P. Carlos Cardó SJ
San Pedro, óleo sobre tabla de Peter Paul Rubens (1640), Museo del Prado, Madrid, España |
En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".
Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Y les ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
A partir de entonces, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadirlo, diciéndole: "No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti".
Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: "¡Apártate de mí, Satanás! y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres".
Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el reino de Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11), o Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o un profeta más.
¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz.
Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Pedro, actuando en nombre de los Doce, le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas palabras, con las que proclama que reconoce a Jesús como Mesías divino, no han podido nacer de su genial perspicacia; como las demás los discípulos él es un hombre sin mayor instrucción, un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han sido fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Pedro tiene el germen de esa fe que irá madurando en él hasta que, vuelto de sus pruebas, sea capaz de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 31). Por eso Jesús le dice: Tú serás llamado piedra, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, dándole como misión el servicio de la unidad, sobre la base de la conservación de la común fe revelada y el vínculo de la caridad.
Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio de su persona y del destino que le aguarda. Él es el enviado del Padre, el Mesías Salvador, que entregará su vida por nosotros, será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios su Padre.
Pero este padecer mucho remite a un misterio que se nos tiene que revelar. Tendrá que venir la luz de la Pascua para que los discípulos lleguen a entender que no es el sufrimiento por sí solo lo que salva, sino el amor y la confianza con que Jesús lo asume, haciendo presente a Dios en él con todo el poder salvador de su amor. De este modo Jesús introduce el amor de Dios en toda situación humana de dolor, de pecado, de injusticia y de muerte para que en ella esté siempre presente en favor de los que sufren la fuerza del amor de Dios, que libera y salva. Los padecimientos y la muerte de Jesús hacen ver hasta qué extremos llega el amor que Dios nos tiene.
Un lenguaje así choca con la manera
habitual de pensar de los hombres. Por eso, Pedro en particular no lo entiende. Ha reconocido a su señor como
el Mesías, Hijo de Dios vivo, pero no ha sido capaz de incluir en su confesión
de fe su aceptación del camino de cruz que Jesús debe recorrer. Por eso, con la
misma impulsividad con que se lanzó a confesar, a nombre de todos, su fe en
Jesús Mesías, ahora, llevando aparte a
Jesús, comenzó a reprenderlo. Pero recibe de Jesús la más severa reprimenda:
Ponte detrás, Satanás…, tú no piensas como Dios, sino como los hombres. Están
los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; el discípulo
preferido aún no ha dado el paso.
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