viernes, 31 de mayo de 2024

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-56)

 P. Carlos Cardó SJ 

La visitación, óleo sobre tabla de Jakob y/o Hans Strüb (1505, aprox.), Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid, España

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor?Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!"

María dijo entonces:

"Proclama mi alma la grandeza del Señor
y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
porque se fijó en su humilde esclava,
y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz.
El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!
Muestra su misericordia siglo tras siglo
a todos aquellos que viven en su presencia.
Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes.
Derribó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos,
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su siervo; se acordó de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
a Abraham y a sus descendientes para siempre".
María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.

San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita de María a su Isabel darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento. 

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad. 

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo. 

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el caso de Yael en el libro de los Jueces, cap. 4-5, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3). 

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes. 

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. 

El cántico de María, el Magníficat, se sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. El Magníficat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. 

María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

jueves, 30 de mayo de 2024

El ciego de Jericó (Mc 10, 46-52)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús cura al ciego de nacimiento, óleo sobre lienzo de Vasily Ivanovich Surikov (1888), Academia Teológica de Moscú, Rusia

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna.
Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: "¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!".
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Jesús se detuvo entonces y dijo: "Llámenlo".
Y llamaron al ciego, diciéndole: "¡Animo! Levántate, porque él te llama".
El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: "¿Qué quieres que haga por ti?".
El ciego le contestó: "Maestro, que pueda ver".
Jesús le dijo: "Vete; tu fe te ha salvado".
Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino. 

La ceguera de los discípulos que no entienden las enseñanzas del Maestro puede seguir dándose en la comunidad cristiana y sólo se supera cuando uno se acerca al Señor y permite que le abra los ojos para entender y seguirle en el camino que él marca. Ver significa creer, es decir, salvarse. Los símbolos que aparecen en el relato son la ceguera y la visión, el camino y el seguimiento; y están resumidos en la última frase: el ciego al momento recuperó la vista y lo seguía por el camino. 

Jesús prosigue su marcha a Jerusalén en compañía de sus discípulos y de una multitud. A unos 27 kilómetros se encuentra Jericó. Todavía les queda un camino largo de subida hasta la ciudad, donde el Hijo del Hombre, entregando su vida, revelará su gloria. El punto de partida de este camino que conduce a ver y participar de la gloria está representado en la figura del ciego Bartimeo. Como él, también nosotros podemos encontrarnos como sentados junto al camino, inmóviles en nuestra apatía y falta de entusiasmo; no dentro del camino cristiano sino al margen, sin un compromiso efectivo. 

Sentimos de pronto el toque de la gracia, el deseo de hacer nuestra la súplica del ciego: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! (47.48). Es el grito del ciego: ¡Hijo de David! Da a Jesús un título mesiánico, reconoce en él al mesías que trae a Israel paz, justicia, bendición, abundancia, en lo personal y en lo colectivo. Al llegar a Jerusalén la gente con ramos en las manos aclamará a Jesús de la misma manera. Pero lo que Jesús Mesías trae al mundo va más allá de lo que podemos desear: él trae salvación, vida verdadera. Y sólo él puede hacernos reconocer el triunfo de Dios en camino de quien no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida (44ss). Por eso, lo importante es hacer nuestra la invocación del ciego Bartimeo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!, y dejar que el Señor actúe y nos cambie. 

El relato está construido con un ritmo in crescendo que, marca el contraste que hay entre la actitud de la gente y la del ciego. Muchos lo reprendían para que se callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Los verdaderos ciegos son los que lo reprenden para hacerlo callar y lo curioso es que son ellos mismos los que reciben luego el encargo de llevarlo a Jesús. Ánimo –le dicen-, levántate, que te llama (v.49). No estamos lejos de esta paradoja; ocurre en la Iglesia cuando vemos que las personas de que se vale Dios para transmitirnos su mensaje son muy imperfectas, no viven o no comprenden lo que anuncian. De éstos dijo Jesús: Ustedes hagan lo que ellos dicen, pero no hagan lo que ellos hacen (Mt 23,3).  A nosotros mismos nos ha podido pasar cuando, por ejemplo, hemos tenido que aconsejar a otros lo que primero deberíamos haber cumplido nosotros. El cura de la novela de Bernanos lo experimenta en su trabajo: “La paz que él no había conocido, estaba llamado a comunicarla a los demás”. Y exclama lleno de estupor: “Es maravilloso que podamos dar de lo que nosotros ni siquiera poseemos…”. 

Las gentes del relato, a pesar de su falta de fe, animan, pues, a Bartimeo a ponerse ante el Señor. Y el ciego, arrojando su manto, se levantó rápidamente y se acercó a Jesús. En otras palabras, cumple el mandato del Señor de “dejarlo todo”, mandato que el Joven Rico no se animó a cumplir (10,21) y que es condición para seguir a Jesús. 

Jesús, por su parte, atento a su necesidad, le pregunta con afecto: ¿Qué quieres que haga por ti? Bartimeo no vacila y responde con unas palabras igualmente cargadas de afecto, que apuntan directamente a la bondad del Señor para con nosotros: Rabbuní, Maestro mío, que recupere la vista. Es la súplica de quien tiene la firme certeza de que el Señor puede devolverle la vista, liberarlo del mal que ensombrece su vida. 

La humanidad de Jesús, la fuerza que irradia su persona, la forma como “mira” (Mc 3,5.34; 8,33; 10,21,23,27) y trata a los enfermos y a los débiles despierta en ellos una confianza que los abre a la salvación. Por eso, como el caso de muchas curaciones, la de este ciego termina con la palabra de Jesús: “Vete, tu fe te ha salvado” (cf. Mc 5,34 par; 10,52 par; Lc 17,19; cf. Mc 7,50; Mt 8,13; 9,29; 15,28). 

La fe que Jesús despierta en nosotros es la que nos libera de bloqueos paralizantes, de la angustia y del esfuerzo ciego por hallar seguridad en las posesiones materiales y el prestigio (Mc 10,17.22-25 par). Jesús pone a la persona ante un Dios que la acoge y sostiene ocurra lo que ocurra. Quien se reconoce pobre y ciego, necesitado de la misericordia de Dios, experimenta la liberación y se convierte en verdadero discípulo.

miércoles, 29 de mayo de 2024

La autoridad como servicio (Mc 10, 35-45)

 P. Carlos Cardó SJ 

Llamada a los hijos de Zebedeo, óleo sobre tabla de Marco Baisati (1510), Academia de Bellas Artes de Venecia, Italia

Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir".
Él les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?".
Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria".
Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?".
"Podemos", le respondieron.
Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados"
Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos.
Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". 

La búsqueda de poder se dio entre los discípulos de Jesús, fue también causa de división en la primera comunidad cristiana –concretamente en aquella a la que Marcos escribe su evangelio-, y sigue siendo una contradicción dentro de la Iglesia y en la vida de los cristianos. 

Al igual que la riqueza, el poder es algo a lo que toda persona aspira. De hecho, tarde o temprano todos debemos ejercer alguna forma de poder, en la medida en que nos toca cumplir alguna función de autoridad, dirigir a otros, tomar decisiones, ya sea en el gobierno político, en la empresa, en la escuela, en la familia o en cualquier organización a la que pertenezcamos. Pero sabemos que hay una forma de ejercer el poder según los valores del mundo y otra conforme a los del evangelio, de la que Jesús da ejemplo en su vida y nos enseña con su palabra. 

Se puede decir que el tema del poder acompañó a Jesús a lo largo de su vida. Ya al comienzo de su actividad el diablo lo tentó, ofreciéndole una forma de poder y de dominio sobre las naciones, que correspondía a un modelo de mesías opuesto a los planes de Dios. Jesús pudo situarse en las esferas del poder, pudo pertenecer a algún partido (saduceos, fariseos, celotas, esenios), formar parte de algún círculo de sabios (escribas, doctores, fariseos), o vincularse con los dirigentes religiosos y políticos (los romanos, la corte de Herodes, los sumos sacerdotes saduceos), sin embargo optó por mantenerse al margen de los poderosos, que defraudaban y oprimían a la gente, transmitían falsas imágenes de Dios y se enriquecían con la religión. Prefirió por el contrario vivir intensamente la vida del pueblo, mostrarse solidario con los humildes y excluidos (Mt 11,19 par), y gastar su vida atendiendo las necesidades de los demás. Para formar la comunidad que habría de continuar su obra, no escogió a personas influyentes sino a simples aldeanos, artesanos, pescadores y a un grupo de mujeres generosas. Ellos fueron para él su verdadera familia (3,31-35) y a ellos les reveló los misterios del reino de Dios (4, 11). Estos mismos discípulos van a intentar repetidas veces moverle a emplear los medios del poder para realizar su obra: esperaban de él que fuera un mesías político, lo quisieron hacer rey, le propusieron emplear la fuerza y la violencia para instaurar el reino de Dios. Pero él los corrigió resueltamente y los exhortó más bien a seguir su ejemplo de entrega y servicio porque el Hijo del Hombre no ha venido para que lo sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos. En estas palabras que identifican su modo de ser y proceder encuentra el cristiano la razón de fondo que le mueve a concebir la vida como servicio, como don recíproco de vida entre hermanos. 

Esto no lo entendieron entonces Santiago y Juan, hijos de Zebedeo: no querían ir detrás como los discípulos que siguen a su Maestro, sino ir delante, ocupando los puestos más importantes. Como Pedro, no pensaban como Dios, sino como los hombres. 

Jesús entonces les tiene que enseñar en qué consiste la verdadera grandeza a la que hay que aspirar. ¿Pueden beber el cáliz de amargura que yo voy a beber o pasar por el bautismo por el que yo voy a pasar?, les pregunta. Beber el cáliz significa unirse a él hasta participar de su mismo destino, en un servicio a los demás hasta la muerte. El bautismo por el que tiene que pasar significa hundirse en el abismo de los sufrimientos y muerte de sus hermanos hasta dar la vida por ellos. Esa es la pasión con que Jesús ama, la pasión que quiere asumir resueltamente como quien bebe una copa hasta las heces, como quien es capaz de decir: ¡Tengo que pasar por este bautismo y qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12,50). Me encuentro profundamente angustiado; pero ¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? De ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. (Jn 11,27). 

Los otros discípulos, al ver el proceder de Juan y Santiago, se molestan pues tienen las mismas ambiciones. Jesús, entonces, aprovecha la ocasión para ahondar en su enseñanza. Les hace ver lo que suele suceder en las naciones: cómo los que las gobiernan tienden a someter al pueblo y a ejercer su poder como un dominio opresor. Y concluye: ¡No debe ser así entre ustedes! Honores, prestigio, poder, que se obtienen oprimiendo a la gente, son lo más contradictorio que puede haber con el evangelio. Estas palabras valen para todos y la Iglesia no puede dejar de confrontarse con ellas si no quiere actuar –en sus instituciones, en sus representantes y en los cristianos comunes- como se actúa en cualquier institución mundana.

Está, pues, la jerarquía de valores del mundo y la de Jesús, dos maneras de pensar inconciliables entre sí. En la jerarquía de valores de Jesús, el primado lo tiene el amor desinteresado, libre y generoso, que saca de nosotros lo mejor para enriquecer a los hermanos y servir, como Jesús, hasta dar la vida si fuere menester. Sólo por esta vía encuentra la persona humana la verdad de su ser y la verdad de Dios, como Jesús nos lo ha revelado. Sólo así la persona se relaciona con Dios por medio de la fe verdadera que se demuestra amando.

martes, 28 de mayo de 2024

La recompensa prometida al desprendimiento (Mc 10, 28-31)

 P. Carlos Cardó SJ 

El lavatorio de los pies, témpera y oro sobre lienzo de Duccio di Buoninsegna (1308), Museo dell’ Opera del Duomo, Florencia, Italia

Pedro le dijo a Jesús: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido". Jesús respondió: "Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna. Muchos de los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros". 

¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Estas palabras de Jesús, como aquellas otras que dijo a propósito del matrimonio: Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre, atemorizan a los discípulos. Entonces no viene a cuenta casarse, dijeron a propósito del matrimonio. Entonces ¿quién podrá salvarse?, piensan a propósito de las riquezas, ¿cómo vamos a sobrevivir?, ¿tendremos seguridad o nos espera la miseria? Como siempre, Pedro se hace el portavoz del grupo e interpela a Jesús: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Aduce méritos, reclama derechos. No se pone antes a sopesar el grado de su renuncia, si en realidad lo han dejado todo y si su seguimiento de Jesús es auténtico o está mezclado con motivaciones no evangélicas. 

Viene entonces la respuesta de Jesús, misteriosa, compleja, que puede prestarse a malas interpretaciones. Les aseguro que todo aquel que haya dejado… recibirá cien veces más. No es que Jesús borre con una mano lo que ha escrito con la otra. Por eso no se puede manipular este texto para justificar el triunfalismo, las riquezas o el afán de lucro en la Iglesia. La respuesta de Jesús no va dirigida directamente a Pedro y al grupo de los “escogidos”, sino en general a todo aquel que lo siga, y está formulada como un principio general, que Pedro y los discípulos tendrán que ver si se aplica a ellos o no, si cumplen o no las condiciones y si experimentan realmente el amparo de Dios o no, y por qué. 

Se recibirá cien veces más si se rompe toda atadura material o familiar que impida la libertad para poder adherirse a Cristo y colaborar con él en la misión de propagar el evangelio. Con esta libertad y desasimiento, la persona se hace plenamente disponible para acoger el don que supera todas sus expectativas. 

La promesa de compensación por la renuncia es espléndida: cien veces más, aquí y después de esta vida, en padres y hermanos, porque el discípulo pasa a formar parte de la comunidad de los que son de Cristo, en la que rige la norma del amor fraterno. Asimismo, por los bienes materiales dejados, encontrará el céntuplo en casas y campos. Todo ello se da en la nueva familia, que vive los valores del Reino (cf. Mc 4,11) 

Las cien casas equivalen a la vida que se caracteriza por la acogida y apertura a todos, a la nueva familia, de hombres y mujeres libres que se aman y cumplen la voluntad de Dios. Esta voluntad se realiza no en el tener sino en el dar y compartir. Lo que vale de una persona no es lo que tiene, sino lo que da. Se ve al final de la vida: a uno se le recuerda por lo que ha dado… El verdadero rico es el que da, no el que acapara.

lunes, 27 de mayo de 2024

El joven rico (Mc 10, 17-27)

 P. Carlos Cardó SJ 

Hombre rico, óleo sobre lienzo de Matthias Stom (Siglo XVII), Palacio Comunal de Treviglio, Bérgamo, Italia

Cuando Jesús se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?" Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre".

El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud". Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme". Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes. Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!". Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: "Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios". Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?". Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible".

Jesús había declarado: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? (8,36). Para ganar la vida y realizar el fin de nuestra existencia se ha ordenar el uso de todo lo que uno tiene. El encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20), va a explicar de manera gráfica en qué consiste el mal uso de los bienes. 

El saludo con que se presenta ante Jesús: Maestro bueno, era superior al que se daba a los rabinos. Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer la bondad de Dios en su persona. Aclarado esto, le responde a su pregunta, que no es una pregunta cualquiera, pues tiene que ver con lo que lo que toda persona anhela: una vida plena, bien lograda, no errada ni echada a perder, es decir, la vida eterna que Dios dará a los que cumplen su voluntad. Por eso Jesús plantea al joven la primera condición para lograrlo: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo: no mates, no seas adultero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. El mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, lo deja para después y lo definirá como seguirle a él: ¡ven y sígueme! (v.21), porque en él Dios se revela como Dios-con-nosotros. 

El joven queda insatisfecho, quiere algo más. Es una buena persona que desde niño se ha portado bien, conforme a la ley. Jesús, que valora el corazón de las personas, lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– luego ven y sígueme. Tener un tesoro en el cielo, es decir, tener a Dios como el tesoro, ha de ser la motivación. Cuando es así, cuando Dios es lo más importante, la persona puede renunciar a los bienes y destinarlos a resolver las necesidades de los pobres. 

Al oír esto, el joven puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. La riqueza que había acumulado le tenía agarrado el corazón y le hacía imposible creer que Dios podía ser su tesoro, y que podía situarse ante sus bienes de manera diferente para preferir a Dios y ayudar a los demás.  Debió afectarle mucho a Jesús, pues lo había mirado con cariño, pero él no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas! 

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios. 

¿Por qué una frase tan categórica? Lo que Jesús quiere decir, empleando un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es que el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre, hacerlo insensible a las necesidades del prójimo hasta llevarlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios. La ambición del dinero es una verdadera idolatría. Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo. ¿Acaso no es el dinero la causa de la mayoría de las corrupciones que afectan tanto a todos los países? ¿Acaso no es por el dinero que los hombres pierden hasta su honor y exponen aun a su propia familia a las desgracias más lamentables? Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante.  Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho y goce. Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, en especial de los necesitados, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. Sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando al ídolo de la riqueza se puede vivir la alegría de una vida honesta, anticipo del gozo pleno y eterno del Reino. 

Sólo la gracia, que Dios da a todos sin distinción, puede hacer que el rico cambie de actitud frente a su riqueza, asuma los valores que Jesús propone y se salve. Este milagro se produce cuando la persona se pone ante Jesús que le hace ver: Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió desde los primeros tiempos del cristianismo: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el dinero. Pero por encima de las tendencias y deficiencias humanas, se alza siempre la gracia de Dios, que hace que los valores del evangelio sean respetados y practicados.

domingo, 26 de mayo de 2024

Fiesta de la Santísima Trinidad (Mt 28, 16-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

La Santísima Trinidad, óleo sobre lienzo atribuido a Francisco Caro (siglo XVII), Museo del Prado, Madrid

En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo". 

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos la gracia de conocer este gran misterio. Pero recordemos que “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender. Para los cristianos, misterio es una verdad revelada, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenos a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad. 

En esta fiesta, la liturgia propone este texto de Juan en el que aparece quién es y cómo actúa Dios. Es un Dios que ama a este mundo y se preocupa por nosotros, tanto que, por medio de su Espíritu, envió a su Hijo para salvarnos, vinculando nuestro destino al suyo. Desde la venida del Hijo al mundo, Dios ya no es un ser lejano; está a nuestro lado, nos trae vida, nos libra de todo mal y nos asegura una felicidad para siempre. El Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo ama al mundo, ama a todos los seres humanos y sólo quiere el bien para nosotros; no es vengativo ni rencoroso, responde a nuestra confianza y nos asegura el logro pleno de nuestra vida en él, para siempre. 

Dios no es un ente abstracto y lejanísimo. Por ser Trinidad es comunidad de personas, es vida y fuente de vida, es relación y fundamento de toda relación personal. Dios es amor, define san Juan, poniendo justamente de relieve la unión interna que constituye el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo). Y como hemos sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios y de hermanos y hermanos entre nosotros. 

Guiados por los profetas, los israelitas fueron intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación. Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la Ley moral. Y finalmente llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros. 

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia. 

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. 

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de llevar a plenitud su obra en el mundo. Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por él formamos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Este es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea comunidad. 

De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando comunidad. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la unión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar. 

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia. 

En este día, lo mejor que podemos hacer es procurar sentir la presencia de nuestro buen Padre Dios, que protege la vida que nos ha dado; sentir en nuestros hombros la mano fraterna de Jesucristo, que nos sostiene; y en nuestros corazones la fuerza y valentía que inspira el Espíritu Santo.

sábado, 25 de mayo de 2024

El ejemplo de los niños (Mc 10, 13-16)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús y los niños, óleo sobre lienzo de Leopold Flumeng, Catedral de San Pedro, Lovaina, Bélgica

Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían. Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.» Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía. 

De los que son como los niños es el reino de Dios. Hay que hacerse como ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que por nosotros se hizo pequeño, pobre y humilde. 

Para nosotros, niño evoca ternura, inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, paidion podía designar también a un pequeño sirviente, esclavo o cautivo; para los hebreos, el niño –y la madre– era propiedad del varón, no tenía derechos propios y no contaba para nada en la sociedad. Tanto en un ámbito cultural como en el otro, los niños viven necesitados de todo, son y llegan a ser lo que los demás les permiten; pueden vivir y desarrollarse si alguien los toma bajo su cuidado y pertenencia. En el contexto en que habla Jesús, si se tienen en cuenta las enseñanzas que ha venido dando desde la multiplicación de los panes, se puede decir, en fin, que niño es también el último que se hace servidor de los demás, no se ha contaminado con la levadura de los fariseos y la de Herodes, de la ambición de tener, el afán de poder y la búsqueda del propio interés. 

La invitación de Jesús a asumir la condición del niño supone por tanto una conversión en la manera de pensar. Equivale a no andar como “los grandes” satisfechos de sí mismos, que se creen superiores a los demás, que no deben nada ni tienen necesidad de nadie. Uno puede renacer (Jn 3,1ss) para alcanzar la verdad del hijo que en su dependencia de su Padre del cielo desarrolla su crecimiento en libertad y autonomía. Este adulto-niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha recibido gratis y debe darlo gratis. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y puede perderla; sabe que puede vivirla disfrutándola para sí o entregarla al servicio. Sabe que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre, porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. El Salmo 131 lo expresa: Señor, mi corazón no es soberbio ni mirada altanera. No he perseguido grandezas que superan mi capacidad. Aplaco y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Con esta serena quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia. 

No se trata de la primera infancia, sino de aquella madurez y libertad en la que se recupera la inocencia. A estos niños Jesús bendecía y prometía el reino. Por tanto, el hacerse niño según el evangelio no tiene nada que ver con el infantilismo, que es fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no busca más que satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido, aferrándose a los demás y a las cosas, exigiendo y manipulando; pero sin corresponder, ya que no puede valerse por sí mismo. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo la personalidad de Jesucristo. 

La gente acudía a Jesús con sus niños para que los tocara.  Era un gesto muy común y tenía un contenido religioso: se bendecía imponiendo las manos sobre la cabeza. La hemorroisa y muchos enfermos querían tocar a Jesús porque de él salía una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19; Mc 5, 30). Muy propio de los niños es también el tocar. Pero los discípulos se molestan. Su actitud es contraria a la actitud de libertad de los niños. Además, es claro que quieren acaparar a Jesús para ellos solos. 

Y Jesús se indignó. Literalmente, tuvo ira. Es el mismo sentimiento que le causó la actitud de los fariseos cuando lo criticaron por querer sanar al hombre de la mano seca en sábado (Mc 3,5). Jesús siente esta indignación por el rechazo del evangelio. 

Y proclama: Dejen que los niños vengan a mí; no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. El amor salvador de Dios muestra toda su eficacia colmando el deseo de los pequeños de este mundo que ponen toda su confianza en él.  Hacerse como ellos es renunciar a la falsa afirmación de sí mismo, para poder acoger el don del Reino. Lo contrario, querer guardarse la vida, es perderla.

viernes, 24 de mayo de 2024

El Matrimonio (Mc 10, 2-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

El matrimonio de la virgen, óleo sobre lienzo de Luca Giordano (1688), Museo del Louvre, París

Jesús fue a la región de Judea y al otro lado del Jordán. Se reunió nuevamente la multitud alrededor de él y, como de costumbre, les estuvo enseñando una vez más. Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?". Él les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?". Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella". Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido". Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio". 

En la Biblia, desde el Génesis, la relación del hombre y de la mujer aparece encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: No está bien  que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gén 2, 20-23), lo cual excluye cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del otro. Sin embargo, en la cultura judía se afirmaba la superioridad del varón sobre la mujer, y se la refrendaba con la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse. Basados en esto, los fariseos ponen a prueba a Jesús preguntándole qué piensa de esto. Jesús responde, en primer lugar, haciendo ver que Moisés permitió el divorcio por la dureza del corazón del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y le llevaba a la actitud parcial y legalista de contentarse con lo que señala la ley y sin aspirar a ideales más altos de amor y de servicio. En segundo lugar, basándose en el Génesis (2, 24), Jesús hace ver que la norma de Moisés sobre el divorcio había sido un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que parte de conveniencias humanas egoístas. 

De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del hombre y mujer. Por el matrimonio forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas. 

La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios. 

Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio. Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas Pero aunque esto sea verdad, y sean tan frecuentes los fracasos, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido. Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de las personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la fidelidad se ve sólo como una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada. La indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal. 

Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. El evangelio nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate! 

La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar crisis.

jueves, 23 de mayo de 2024

La cena del Señor (Mc 14, 22-25)

 P. Carlos Cardó SJ 

La última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano el joven (1586), Palacio Real de Aranjuez, Madrid

Durante la comida, Jesús tomó pan y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomen, este es mi cuerpo.» Tomó luego una copa y, después de dar las gracias, se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos. En verdad les digo que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.» 

Este texto eucarístico de Marcos termina con la solemne afirmación: Les digo en verdad (amén, amén, yo les digo) que ya no beberé más del fruto de la vida hasta  el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. Esta frase hacía ver a los primeros cristianos que cuando se reunían para partir juntos el pan y beber juntos el vino, no solamente recordaban la muerte del Señor, sino que comían realmente su cuerpo y bebían su sangre, es decir, unían íntimamente sus personas a la de él, se creaba una verdadera comunión con Dios y entre ellos, cuya plenitud se alcanzará al final de los tiempos, cuando venga el reinado de Dios sobre todo lo creado. 

Los evangelios Sinópticos y Pablo concuerdan en la intención de hacer ver a los cristianos de las futuras generaciones que Jesús por las acciones y palabras que empleó en su última cena, interpretó su muerte como la culminación del plan de salvación que había recibido de su Padre, y que él había querido cumplir plenamente por amor a sus hermanos. En su cena pascual Jesús piensa en su muerte inminente y la pone en relación con todo lo que ha enseñado y con el significado central de su propia existencia, que es su propia entrega por la vida del mundo. 

Al mismo tiempo, la cena del Señor se realiza en una situación cargada de expectativa. Hay allí un Jesús que piensa en el reino. Por eso, entiende y plantea la cena en términos escatológicos, como la anticipación de la alegría definitiva en el reino de su Padre. 

Y es también una situación cálidamente familiar y fraterna: Jesús está reunido con el grupo de sus íntimos, con aquellos que han perseverado con él en sus pruebas, y a los que quiere mantener unidos a él y entre sí, pase lo que pase. Por eso la celebración de su cena por los cristianos será constitutiva de la comunidad, en todos sus aspectos: porque une en comunión a los hermanos entre sí y con Cristo, porque es signo de su reino por venir y porque es también señal o instrumento de su presencia y de su obra salvadora en la historia. La eucaristía hace a la Iglesia. 

La cena de Jesús puede enmarcarse en el contexto de las comidas comunitarias que tuvo durante su vida con gente de todo tipo de procedencia. Se ven en ella puntos de contacto con las formas habituales de comer propias de los judíos, en especial la de los banquetes festivos y, más concretamente, la de la cena de pascua. En dichos banquetes son esenciales los elementos siguientes: la pertenencia mutua y la religación personal de los comensales por la afirmación y vivencia de su pertenencia al pueblo escogido, la acción de gracias por la liberación, la apertura de principio a todos los alejados y el deseo de la reunión de todos los hijos de Dios dispersos. Por todo ello, esos banquetes eran “signo” precursor del incipiente reinado final de Dios. Pero estos datos, aunque ilustrativos, no bastan por sí solos para explicar lo que Jesús quiso hacer en su Cena. 

Por eso, cuando los evangelios relatan la última cena, dan una descripción que incluye ya el modo cómo la primitiva Iglesia celebraba la liturgia eucarística. Subrayan como lo central la bendición del pan: Tomó el pan; pronunció la bendición y la acción de gracias sobre el cáliz: Pronunció la acción de gracias (Mt 26,26s; Mc 12, 22; 27; Mc 14, 23). Omiten la cena ritual judía y dan relieve a los dos momentos de la entrega y comunión del pan y del vino. Hacen ver así (y Pablo lo afirma con toda claridad en 1 Cor 11, 23-26) que la cena, unida inseparablemente a la cruz del Señor, es una comida sacrificial, un signo de la nueva alianza de Dios con nosotros y un sacramento de comunión. 

En la cena del Señor, la antigua celebración de la liberación nacional se convierte en la conmemoración de una la nueva liberación, la comida del cordero se sustituye por la comida de su propio cuerpo y la bebida de su sangre. Con esto, dejó a su Iglesia una comida que es acción de gracias y sacrificio al mismo tiempo. Y todo a través de unos actos sencillos: ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino, y unas sencillas palabras: Esto es mi cuerpo..., esto es mi sangre. Sin embargo, en su misma sencillez, sintetizan mucho más de lo que un cristiano puede experimentar de una vez: el recuerdo de la despedida de Jesús, la actualización del sacrificio de su vida, la acción de gracias por lo que hace por nosotros, la expectación de su reinado, y la comunión fraterna, fundamento esencial de la Iglesia.