P. Carlos Cardó SJ
Tríptico de la última cena, óleo sobre lienzo de Dieric Bouts (1458), Museo M, Lovaina, Bélgica |
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "En verdad en verdad os digo que ustedes llorarán y gemirán; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. Aquél día no me harán más preguntas."
En verdad en verdad les digo. Cuando Jesús emplea esta fórmula, que en hebreo es Amén, amén, yo les digo, da a sus afirmaciones la mayor firmeza, solidez y seguridad que se podía pensar. Más aún, los comentaristas actuales coinciden en reconocer que con esa manera de hablar, Jesús reivindicaba a Dios como autor de su propia palabra, avalaba la verdad de su palabra como verdad de Dios, daba a sus palabras la autoridad de Dios. En el texto que comentamos, emplea esta fórmula para hablar a sus discípulos y a nosotros del futuro que nos aguarda.
Llorarán y gemirán. El tiempo en que los discípulos no lo verán serán de lamento y tristeza, por su muerte en cruz y por su sepultura. Será el tiempo del poder de las tinieblas y del príncipe de este mundo; pero será también el tiempo del juicio y de la salvación de Dios. El mundo creerá haber vencido –y lo sigue creyendo hasta hoy–, pero será vencido y será expulsado el jefe de este mundo. El mundo será salvado. Entonces, la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría. Se cumplirá plenamente lo del Salmo 30: Cambiaste mi luto en danza; mi traje de penitencia en vestido de fiesta.
Jesús emplea la imagen de la parturienta que siente tristeza cuando va a dar a luz, para señalar la fecundidad propia de este momento crítico que la fe atraviesa. Es semejante a la parábola del grano de trigo que tiene que caer en tierra y morir como condición para dar fruto. La aflicción que el discípulo sufre –semejante a la de su Señor– anuncia el nacimiento de la nueva humanidad y del mundo nuevo liberado. Incluye el triunfo sobre toda opresión, y también la fecundidad de la misión evangelizadora a pesar de las persecuciones.
San Pablo recoge esta promesa para darle alcance universal, cósmico: la creación entera gime hasta hoy con dolores de parto (Rom 8, 22), por verse liberada de lo que la esclaviza, pero llegará a participar ella también, a su modo, de la libertad y estado definitivo de la humanidad salvada.
La crisis, el dolor, la prueba conmueven al discípulo como conmovieron primero a Jesús. Probado y capaz de compadecerse de nuestras flaquezas y sufrimientos (Hebr 14,15), el Señor promete a sus discípulos que pronto serán consolados; les hace ver que su aflicción es momentánea y positiva.
Ustedes me verán, les
dice. Lo verán resucitado. Lo sentirán presente en sus vidas, actuante en la
historia. Y su alegría nadie se la podrá quitar. Esta alegría ganada en la cruz
es invencible porque es la alegría del amor que vence al odio, a la maldad y a
la muerte misma.
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