P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le dijeron: "Vete de aquí, porque Herodes quiere matarte".
Él les contestó: "Vayan a decirle a ese zorro que seguiré expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana, y que al tercer día terminaré mi obra. Sin embargo, hoy, mañana y pasado mañana tengo que seguir mi camino, porque no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas y apedreas a los profetas que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero tú no has querido!
Así pues, la casa de ustedes quedará abandonada. Yo les digo que no me volverán a ver hasta el día en que digan: '¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!' ".
El texto nos pone en la perspectiva, ya evidente, de la muerte
violenta de Jesús, el justo que caerá víctima de la violencia de este mundo y
abrirá un sentido a toda muerte justa o injusta. En la cruz, conclusión de su vida
entregada al bien de los demás, y ofrecida como oblación, nuestra vida y
nuestra muerte adquieren sentido.
La muerte de Jesús acontecerá en Jerusalén, la ciudad santa, que,
en el evangelio de San Lucas, es presentada como el lugar de la realización perfecta
de las enseñanzas del Maestro, de la culminación de su obra y de la manifestación
de su grandeza como Siervo de Yahvé entregado por la salvación de los pobres, tal
como fue profetizado en Isaías.
La miseria y maldad del mundo se representan en la figura
siniestra de Herodes, con quien Jesús no ha querido tener nada, ni un solo contacto.
Contrasta su astucia y suciedad de zorra con la inocencia e integridad de la
figura de Jesús, bueno con todos. Herodes se vale de los fariseos para
atemorizar a Jesús y sacarlo de su territorio. Es un peligro para él, los
romanos podrían molestarse si le deja actuar. Pensará, por ello, que será mejor
que Pilato se encargue de Él. Y éste, como se verá, se lo devolverá, con lo
cual se harán amigos (23,6-12). Jesús no teme llamar zorra a Herodes, comparándolo al animal astuto e inmundo, que ataca
de noche las granjas. La fuerza de Herodes no es más que la de una zorra.
Asimismo, Jesús explica a Herodes lo que hace, no entra
en competencia con él. Su poder es otro, está al servicio de la vida y de la liberación
interna (demonios) y externa (enfermedades) de las personas; el poder de
Herodes, en cambio, es sanguinario. Jesús actúa a plena luz del día, no teme la
luz porque es la luz. Herodes, en cambio, vive lleno de miedos y desarrolla
toda su actividad en la tiniebla.
El hoy en que Jesús realiza su obra, es el “hoy” de su vida
terrena, y el “hoy” nuestro, de la historia del mundo en el que se prolongará, hasta
el “mañana” de su consumación, que acontecerá con su segunda venida en gloria y
majestad. En el “tercer día” quedará cumplida su labor, y será el día de la
resurrección.
Para terminar su misión, Jesús debe, pues, seguir avanzando, subir
a Jerusalén, y Él sabe bien que es el lugar de su perdición y de la salvación de
sus hermanos. La ciudad que ha dado muerte a los profetas lo matará a Él también.
Humano como es, de corazón sensible, Jesús contempla la ciudad
capital de su nación y rompe a llorar: ¡Jerusalén, Jerusalén! No llora por
sí mismo sino por la ciudad santa. Le duele el mal de los que Él ama, los
habitantes de esa ciudad, y le duele con el dolor que se siente por un ser
querido que se avecina a su desgracia.
Ha hecho todo lo posible por llevarla al bien, la ha querido
proteger como la gallina a sus polluelos, pero ellos no han querido. La
voluntad de Dios y la del hombre se han mostrado en contraste. No le queda más
que ir a Jerusalén y dar allí la vida. Se puede ponderar la ternura y la fuerza
que tiene la comparación con la gallina: Te
cubrirá con sus plumas, bajo sus alas hallarás refugio, dice el Salmo 91,
aludiendo al amor maternal de Dios por Israel, a quien calienta, cubre,
protege, nutre, defiende.
La ruina de Jerusalén se anuncia ya. Su templo quedará desierto.
Ya no se sentirá allí a Dios, Jerusalén dejará de ser lugar de la gloria. Ha
rechazado al Hijo, que es la gloria del Padre; y ha rechazado al hombre que es
casa de Dios. Por eso quedará como una casa deshabitada y en ruinas.
Los discípulos son invitados a descubrir el misterio de la entrega
de su Maestro que se encamina a su muerte en Jerusalén. Verán allí al grano de
trigo que cae para da fruto abundante. Le verán entrar en la ciudad entre
aclamaciones y alabarán con la gente la obra de Dios (Sal 116,26). Luego le verán como signo de contradicción, hecho
signo de salvación para todos, piedra rechazada por los arquitectos que se
convertirá en piedra angular. El reino viene en Él y con Él para todos los que le
acompañan en la pasión, que Él enseña a asumir libremente por el amor a su
pueblo.
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