos poseedores de este saber e impiden a la
gente vivir en libertad y alcanzar la verdad. Cargan de obligaciones y
prohibiciones a los demás, pero ellos se eximen de cumplirlas, dicen pero no
hacen. Si las cumplieran, como lo hacía el fariseo Pablo (Ef 3,6), sentirían el peso de esa religión que no deja espacio para
la libertad de los hijos de Dios.
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