P. Carlos Cardó SJ
Monedas de la época de Jesús halladas en junio de 2016 una excavación arqueológica de Modi, Israel. (Foto: Christian Today) |
Un día, estando Jesús en Galilea con los apóstoles, les dijo: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y le matarán, pero resucitará al tercer día.»
Ellos se pusieron muy tristes.
Al volver a Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los que cobran el impuesto para el Templo. Le preguntaron: «El maestro de ustedes, ¿no paga el impuesto?». Pedro respondió: «Claro que sí». Y se fue a casa.
Cuando entraba, se anticipó Jesús y le dijo: «Dame tu parecer, Simón. ¿Quiénes son los que pagan impuestos o tributos a los reyes de la tierra: sus hijos o los que no son de la familia?».
Pedro contestó: «Los que no son de la familia.»
Y Jesús le dijo: «Entonces los hijos no pagan. Sin embargo, para no escandalizar a esta gente, vete a la playa y echa el anzuelo. Al primer pez que pesques ábrele la boca, y hallarás en ella una moneda de plata. Tómala y paga por mí y por ti.»
Jesús dejará pronto su tierra de Galilea para dirigirse a Jerusalén. En esas circunstancias, reúne a sus discípulos y, como había hecho ya en Cesarea de Filipo (16, 21), vuelve a hablarles de lo que le ocurrirá en la santa ciudad. El anuncio de la pasión es ahora breve y lacónico. Antes les había dicho que era necesaria su muerte y su resurrección, ahora les dice que se trata de algo inminente. Marcos en su evangelio señala que los discípulos no entendieron las palabras de Jesús. Mateo hace suponer que sí las entendieron, pero no podían aceptar que acabara su vida así; por eso su profunda tristeza. Con brevísimos trazos queda bosquejado el enigma de la pasión: Jesús va libremente a Jerusalén donde va a ser entregado en manos de gente hostil, sus discípulos entristecidos lo abandonarán y tendrá que recorrer solo su via crucis hasta el fin. Es verdad que al tercer día Dios resucitará al Hijo del hombre y le dará todo poder en el cielo y en la tierra, pero esta parte del anuncio parece caer en el vacío, deja impávidos a los discípulos. Tendrán que vivir la experiencia de la pascua para poder entenderla.
En la segunda parte del texto, el Hijo del hombre, que ya en otras ocasiones se ha declarado libre frente al sábado, el templo y las tradiciones judías, se declara también libre frente a los impuestos y quiere hacer partícipes a sus discípulos de su misma libertad. Pero, para no escandalizar, quiere también que sean libres para poder pagar el impuesto del templo. Han de ser tan libres que puedan renunciar a su propio derecho si su proceder puede ir en contra del hermano, ofenderlo o dificultarle su fe. Es lo que Pablo enseña a los corintios respecto a privarse de comer alimentos que estaban prohibidos para los judíos (1 Cor 8,13).
La comunidad a la que Mateo destina su evangelio estaba formada de cristianos provenientes del judaísmo, que por la formación recibida en la sinagoga querían mantener una observancia rigurosa de la ley y de las tradiciones religiosas de sus antepasados, llegando a olvidar (o temer) la libertad que el evangelio aporta a los que siguen la nueva ley de Cristo. La libertad cristiana no lleva a una observancia de la ley como meros ascetas y estoicos; tampoco puede conducir a la transgresión como hacen los libertinos. Es la libertad propia del amor al hermano, que, según San Pablo, significa el cumplimiento de la ley porque ésta se reduce a amar al prójimo (Rom 13). Desde esta perspectiva, el criterio de la libertad cristiana es buscar siempre lo que ayuda o favorece al otro.
Se acercaron a Pedro los cobradores del impuesto del templo y le preguntaron si su maestro lo pagaba. Pedro respondió resueltamente que sí pero llevó la cuestión a Jesús. Se trataba sin duda del impuesto de medio siclo o dos dracmas que todo judío debía pagar para los gastos del templo. Era un impuesto gravoso y por eso muy impopular, sobre todo en Galilea porque eran gente muy pobre; Jerusalén les quedaba muy lejos y, además, los celotas (que en su mayoría eran galileos) los presionaban para no pagar. La respuesta de Jesús se basa en el siguiente argumento: los reyes no imponen tributos a los suyos (el texto original griego dice: a los hijos). Él es hijo del Señor del templo, por tanto, no está obligado a tal impuesto y hace partícipes de su libertad a sus discípulos. En su respuesta queda afirmada su relación con Dios: la paternidad divina está en el centro de su vida espiritual y fundamenta, al mismo tiempo, la actitud crítica que mantuvo frente a la religiosidad judía centrada en el templo. La expulsión de los cambistas del templo (Mt 21, 12) vendría en línea con este modo de proceder de Jesús, pues estos comerciantes se encargaban precisamente de vender los siclos, moneda extrajera con la que se pagaba el impuesto y que los judíos tenían que comprar con moneda nacional. El centro del relato es, pues, la declaración de la libertad de los hijos, que Jesús, con la conciencia que tiene de ser Hijo, establece para sus discípulos, llamados a ser hijos en el Hijo.
El final del
texto incluye frases de fuerte contenido sobrenatural: la “presciencia” con que
Jesús conoce lo que le han preguntado a Pedro y se adelanta a responderle antes
de que se lo pida, y el anuncio que le hace del milagro de la moneda en la boca
del pez, de marcado carácter legendario, que podía leerse en la literatura de
otros pueblos. Los comentaristas observan que si Mateo incluye estas frases es por
fidelidad a las tradiciones que ha recogido para elaborar su evangelio y
porque, concretamente, embellecen lo central del relato, la afirmación: Entonces,
los hijos son libres.
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