P. Carlos Cardó SJ
Cristo y la Virgen como protectores de la infancia, óleo sobre lienzo de Esteban Márquez de Velasco (1693), Universidad de Sevilla, España |
En aquel tiempo, le acercaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezara por ellos; pero los discípulos los regañaban.
Jesús dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos".
Les impuso las manos y se marchó de allí.
En este breve texto se describe una actitud que debió de ser habitual en Jesús: acogía con ternura a los niños, los bendecía, los ponía de ejemplo y les prometía el reino de los cielos. Era, además, un actitud profética, crítica, porque los niños no eran muy tenidos en cuenta en la sociedad semita de ese tiempo. Carentes de toda grandeza, no contaban, no tenían derechos propios, eran –al igual que la mujer– propiedad del varón y eran símbolo de debilidad e insignificancia. Sin embargo, no era raro que los judíos llevaran a los niños ante los rabinos para que los bendijeran imponiéndoles las manos sobre la cabeza; y eso mismo hacían con Jesús probablemente de manera habitual.
Pero él no se quedó en el simple trato cariñoso y tierno, sino que hizo pasar a los niños del último lugar en la escala social, al primero, y amplió el concepto de “niño” para abarcar también en él a quienes, rechazando toda actitud orgullosa y autosuficiente, se hacen pequeños y humildes ante Dios y ante los demás para servir, y por eso vienen a ser los destinatarios principales del reino de los cielos.
Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. Lo que aquí es una declaración y una promesa, en el pasaje anterior del cap. 18, 1-5 de Mateo había sido una exhortación. La razón es que tanto en el grupo de los apóstoles como actualmente en la Iglesia hubo búsqueda de poder, arribismos y rivalidades; disputaban entre sí para ver quién era el más importante y quiénes iban a ocupar los primeros puestos en su reino. Cuando se lo preguntaron, él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: Les aseguro que si no cambian y se hacen como los niños no entraran en el reino de los cielos. Estableció así el criterio que determina la calidad de las personas en la comunidad. Uno se hace grande cuando se hace como los niños, es decir, cuando reconoce su propia indigencia ante Dios y asume la actitud de servicio como lo característico de su manera de ser. Fue un cambio radical de lógica: los que ocupan la última posición en la escala social pasan a ser los primeros. Y el fundamento de esta nueva manera de pensar es que Dios piensa y obra así: él reina en las alturas y sin embargo se inclina para mirar el cielo y la tierra. Él levanta del polvo al desvalido y alza de la miseria al pobre para sentarlo con los príncipes (Sal 113, 7).
No se trata de soñar con el ideal de belleza e inocencia de los niños, sino de dejar de pensar como los grandes de este mundo y como los que buscan el éxito de la riqueza y del poder. Los niños son lo que los adultos, en especial sus padres, les hacen ser. De ellos todo lo esperan, se desarrollan si alguien los toma bajo su cuidado y no corren peligro cuando hay alguien que los protege. Lo que son los niños para los adultos, eso han de ser los adultos en su relación con Dios si reconocen que todo les viene de él, comenzando por el don de la vida. Es como volver a nacer para alcanzar la madurez y autenticidad de quien sólo busca hacer la voluntad de Dios, que se condensa en el mandamiento del amor, y en cuyo cumplimiento está la clave del continuo crecimiento personal en libertad y autonomía.
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