P. Carlos Cardó SJ
Sembradores, óleo sobre lienzo de Albin Egger-Lienz (1907), Museo Leopold, Viena, Austria |
Jesús les dijo: "En verdad les digo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la destruye; y el que desprecia su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Y al que me sirve, el Padre le dará un puesto de honor."
Jesús actuaba en perfecta sintonía con su Padre. Por eso, asume la misión que su Padre le ha encomendado, no con una actitud de sujeción ciega, sino libre y voluntariamente. Sabe y acepta que debe llevar su amor salvador hasta donde haga falta, para hacer prevalecer el amor sobre el pecado y la muerte. Por eso identifica su propio destino con la imagen del grano de trigo que cae en tierra y muere como condición para dar fruto: si el grano de trigo, que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere dará fruto abundante (12, 24).
Dando su vida, Jesús cumple el plan de su Padre, que lo ha enviado al mundo no para condenar sino para salvar, para que todo el crea en él tenga vida eterna. Jesús no podría actuar de otra manera. Poner a resguardo su vida, reservándosela sólo para sí, sería quedarse solo, dejaría de ser el Hijo que revela y cumple la voluntad del Padre, fuente de vida.
Con la parábola del grano de trigo Jesús se revela a sí mismo y, al mismo tiempo, revela la dirección del camino que ha de seguir su discípulo. Mirando la muerte del Señor se comprende su obediencia al Padre, su absoluta coherencia y su total entrega. Mirando su cruz se comprende también la eficacia de un amor como el suyo. Por eso dice: Quien ama su vida, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella en este mundo, la conservará para la vida eterna (12,25). En los otros evangelios, dice: Quien quiera salvar su vida, la perderá (Mc 8,35 par). Jesús no se guardó nada para sí, no retuvo nada ávidamente, entregó su vida y la recuperó resucitada.
Cristo murió por todos para que no vivamos ya para nosotros mismos, San Pablo (2 Cor 5, 15). Esta verdad nos recuerda que el egoísmo vuelve estéril la vida. Quien sólo busca su propio interés, rompe la relación esencial de la persona a los demás, se queda finalmente solo y se frustra (se pierde), pues la vida es relación, entrega, amor. Quien, en cambio, sabe desprenderse de sí mismo, como Jesús, para dedicarse a servir, da vida a otros y se realiza a sí mismo según Dios. Una persona así siente que su existencia está sembrada como el grano de trigo, que fructifica en las manos de Dios para vida del mundo.
Un teólogo jesuita, el P. Léonce de Grandmaison, sintetizó en una plegaria esta enseñanza central de Jesús en el evangelio, que él veía como síntesis de la espiritualidad de Ignacio de Loyola y, naturalmente, de toda auténtica espiritualidad cristiana:
Señor, enséñame a ser generoso;
a servirte como te mereces,
a dar sin llevar cuenta,
a combatir sin temor a las heridas,
a trabajar sin buscar el descanso,
y a no desear más recompensa
que saber que estoy haciendo
tu divina voluntad. Amén
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