P. Carlos Cardó SJ
Sagrada cena, óleo sobre lienzo de Alonso Vásquez (1558 aprox.), Museo de Bellas Artes de Sevilla, España |
Muchos de los discípulos que lo oyeron comentaban: “Este discurso es bien duro: ¿quién podrá escucharlo?”.
Jesús, conociendo por dentro que los discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿Qué será cuando veáis a este Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen”.
Desde el comienzo sabía Jesús quiénes no creían y quién lo iba a traicionar.
Y añadió: "Por eso os he dicho que nadie puede acudir a mí si el Padre no se lo concede".
Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Así que Jesús dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”.
Simón Pedro le contestó: "Señor, ¿a quién iremos? Tú dices palabras de Vida Eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios".
Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Han quedado desilusionados al ver que la conducta de su Maestro no correspondía a lo que ellos esperaban del mesías. La insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable. No podían imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta aún más temible es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en él y lo siguen. Entonces se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo?
En esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse?
Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios. La confianza de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.
Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros que se nos ha revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2). Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos
compromete a hacer sentir a todos aquellos con quienes tratamos la misma
confianza que nos da la entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo
afectado cada vez más por la desconfianza en las relaciones interpersonales, la
eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar por
la credibilidad a la que todos aspiran con su vida coherente, honesta y
virtuosa. La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para
que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando.
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