P. Carlos Cardó SJ
Parábola de los talentos, grabado en madera de Matthaeus Merian, el Viejo (1625 – 1630), Publicado en Grandes Escenas de la Biblia (S. XVII), Museo Británico, Londres |
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco".
Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor".
Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos".
Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor".
Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo".
El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
El señor que reparte sus bienes y se va a un país lejano es Jesucristo que, después de morir en la cruz y resucitar, se ausenta visiblemente de nuestro mundo y algún día, no sabemos cuándo, volverá para establecer su reinado.
Se sabe que en la época de Jesús el talento, de oro o de plata, era una medida de peso que variaba, según los países, entre 26 y 36 kilos. En la parábola parece que alude a la medida de los dones y habilidades que Dios otorga a cada uno de sus hijos e hijas para que los trabajen y no los dejen improductivos. Lo que soy y lo que tengo lo he recibido de él y, en la lógica del evangelio, lo tengo que poner al servicio de Dios y de los prójimos, especialmente de los que me necesitan, porque en eso consiste la ganancia que puedo obtener de los talentos recibidos.
Cada uno tiene su propio don, diferente al de los otros, conforme a las diferentes misiones y responsabilidades que hay en la comunidad. No hay razón, por tanto, para la vanagloria. ¿Quién te hace superior a los demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido?, pregunta San Pablo a los corintios (1 Cor 4,7), que se habían dividido a causa de los diferentes carismas y habilidades que había en la comunidad. Hay que aceptar, pues, que la diversidad es un hecho natural, con el que se ha de contar. No sirve solamente para marcar las diferencias y señalar los límites –lo que yo puedo o no puedo y lo que los otros pueden o no pueden– sino que establece más bien el espacio para las relaciones mutuas de comunicación, de intercambio, de solidaridad. Cuando no se ve así, la diversidad genera envidias y rivalidades, conflicto y violencia, como ocurre tantas veces desde Caín.
La parábola nos dice que el don hay que hacerlo producir, pero esto hay que entenderlo bien. No se trata simplemente de hacer más y más cosas; ni se trata tampoco de actuar conforme a los valores económicos de la competitividad, rendimiento y productividad. De lo que se trata es de fructificar conforme a las capacidades recibidas, no por sumisión a una ley ni simplemente por el deber ser y la voluntad de poder, sino por el amor a Dios y a los hermanos, como imitación del amor de Dios. Lo que importa, según el evangelio, es la entrega de uno mismo, el amor que uno pone en lo que hace, sea grande o pequeño. Lo que hagas, conforme a los talentos que has recibido, nunca será pequeño a los ojos de Dios. Lo importante no es la cantidad sino la actitud con que uno da de lo que tiene, consciente de que todo lo ha recibido. De modo que no debes desalentarte si lo que has hecho ha estado lleno de amor y gratitud. Eso es lo que cuenta ante Dios. Por eso la recompensa será igual para todos, para los que recibieron cinco talentos, como para los que recibieron dos.
¿Quién es ese empleado que recibió un talento y lo escondió bajo
tierra sin hacerlo producir? El que sabe el bien que hay que hacer y no lo
hace, comete pecado, según el
apóstol Santiago (Sant 4,17). El que había recibido un talento se
alejó –dice el texto– y lo escondió. Se aleja de sí y de los demás. Actúa por el
miedo, resultado de la falsa idea que se ha formado de su Señor. No reconoce el
don del Señor, por eso no se mueve a dar de sí. Su relación con Dios es
contable, mercantil, no libre, no de hijo, sino de rival. Se mueve como Adán, que
se esconde de un Dios malo y se aleja hasta acabar en la muerte. Quien ama su vida la echa a perder (Mt
16,25). Quien no da ni comparte lo recibido, lo echa a perder. Quien responde
con gratitud y generosidad a tanto bien, se enriquece más y da más. Experimenta
la verdad de las palabras de Jesús: Hay
más felicidad en dar que en recibir (Hech 20,35).