martes, 8 de febrero de 2022

Doctrina de lo puro y de lo impuro (Mc 7, 1-13)

 P. Carlos Cardó SJ

La fiesta en casa de Leví, detalle del óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1573), Galería de la Academia, Venecia

Los fariseos se juntaron en torno a Jesús, y con ellos había algunos maestros de la Ley llegados de Jerusalén. Esta gente se fijó en que algunos de los discípulos de Jesús tomaban su comida con manos impuras, es decir, sin habérselas lavado antes. Porque los fariseos, al igual que el resto de los judíos, están aferrados a la tradición de sus mayores, y no comen nunca sin haberse lavado cuidadosamente las manos. Tampoco comen nada al volver del mercado sin antes cumplir con estas purificaciones. Y son muchas las tradiciones que deben observar, como la purificación de vasos, jarras y bandejas.
Por eso los fariseos y maestros de la Ley le preguntaron: «¿Por qué tus discípulos no respetan la tradición de los ancianos, sino que comen con manos impuras?».
Jesús les contestó: «¡Qué bien salvan ustedes las apariencias! Con justa razón profetizó de ustedes Isaías cuando escribía: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me rinden de nada sirve; las doctrinas que enseñan no son más que mandatos de hombres. Ustedes descuidan el mandamiento de Dios por aferrarse a tradiciones de hombres».
Y Jesús añadió: «Ustedes dejan tranquilamente a un lado el mandato de Dios para imponer su propia tradición. Así, por ejemplo, Moisés dijo: Cumple tus deberes con tu padre y con tu madre, y también: El que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte. En cambio, según ustedes, alguien puede decir a su padre o a su madre: «Lo que podías esperar de mí es "consagrado", ya lo tengo reservado para el Templo».
Y ustedes ya no dejan que esa persona ayude a sus padres. De este modo anulan la Palabra de Dios con una tradición que se transmiten, pero que es de ustedes. Y ustedes hacen además otras muchas cosas parecidas a éstas».

El texto evangélico de hoy presenta una de las polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la auténtica religión. El pueblo judío, como casi todos los pueblos de la tierra, incurría en la tendencia a reducir la religión a los ritos, ceremonias y prácticas exteriores, con las que se creía poder contentar a Dios, pero sin animarse a darle lo que Él más quiere: el propio corazón.
Los fariseos, grupo muy influyente, y los letrados de Jerusalén, “maestros de la ley”, eran los que interpretaban lo puro e impuro, lo lícito o lo ilícito, conforme a una serie de normas extraídas sobre todo del libro del Levítico (caps. 11-15). Estos fanáticos defensores de la ley habían transformado la religión en una moral de preceptos menudos que pervertía los mandamientos dados por Dios a Moisés, y llegaba a reglamentar las tareas más simples y ordinarias de la vida doméstica como el lavarse las manos o purificar vasos, jarros y bandejas. Siempre el culto (liturgia) y las prácticas escrupulosas de la moral han servido de pantalla para escamotear las verdaderas exigencias de la fe.

En el Antiguo Testamento abundan las advertencias de los profetas contra esta pretensión humana de manipular lo divino y reducir la religión a normas externas y ceremonias sin práctica de la justicia. Es verdad que la pureza exigida en el Levítico para la celebración del culto podía ser símbolo de la pureza moral, pero casi siempre la exigencia de la pureza se reducía a lo externo. Por eso Jesús no duda en criticar la hipocresía de los fariseos, que se presentan como hombres piadosos, fieles cumplidores de los deberes religiosos, pero viven pendientes de obras de escaso valor, creyendo que con ello agradan a Dios. A ellos les dirige las palabras de Isaías: Así dice el Señor: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, pura rutina (Is 29, 13).

Jesús mantiene y profundiza el espíritu de la Ley, pero aboga por una pureza interior, que se manifiesta en una vida conformada por entero con la voluntad de Dios. Declara que es una hipocresía la religiosidad basada en puras normas y tradiciones (cf. Mt 6, 7), inventadas por los hombres, que no pueden estar por encima del amor a Dios y a los prójimos. Por eso denuncia: Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, y siguen las tradiciones de los hombres.

Un ejemplo evidente de este mal proceder lo ve Jesús en la supresión del mandamiento de honrar padre y madre por la práctica del corbán (ofrenda sagrada), sobre la cual hace caer la maldición divina. El corbán era un juramento en virtud del cual el judío podía declarar que sus bienes o parte de ellos quedaban destinados a ser ofrenda para el sostenimiento del templo y, por ello, ya no podía usarlos para atender las necesidades de sus padres, por muy necesitados que estuvieran, aunque él sí podía seguir usándolos hasta su propia muerte si así lo deseaba.

Así, pues, como esa destinación piadosa de los bienes podía no concretarse, la norma del corbán se convertía en la práctica en una ficción, de la que se valían quienes querían vengarse de sus padres o desentenderse de sus necesidades. Los fariseos defendían este juramento aun sabiendo que significaba poner totalmente de lado el mandamiento dado por Dios. Para ellos, lo relativo al culto y al templo estaba por encima de las obligaciones del amor a los padres. Para Jesús, amor a Dios y amor al prójimo son indisociables; no se dan el uno sin el otro. Por eso, se pervierte la Palabra de Dios si se la interpreta contra el amor.

La nueva ley que Cristo escribe e imprime en nuestros corazones por el Espíritu Santo, consiste en amar a los demás como Él nos ha amado, privilegiando a los pobres y a los humildes. En esto consiste la «religión pura y sin mancha a los ojos de Dios nuestro Padre», dice el apóstol Santiago (Sant 1,27). Y San Juan es enfático al afirmar que la ley del amor constituye el criterio de verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no amas a tu hermano a quien ves? (cf. 1 Jn 4,20). 

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