P. Carlos Cardó SJ
Caín y Abel, óleo sobre lienzo de Giovanni Domenico Cerrini (1669), Real Monasterio de El Escorial, Madrid, España |
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano".
Somos conscientes de vivir en una época en la que se fomenta el individualismo. Una tendencia extendida lleva a subrayar más los derechos (del individuo) que los deberes (del ciudadano), y a resolver la tensión entre libertad y responsabilidad, apostando simplemente por “mi” libertad. Asimismo, la afirmación absoluta del individuo hace olvidar muchas veces a los otros, de tal modo que se llega a interpretar la tolerancia y el respeto al otro como no meterse con nadie, o como indiferencia y desinterés por la vida otro. Pero ya los primeros diálogos de Dios con el hombre en la Escritura nos plantean la pregunta: ¿Dónde está tu hermano Abel? – No sé; ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Pero el otro es un “hermano”, de tu sangre, de tu casa. Eres responsable de él.
Jesús hace conscientes a sus discípulos de un hecho que será inevitable: dentro de su comunidad habrá fricciones, ofensas, infidelidades y perjuicios(*). La Iglesia es pueblo de Dios en marcha…, comunidad santa y pecadora, necesitada de continua purificación. A pesar de los pecados de sus miembros, el Espíritu del Señor está siempre en ella. Y por eso no renuncia al Evangelio como norma de vida y no puede tolerar que los errores y pecados se conviertan en normas habituales de conducta; eso sería su muerte. Además, por el hecho de pertenecer a la familia humana, a todos nos atañe una responsabilidad pública frente a las conductas que dañan a la comunidad. Era el deber que sentía el profeta: Si tú no hablas, poniendo en guardia al que ha hecho mal para que cambie de conducta, a ti te pediré cuenta de su suerte (Ez 33, 8). Naturalmente no se trata de erigirnos en jueces de los demás; en muchas otras ocasiones el mismo Jesús reprueba esta actitud. Se trata de ganar a tu hermano, restablecerlo, curar el cuerpo herido, y aspirar a un modelo social y eclesial de inclusión, no de exclusión de los indeseados.
Por eso, en el cristianismo, la corrección del hermano que ha pecado o cometido un error es signo y expresión del amor. El otro es reconocido siempre como es, con sus limitaciones; no es juzgado si se equivoca, se le absuelve si es culpable, se le busca si anda por el mal camino y se le perdona si peca.
Sin aceptación, no es posible la corrección. Siempre es imprescindible escuchar al otro. Sólo así podrá aceptar lo que se le diga, y no lo sentirá como una agresión. La corrección del hermano se hace sin violencia, no por venganza ni por rencor. Porque amas a tu hermano como a ti mismo, lo corriges para no cargarte de un pecado de omisión con respecto a él. Es un miembro enfermo, se siente dolor por él, se busca curarlo porque es parte del mismo cuerpo. Buscar al que está perdido es la expresión más alta de la misericordia.
Así, desde el amor responsable se puede entender el procedimiento que el evangelio sugiere para recuperar al hermano: - Primero se le habla en privado, con discreción y respeto, no en público como pedía la ley judía (Lev 19). Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. - Segundo, si el diálogo no surte efecto, se busca la ayuda de otro o de otros hermanos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. - Y si aun esta medida fracasa, se apela a la comunidad. La comunidad (ecclesia) es mediación y sacramento de Dios, a quien finalmente corresponde el juicio. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Queda claro entonces que Jesús nos invita no solamente a reconciliarnos con el hermano, sino a procurar llevarlo a conversión. Y esto exige siempre rectitud en el hablar para llamar mal a lo que está mal y bien a lo que está bien. La verdad es un servicio de caridad. Corregir el mal proceder de mi prójimo no significa excluirlo, no es tratarlo sin consideración ni dejar de comprenderlo. Jesús vino justamente a llamar y salvar lo que estaba perdido.
El evangelio propone un modelo de comunidad en el que sus miembros se sienten corresponsables unos de otros. Sólo cuando existen relaciones personalizadas adquiere sentido la corrección fraterna. Sólo entonces es posible el acuerdo, que consolida la unión fraterna. Entonces ocurrirá lo que dijo Jesús: Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre del cielo (Mt 18, 20).
(*) No se parte
de una comunidad de perfectos, sino de una comunidad de hermanos, que reconocen
sus limitaciones y necesitan el apoyo de los demás para superar sus fallos. Los
conflictos pueden surgir en cualquier momento, pero lo importante es estar
preparados para superarlos sin violencia.
“Donde dos estén reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Dios está identificado con cada una
de sus criaturas, pero solo se manifiesta (está en medio) cuando hay por lo
menos dos (comunidad). La relación de amor es el único marco idóneo para que
Dios se haga presente.
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