P. Carlos Cardó SJ
Última Cena, óleo sobre lienzo de Juan de Juanes (1562, aprox.), Museo del Prado, Madrid, España |
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: "Yo soy el pan bajado del cielo", y decían: "¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?".
Jesús tomó la palabra y les dijo: "No critiquen. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios." Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Les aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo."
Los judíos rechazan las palabras de Jesús: Yo soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo (pan de Dios) es la Ley que Dios les dio por medio de Moisés, con la cual expresan su pertenencia al pueblo escogido y se sienten seguros de la salvación. Entienden que Jesús pretende estar por encima de la Ley y de Moisés. Y, en efecto, como nuevo Moisés, Jesús Mesías viene a fundar un nuevo pueblo escogido. A este nuevo Israel le ofrece otro alimento superior al maná que comieron sus antepasados en el desierto, y que consiste en acogerle a él, tener fe en él. De este modo, Jesús hace ver que lleva a pleno cumplimiento el antiguo éxodo y la alianza que Dios hizo con su pueblo. Por consiguiente, los acontecimientos de la historia de Israel quedan reducidos a simples imágenes o anticipos de lo que Dios iba a hacer por medio de él. Pero hay algo mucho más sorprendente aún: al afirmar Jesús que él es el pan de Dios, da a entender que Dios habla en él, que él es la Palabra de Dios vivo.
Todas estas afirmaciones resultan insoportables a sus oyentes, pero Jesús no se echa atrás e insiste: Nadie pude venir a mí si el Padre que me envió no se lo concede… Con esto quiere decir que el encuentro con él es una gracia que Dios da, y que por medio de ella se alcanza la verdadera vida. Yo lo resucitaré en el último día.
Llegar a tener acceso a Dios como el bien absoluto, anhelar profundamente llegar a tener una vida que perdura es, en cierto modo, una aspiración inherente al ser humano, lo afirme o no explícitamente. Tal atracción, de hecho, puede intuirse en toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo mediante el cual la persona se trasciende a sí misma. Pero esta atracción fundamental del hombre no significa que éste, simplemente porque aspira a ello, pueda “ver” a Dios, tener acceso directo al misterio del ser divino como horizonte de sus búsquedas. En el evangelio de San Juan, Jesús no duda en manifestar la conciencia que tiene de sí mismo como mediador entre los hombres y Dios porque ha venido de él: No que alguien haya visto a Dios. Sólo el que ha venido de Dios ha visto al Padre. En Jesús, hombre como los demás, se realiza la revelación definitiva y la máxima cercanía de Dios. Y por eso, quien cree en él y lo acepta, se encuentra con Dios y alcanza en él el logro pleno de su existencia, que llamamos vida eterna.
Naturalmente, al no reconocer su origen divino y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden aceptarlo como el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que ésta se ofrece justamente en su humanidad, designada como carne entregada para la vida del mundo. El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser hombre), vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne (mi persona, la totalidad de lo que yo soy). Y yo la doy para la vida del mundo.
Carne y sangre, para los hebreos, significaban la persona real y concreta. La carne no era solamente el soporte material de la existencia, así como la sangre tampoco era simplemente un elemento orgánico de la persona. Carne es toda la persona, y sangre es sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. Así, pues, comer su carne y beber su sangre significaban entrar en comunión con él, asimilar su modo de ser. Eso es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque a los judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. Diez veces se emplea el verbo comer, en el sentido de masticar, seis veces se menciona la carne y cuatro veces beber su sangre.
El comer humano es más que una función vital de conservación; es un acto de comunión entre quien da la vida y quien come. El comer es comunicación. Comer el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es convertirnos en él. Amándolo y comiendo su carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con nuestros semejantes.
Podríamos decir que las dos afirmaciones
más importantes del texto son éstas: El
que cree tiene vida eterna, y El
que come de este pan vivirá para siempre. Creer
en Jesús, asumir como propio su modo de ser y de pensar; comer su cuerpo es
asimilar su ser; en esto consiste la «vida eterna» que se concede vivir ya
desde ahora. Por vida eterna entendemos no solamente una vida que trasciende la
duración del tiempo y sobrepasa los límites de la muerte, sino tener la vida definitiva, que todo ser humano
anhela. Una vida así sólo es posible si entramos a participar en la vida misma
de Dios. Y eso es justamente lo que Jesús nos ofrece y promete.
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