lunes, 28 de febrero de 2022

El desprendimiento de la riqueza (Mc 10, 17-30)

 P. Carlos Cardó SJ

El don de la caridad, óleo sobre lienzo de Ferdinand Georg Waldmüller (1865), Museo Histórico de la Ciudad de Viena, Austria
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?".
Jesús le contestó: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a tu madre".

Entonces él le contestó: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven".
Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme".
Pero al oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes.
Jesús, mirando a su alrededor, dijo entonces a sus discípulos: "¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!".
Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras; pero Jesús insistió: "Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios".
Ellos se asombraron todavía más y comentaban entre sí: "Entonces, ¿quién puede salvarse?".
Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: "Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible".

Este pasaje corresponde al encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20), y que no se animó a seguirlo porque estaba atado a su riqueza. Este personaje le pregunta a Jesús: qué debo hacer para alcanzar la vida eterna. Para los judíos esto era lo mismo que preguntar cómo poder ser feliz antes y después de la muerte.

Jesús le responde poniéndole la primera condición: cumplir los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo: no mates, no seas adúltero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. Los que tienen que ver con el amor a Dios, (amarlo sobre todo, no jurar su nombre en vano, santificar las fiestas) los deja para después y los definirá como seguirlo a Él: ¡ven y sígueme!

Pero como el joven replica diciendo que todo eso lo ha cumplido desde niño, Jesús le propone el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– luego ven y sígueme. Lo importante no es el vender y repartir sino hacer que Dios sea su verdadero tesoro. Si no es así, la persona no será libre, seguirá apegada a sus cosas y las seguirá ambicionando como lo más importante en la vida por la seguridad que le dan y porque seguirá creyendo que gracias a ellas logrará la felicidad perfecta.

Pero la máxima seguridad y felicidad sólo la da Dios. Si la persona tiene demasiado dinero y sigue centrada en sí misma sin pensar en los demás, no importa lo que compre, coma o beba, al final nada le va a llenar, nada ni nadie le va a asegurar la vida, y los que la rodean y deciden por ella no sabrán al final para qué le sirve su dinero…  Mientras siga centrada en sí misma, no puede alcanzar la meta. Y su vida, ¿habrá servido para algo?, ¿será digna, imitable?

Obviamente no se puede pensar que el pobre va a tener un final mejor simplemente por no tener dinero… Y pensar que los ricos están condenados y los pobres están salvados es demagogia sin sentido. El hecho de tener o no tener bienes materiales no es lo significativo. El que no tiene nada puede estar más apegado a los bienes que ambiciona, que el rico que los posee en abundancia. Tanto el pobre como el rico tendrán que poner su confianza en Dios, ver en Él su seguridad plena y su felicidad, no en el dinero y en las cosas. Ambos, el pobre y el rico no pueden pasarse la vida pensando en tener, poseer, ganar más… Eso no es vivir con dignidad.

El hecho es que el joven puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes, que le habían agarrado el corazón y le hicieron imposible seguir a Jesús. Entristecido por la reacción del joven, Jesús dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas!

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados, protestaron. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios. Lo que quiere decir con este lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es que el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre, hacerlo insensible a las necesidades de los demás, llevarlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios.

Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción, sea cual sea su religión o aunque no sean creyentes. ¿Acaso no es el dinero la causa de la mayoría de las corrupciones que afectan tanto a todos los países? ¿Acaso no es por el dinero que los hombres pierden hasta su honor y exponen aun a su propia familia a las desgracias más lamentables? Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante.  

Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho egoísta. Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, en especial de los necesitados, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. Sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando al ídolo de la riqueza se puede vivir la alegría de una vida honesta, anticipo del gozo pleno y eterno del Reino.

Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Esa es la clave. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió ya en los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el ansia de dinero. 

domingo, 27 de febrero de 2022

Homilía del VIII Domingo del Tiempo Ordinario - Saca primero la viga de tu ojo (Lc 6, 39-42)

 P. Carlos Cardó SJ

La parábola del ciego que guía a otro ciego, óleo sobre lienzo de Domenico Fetti (1621 – 1622), Instituto Barber de Bellas Artes, Birmingham, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: "¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: 'Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo', si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano.
No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de las zarzas, ni se cortan uvas de los espinos.
El hombre bueno dice cosas buenas, porque el bien está en su corazón; y el hombre malo dice cosas malas, porque el mal está en su corazón, pues la boca habla de lo que está lleno el corazón".

La frase de Jesús: Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto de Mateo 5, 48 aparece en Lucas 6, 36 con esta variante: Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. Este mandato encierra la perfección.

A continuación, Lucas pone una serie de ejemplos de transgresiones de ese mandato esencial y sus consecuencias. El primer ejemplo es el del falso guía que enseña cosas contrarias a las que ha recibido de su Maestro: es un guía ciego, un falso maestro. La luz la da el mandato del Señor: sean misericordiosos. Quien olvida esto es ciego, como los fariseos que proponían la observancia de la ley como el medio de la salvación, no la misericordia. También es ciego el cristiano que, sin misericordia, juzga y descalifica, excluye y condena a los demás. Sin misericordia no se puede guiar a otros.

De hecho el único Maestro y guía es el Señor. Al discípulo le basta con ser como su maestro, le basta con transmitir sus enseñanzas. Él es la luz, nosotros la reflejamos. Probablemente en la comunidad para la que Lucas escribió su evangelio había tendencias que preferían otras doctrinas basadas en revelaciones personales o en conocimiento esotéricos (gnosis), por considerarlas medios más seguros de salvación. También ahora puede ocurrir que la búsqueda de seguridad lleve a la gente a fiarse de creencias y saberes que se le ofrecen, pero sin discernir críticamente lo que en realidad pueden darles.

Otra forma de traicionar el evangelio es la de quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos a sí mismo, los manipula para juzgar y condenar la conducta de los otros. La moral, entonces, en vez de salvar causa daño, porque en vez de dejarme convertir por ella, la uso para atacar al otro, para vengarme, para derramar mis celos y mis envidias, mis rencores y resentimientos.

¡Hipócrita! A la crítica y chismorrería malsana que usa la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo enfermo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, dialogar y ayudarle a sacar la paja que tiene en su ojo.

Hipócrita no significa en primer lugar falsía o mentira; significa protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, ponerse en el puesto de Dios y desde ahí juzgar y despreciar a los pecadores. Pero resulta que ante Dios todos somos pecadores y publicanos. Y la única manera de corregir al prójimo, para que no degenere en conflicto o endurezca más al otro en su error, es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para que mi prójimo sea objeto de misericordia. Sólo si el otro se siente comprendido podrá cambiar.

Jesús ha señalado las características de los falsos guías y maestros: su ceguera por falta de misericordia, su hipocresía por pretensión de protagonismo, el erigirse en jueces de los demás por creerse los puros. Ahora nos muestra el origen de estas actitudes malas, la planta que produce estos malos frutos: el corazón, cuya bondad o malicia se conoce por las actitudes que genera. Por la bondad o malicia de los frutos se conoce la calidad del árbol. Esto ayuda a no juzgar a los demás sino a revisarse uno mismo y estar dispuestos al cambio.

La peor malicia es la del corazón endurecido, petrificado, que no siente y no reconoce su propio mal y por eso no se hace objeto de la misericordia; no siente que la necesita. Naturalmente, tampoco tendrá misericordia de los demás. El principio de la misericordia y de las buenas acciones radica en el corazón. El corazón bueno lleva a ver las cosas buenas, el corazón malo se fija sólo en lo malo. Reconocer la propia necesidad de cambiar nuestro interior es fundamental: Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo (Sal 51).

sábado, 26 de febrero de 2022

El ejemplo de los niños (Mc 10, 13-16)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo bendice a los niños, óleo sobre lienzo de Antoine Ansiaux (siglo XIX), Museo Nacional del Castillo de Versalles y del Trianon, París

En aquel tiempo, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo.
Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".
Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.

De los que son como los niños es el reino de Dios. Hay que hacerse como ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que por nosotros se hizo pequeño, pobre y humilde.

Para nosotros, niño evoca ternura, inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, paidion  podía designar también a un pequeño sirviente, esclavo o cautivo; para los hebreos, el niño –y la madre– era propiedad del varón, no tenía derechos propios y no contaba para nada en la sociedad. Tanto en un ámbito cultural como en el otro, los niños viven necesitados de todo, son y llegan a ser lo que los demás les permiten; pueden vivir y desarrollarse si alguien los toma bajo su cuidado y pertenencia. En el contexto en que habla Jesús, si se tienen en cuenta las enseñanzas que ha venido dando desde la multiplicación de los panes, se puede decir, en fin, que niño es también el último que se hace servidor de los demás, no se ha contaminado con la levadura de los fariseos y la de Herodes, de la ambición de tener, el afán de poder y la búsqueda del propio interés.

La invitación de Jesús a asumir la condición del niño supone por tanto una conversión en la manera de pensar. Equivale a no andar como “los grandes” satisfechos de sí mismos, que se creen superiores a los demás, que no deben nada ni tienen necesidad de nadie.

Uno puede renacer (Jn 3,1ss) para alcanzar la verdad del hijo que en su dependencia de su Padre del cielo desarrolla su crecimiento en libertad y autonomía. Este adulto-niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha recibido gratis y debe darlo gratis. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y puede perderla; sabe que puede vivirla disfrutándola para sí o entregarla al servicio. Sabe que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre, porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. El Salmo 131 lo expresa: Señor, mi corazón no es soberbio ni mi mirada altanera. No he perseguido grandezas que superan mi capacidad. Aplaco y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Con esta serena quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia.

No se trata de la primera infancia, sino de aquella madurez y libertad en la que se recupera la inocencia. A estos niños Jesús los bendecía y prometía el reino. Por tanto, el hacerse niño según el evangelio no tiene nada que ver con el infantilismo, que es fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no busca más que satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido, aferrándose a los demás y a las cosas, exigiendo y manipulando; pero sin corresponder, ya que no puede valerse por sí mismo. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo la personalidad de Jesucristo.

La gente acudía a Jesús con sus niños para que los tocara.  Era un gesto muy común y tenía un contenido religioso: se bendecía imponiendo las manos sobre la cabeza. La hemorroisa y muchos enfermos querían tocar a Jesús porque de Él salía una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19; Mc 5, 30). Muy propio de los niños es también el tocar. Pero los discípulos se molestan. Su actitud es contraria a la actitud de libertad de los niños. Además, es claro que quieren acaparar a Jesús para ellos solos.

Y Jesús se indignó. Literalmente, tuvo ira. Es el mismo sentimiento que le causó la actitud de los fariseos cuando lo criticaron por querer sanar al hombre de la mano seca en sábado (Mc 3,5). Jesús siente esta indignación por el rechazo del evangelio.

Y proclama: Dejen que los niños vengan a mí; no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. El amor salvador de Dios muestra toda su eficacia colmando el deseo de los pequeños de este mundo que ponen toda su confianza en Él.  Hacerse como ellos es renunciar a la falsa afirmación de sí mismo, para poder acoger el don del Reino. Lo contrario, querer guardarse la vida, es perderla.

viernes, 25 de febrero de 2022

El Matrimonio (Mc 10, 1-12)

P. Carlos Cardó SJ

Procesión de boda, óleo sobre lienzo de Maurice Denis (1892), Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, se fue Jesús al territorio de Judea y Transjordania, y de nuevo se le fue acercando la gente; él los estuvo enseñando, como era su costumbre.
Se acercaron también unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?".
Él les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?".
Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa".

Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".
Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio".

En la Biblia, desde el Génesis, la relación del hombre y de la mujer aparece encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: No está bien  que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gén 2, 20-23), lo cual excluye cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del otro.

Sin embargo, en la cultura judía se afirmaba la superioridad del varón sobre la mujer, y se la refrendaba con la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse. Basados en esto, los fariseos ponen a prueba a Jesús preguntándole qué piensa de esto. Jesús responde, en primer lugar, haciendo ver que Moisés permitió el divorcio por la dureza del corazón del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y le llevaba a la actitud parcial y legalista de contentarse con lo que señala la ley y sin aspirar a ideales más altos de amor y de servicio. En segundo lugar, basándose en el Génesis (2, 24), Jesús hace ver que la norma de Moisés sobre el divorcio había sido un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que parte de conveniencias humanas egoístas.

De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del hombre y mujer. Por el matrimonio forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas.

La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.

Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio.

Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas. Pero aunque esto sea verdad, y sean tan frecuentes los fracasos, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido.

Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos.

En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía de la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la fidelidad se ve sólo como una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada.

La indisolubilidad no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.

Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. El evangelio nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!

La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar las crisis. 

jueves, 24 de febrero de 2022

El escándalo (Mc 9, 41-50)

P. Carlos Cardó SJ

Niños jugando con fuego, óleo sobre lienzo de Rufino Tamayo (1947), Museo Tamayo de Arte Contemporáneo, Ciudad de México

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para esta gente sencilla que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar.
Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con tus dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo; pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que con tus dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo; pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.
Todos serán salados con fuego. La sal es cosa buena; pero si pierde su sabor, ¿con qué se lo volverán a dar? Tengan sal en ustedes y tengan paz los unos con los otros".

Después de su exhortación a la tolerancia, Jesús hace ver, con una frase de gran severidad, aquello que constituye lo contrario del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a perder su fe y su confianza en Dios o a obrar el mal. Los pequeños, los niños, y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe. Nada hay más grave que herir el alma de los pequeños o de los débiles, causándoles traumas que son muy difíciles de superar. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños y les perjudican su fe acaban de manera desastrosa.

Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a que tengamos cuidado con nosotros mismos y miremos nuestro interior, de donde surgen los conflictos. Así mismo es necesario que cada cual se pregunte dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para renunciar a ellas y evitarlas.

Las frases de Jesús: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo”, obviamente no significan mutilación. Son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva; con ellas lo que Jesús nos dice es que debemos llegar a una opción firme y decisiva por un estilo de vida que refleje los valores del evangelio.

Es lo mismo que dijo Jesús a propósito de los que quieren ser los primeros y han de optar por ser servidores de los demás, o a propósito de quienes, por haber descubierto el tesoro escondido, deciden dejarlo todo para obtenerlo. En este caso, se trata de “entrar en la vida”, en la vida del Reino, que es el bien supremo. Decidirse por llevar una vida conforme a los valores del Reino implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas.

Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que pueden ser válidas y preciosas, pero que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.

miércoles, 23 de febrero de 2022

No caer en la intolerancia (Mc 9, 38-39)

P. Carlos Cardó SJ

La amistad, óleo sobre lienzo de Pablo Picasso (1908), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, Juan le dijo a Jesús: "Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos".
Pero Jesús le respondió: "No se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor".

Nos dice este evangelio que Juan y los otros apóstoles habían visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo habían prohibido porque “no era de nuestro grupo”. Querían, por tanto, tener la exclusiva, el monopolio de Jesús.

Probablemente Marcos escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere enseñarnos a evitar que las discusiones se conviertan en causa de división y hacer que sirvan más bien para forjar una mayor unión mediante el respeto a las diferencias. Discrepancias y discusiones eran frecuentes en las primeras comunidades, como puede verse en las cartas de Pablo y el libro de los Hechos, y son un problema siempre actual.

La razón es que por la naturaleza misma de las cosas no puede sino haber diversidad en una institución como la Iglesia. El Espíritu Santo, que la asiste, inspira en todas las épocas una gran variedad de dones personales, actitudes, servicios y modos de pensar que concurren al bien común y son riqueza de la Iglesia. Por eso, lo verdaderamente eclesial no es pretender una uniformidad en todo, sino presuponer siempre que el otro, que puede no pensar o actuar como yo pero busca también servir a Cristo y a los hermanos, es movido por un buen espíritu, mientras no se demuestre lo contrario.

Guiados por el principio que se nos da en el amor, podemos, pues, aceptar que cada cual en la Iglesia puede seguir su propio espíritu, mientras no conste que va tras un espíritu falso; y, por tanto, podemos presuponer la rectitud, la libertad, la buena voluntad y no precisamente lo contrario.

Así, pueden existir, y de hecho existen, personas buenas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, pero no pertenecen a instituciones visibles o agrupaciones. Los que sí forman parte de ellas –por filiación, nombramiento, o función conferida– pueden juzgar a estas personas como lo hacían los discípulos de Jesús porque “no son de los nuestros”. Al obrar así, dan a entender –lo quieran o no– que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si se tratara de un monopolio de Jesús y de su evangelio a ellos concedido.

Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen y Jesús es más que las instituciones. Él es el único Maestro y todos somos discípulos. Es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen verdaderamente en nombre de Cristo, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia.

No se trata de que la gente nos siga a nosotros sino que siga a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia; no se trata de hacer que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan en verdad a Jesucristo. Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros.

El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas.

Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Después de esta enseñanza, el evangelio de hoy ilumina otros aspectos de la vida, que tienen que ver con nuestra opción por Cristo y su evangelio. No se habla ya de la tolerancia sino del seguimiento de Cristo en la vida diaria y de la lucha contra el mal.

Dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua a ustedes en razón de que siguen a Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida, como dar un vaso de agua, son significativos. Y es importante notar que el evangelio nos designa como “los que siguen a Cristo”. Somos sus seguidores, pertenecemos a Él. Por eso, hasta el más pequeño gesto de amor a un hermano toca personalmente al mismo Cristo.

martes, 22 de febrero de 2022

Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-23)

P. Carlos Cardó

Cristo entregando las llaves a Pedro (Traditio Clavium), óleo sobre lienzo de Giordano Lucca (1650), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia

En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".

Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".

Mientras suben a Jerusalén, donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11), o Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o un profeta más.

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Pedro no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.

Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio del destino redentor que le aguarda: en la santa ciudad, donde mueren los profetas, le harán padecer mucho y morir en una cruz; los fariseos y las autoridades religiosas ya lo han decidido.

Pero este padecer mucho, como consecuencia del amor que salva al mundo, remite a un misterio que se nos tiene que revelar. Tendrá que venir la luz de la Pascua para que los discípulos lleguen a entender que no es el sufrimiento por sí solo lo que salva, sino el amor y la confianza con que Jesús lo asume, haciendo presente a Dios en Él con todo el poder salvador de su amor.

De este modo Jesús introduce el amor de Dios en toda situación humana de dolor, de pecado, de injusticia y de muerte para que en ella esté siempre presente en favor de los que sufren la fuerza del amor de Dios, que libera y salva. Los padecimientos y la muerte de Jesús hacen ver hasta qué extremos llega el amor que Dios nos tiene.

Un lenguaje así puede chocar con la manera habitual de pensar de los hombres. Por eso, Pedro en particular no lo entiende y llevando aparte a Jesús, comenzó a reprenderlo. Pero recibe de Jesús (16,17-19) la más severa reprimenda: Ponte detrás, Satanás…, tú no piensas como Dios, sino como los hombres. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; el discípulo preferido aún no ha dado el paso.

Después de esto, Jesús exhorta a sus discípulos a recorrer con Él su camino hasta el final y asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. El discípulo –cada uno de nosotros– ha de ser un reflejo de su Maestro, para que su vida, sus palabras y obras, se prolonguen en el mundo. La condición para ello es clara: Niéguese a sí mismo. Niegue cada cual su falso yo –deformado por el egoísmo y el pecado– para hacer nacer su yo auténtico, que se realiza en el amor, en la entrega, en el servicio.

Y añade: Lleve su cruz, la cruz de cada uno, que es la lucha contra el mal que actúa en mí, la lucha contra mi egoísmo; es mi tarea, que nadie puede hacer por mí. Llevar la cruz significa también asumir las cargas de sufrimiento que la vida impone y ver la presencia de Dios en ellas. Entonces se revela el sentido que pueden tener y el bien al que pueden contribuir si se viven con Dios. No se trata de añadir sufrimientos a los que la vida misma y las exigencias del compromiso cristiano normalmente imponen. Se trata de aprender a llevar el sufrimiento como Cristo nos enseña, sabiendo, además, que no estaremos solos, pues Jesús va delante con su cruz como quien abre y facilita el camino.

Quien quiera salvar su propia vida la perderá. Estas palabras de Jesús expresan una gran verdad: que quien vive queriendo ponerse a resguardo de toda pérdida, de toda renuncia, de toda donación…, ese tal echa a perder su vida, porque la vida es relación y se realiza en el amor, que consiste en dar y recibir.

Debemos convencernos de que motivar a nuestros jóvenes para que puedan asumir el dolor que toda vida comporta, para que puedan renunciar a la satisfacción inmediata y caprichosa de sus propios impulsos en función de valores superiores, esto forma parte de la formación del adulto. No hay que elegir el camino fácil sino la meta. La vida es amar, dar de sí con generosidad. En eso está el secreto de la verdadera felicidad y éxito. Fuera de esta perspectiva, aunque gane el mundo entero, la vida no se logra, se malogra. Muchas veces hallaremos difícil esta exigencia. Pero confiamos en el Señor que nos asegura su compañía y apoyo constante. Él nos hace comprobar que el amor suaviza lo que las exigencias tienen de costoso.

lunes, 21 de febrero de 2022

Curación de un epiléptico sordomudo (Mc 9, 14-29)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo cura al niño epiléptico, grabado de Léonard Gaultier (1576 – 1580 aprox.), Galería Nacional de Arte, Washington DC, Estados Unidos

En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte y llegó al sitio donde estaban sus discípulos, vio que mucha gente los rodeaba y que algunos escribas discutían con ellos. Cuando la gente vio a Jesús, se impresionó mucho y corrió a saludarlo.
Él les preguntó: "¿De qué están discutiendo?".
De entre la gente, uno le contestó: "Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu que no lo deja hablar; cada vez que se apodera de él, lo tira al suelo y el muchacho echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. Les he pedido a tus discípulos que lo expulsen, pero no han podido".
Jesús les contestó: "¡Gente incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportados? Tráiganme al muchacho". Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús se puso a retorcer al muchacho; lo derribó por tierra y lo revolcó, haciéndolo echar espumarajos.
Jesús le preguntó al padre: "¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?".
Contestó el padre: "Desde pequeño. Y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él. Por eso, si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos".
Jesús le replicó: "¿Qué quiere decir eso de 'si puedes'? Todo es posible para el que tiene fe".
Entonces el padre del muchacho exclamó entre lágrimas: "Creo, Señor; pero dame tú la fe que me falta".
Jesús, al ver que la gente acudía corriendo, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: "Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Sal de él y no vuelvas a entrar en él". Entre gritos y convulsiones violentas salió el espíritu.
El muchacho se quedó como muerto, de modo que la mayoría decía que estaba muerto. Pero Jesús lo tomó de la mano, lo levantó y el muchacho se puso de pie.
Al entrar en una casa con sus discípulos, éstos le preguntaron a Jesús en privado: "¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?".
Él les respondió: "Esta clase de demonios no sale sino a fuerza de oración y de ayuno".

El texto tiene probablemente como trasfondo la inquietud de la primitiva Iglesia por saber cómo va a poder continuar la obra del Señor y, concretamente, cómo debe enfrentar y vencer el mal del mundo.

El tema central es la contraposición entre el poder de Dios y la impotencia de los discípulos, la no-fe contrapuesta a la fe que todo lo puede, porque comunica a los hombres el poder de Dios. La Iglesia, mediante la fe y la escucha de la Palabra, se hace capaz de vencer el mal como Jesús. Identificada con el padre del niño enfermo, implora fervientemente al Señor la salud de sus hijos.

En el relato aparece Jesús luchando contra el mal hasta en su último reducto y bastión: el de la muerte. Y se pone de manifiesto el triunfo en la resurrección. El niño epiléptico es presentado como muerto. Su padre ve en la enfermedad de su hijo la acción de poderes mortíferos, contra los cuales los hombres no pueden hacer nada.

Los discípulos han recibido de Jesús el poder de expulsar demonios en su nombre, pero no han podido hacerlo. No han sabido cumplir su labor. El grupo entra en crisis: la impotencia que sienten proviene de su falta de fe. Algo semejante les ocurrió en la tempestad: Jesús dormía y ellos se morían de miedo. Es la situación de la Iglesia después de la resurrección. Es la situación que se vive de continuo: se atraviesa por un mal momento y Jesús duerme, está como ausente. La sensación de impotencia que ahí se genera sólo es superable con la fe que se traduce en oración.

Jesús se queja de la falta de fe. Generación incrédula y perversa… Les reprocha su falta de fe que conduce a idolatría. Quien no se fía de Dios se pervierte: se vuelve a los ídolos, pone su confianza en criaturas de las que no puede venirle la salvación, pervierte su orientación a Dios, fuente de todo bien, e intenta sustituirlo inútilmente con las cosas.

Si puedes… Es una oración defectuosa, insegura del poder de Dios para cambiar la situación. Concretamente, el padre del hijo epiléptico parece no saber que Jesús no puede quedarse sin hacer nada frente al dolor de la gente, que todo su ser se conmueve y se decide de inmediato a ayudar, sanar, liberar aun yendo en contra de tradiciones y reglamentos.

Todo es posible al que cree, le responde Jesús, animándolo a dar el paso de una fe condicionada a la fe incondicionada, a la oración perfecta, a la fe que trae consigo la victoria.

El padre del niño reacciona de inmediato, reconoce su limitación y suplica: Creo, pero ayuda mi incredulidad, aumenta mi fe. Es la oración perfecta. La fe lleva a liberarse del buscar seguridad ni en sí mismo ni en nada que no sea Dios solo. La fe lleva a asumir la propia debilidad para dejar actuar al poder de Dios. Pablo integra sus propias debilidades y flaquezas en una visión de fe en el poder de Cristo, que es capaz de actuar en él, y afirma: Gustosamente seguiré enorgulleciéndome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo …, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 9-10).

Esta es la paradoja: la fe, que parte de la debilidad reconocida y confesada, se hace fuerza de Dios. Es lo que los discípulos no tienen y deben pedirlo. Para que actúe la fuerza sanante, resucitadora (Jesús tomó de la mano al niño y lo levantó), hay que orar.

domingo, 20 de febrero de 2022

Homilía del VII Domingo del Tiempo Ordinario - Perdón a los enemigos (Lc 6, 27-38)

P. Carlos Cardó SJ

Reconciliación, pastel y acuarela sobre lienzo de Soichi Watanabe (siglo XX), reproducido en Arte cristiano en Asia 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman sólo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.
Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos.
Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados; den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos".

El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. Pero el cristiano sabe que practicarlo sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de fiarse del comportamiento de Jesús, que no sólo habló del perdón sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34).

El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros al respecto: Él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción de personas (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios para que procuremos en todo actuar como Él actúa: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está precisamente en la compasión y misericordia, que muestra a todos y le lleva a ir más allá de la justicia.

Por tanto, Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús y  se nos convierten en buena noticia y en principio seguro de actuación.

Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador.

Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar la importancia del valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, es no “tomarte la justicia por tu mano”, no practicar la ley del talión.

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, de enfado y de indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado.

La justicia de Jesús no consiste en restablecer la paridad, según la norma quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre le debe solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, que es hecha de misericordia, gracia y perdón. Esta justicia es la que nos lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de regeneración y de cambio.

Esta acertada intuición la tuvieron todos aquellos que, a ejemplo de Jesús, no permitieron que el mal hiciera presa de ellos y se negaron a devolver mal por mal, porque se aventuraron en “un camino que es más excelente que todos los demás”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios.

Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las  pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes y abusos, que la vida ordinaria trae consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

sábado, 19 de febrero de 2022

La transfiguración (Mc 9, 2-13)

 P. Carlos Cardó SJ

La transfiguración, óleo sobre lienzo de Carl Heinrich Bloch (1872) Museo de Historia Nacional, Hillerod, Dinamarca

En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte muy alto y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados.
Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo". En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí qué querría decir eso de "resucitar de entre los muertos".
Le preguntaron a Jesús: "Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías".
Él les contestó: "Si fuera cierto que Elías tiene que venir primero y tiene que poner todo en orden, entonces, ¿cómo está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Por lo demás, yo les aseguro que Elías ha venido ya y lo trataron a su antojo, como estaba escrito de él".

En el camino a Jerusalén, Jesús intenta fortalecer la fe de sus discípulos para que sean capaces de asumir el escándalo de su pasión.

Dice el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento dramático de su agoníapasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán testigos de una vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Hay un paralelismo antitético entre el pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte es el mismo Mesías que salva en la cruz; y que lo que lo que descubrieron de Jesús después de su muerte, ya estaba en Él durante su vida.

En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios, porque Dios se ha hecho hombre y, por eso, es en la realidad humana donde se puede descubrir la divinidad.

¿Qué ocurre en la transfiguración? Se trata de una experiencia determinada vivida por los apóstoles, que les hizo capaces de descubrir la presencia de lo divino en la humanidad de Jesús. De forma inesperada, ven que se les revela esa indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante el misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra  más elocuente es el silencio.

Se les aparecieron Elías y Moisés. Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías) y como el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo.

Sobrecogido por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la pasión. Quiere prolongar la visión y el gozo, quiere la gloria pero no es capaz de verla en la cruz que su maestro anuncia; por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…

Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo el su cruz.

¿Qué nos dice hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Tenemos, en primer lugar, el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí recibe de Él la Ley grabada en piedra. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada con su sangre.

Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo. Pero encontrarse con Él en la realidad de cada día, en la propia persona y en la de los prójimos. Ahí hay que descubrirlo. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel. Y significa también subir a una visión más alta de las cosas, que nos haga capaces de ver la presencia de Dios en todo.

Como Pedro, el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los aspectos más agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso práctico de la fe. Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se libra la historia de la vida y de la muerte de los hombres, guardando en el corazón la experiencia del amor del Padre, que nos sostiene.

La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo.

La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su voz resuena en la vida de todos los días. La presencia de lo divino es constante en toda la realidad creada, pero sobre todo en la realidad humana. En el bautismo, Dios estableció, por así decir, su presencia constante en nuestra vida humana de manera pública y solemne. Allí él también dijo de cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo -mi hija- amado. El que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros.

Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será de día.