sábado, 19 de febrero de 2022

La transfiguración (Mc 9, 2-13)

 P. Carlos Cardó SJ

La transfiguración, óleo sobre lienzo de Carl Heinrich Bloch (1872) Museo de Historia Nacional, Hillerod, Dinamarca

En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte muy alto y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados.
Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo". En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí qué querría decir eso de "resucitar de entre los muertos".
Le preguntaron a Jesús: "Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías".
Él les contestó: "Si fuera cierto que Elías tiene que venir primero y tiene que poner todo en orden, entonces, ¿cómo está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Por lo demás, yo les aseguro que Elías ha venido ya y lo trataron a su antojo, como estaba escrito de él".

En el camino a Jerusalén, Jesús intenta fortalecer la fe de sus discípulos para que sean capaces de asumir el escándalo de su pasión.

Dice el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento dramático de su agoníapasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán testigos de una vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Hay un paralelismo antitético entre el pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte es el mismo Mesías que salva en la cruz; y que lo que lo que descubrieron de Jesús después de su muerte, ya estaba en Él durante su vida.

En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios, porque Dios se ha hecho hombre y, por eso, es en la realidad humana donde se puede descubrir la divinidad.

¿Qué ocurre en la transfiguración? Se trata de una experiencia determinada vivida por los apóstoles, que les hizo capaces de descubrir la presencia de lo divino en la humanidad de Jesús. De forma inesperada, ven que se les revela esa indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante el misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra  más elocuente es el silencio.

Se les aparecieron Elías y Moisés. Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías) y como el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo.

Sobrecogido por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la pasión. Quiere prolongar la visión y el gozo, quiere la gloria pero no es capaz de verla en la cruz que su maestro anuncia; por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…

Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo el su cruz.

¿Qué nos dice hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Tenemos, en primer lugar, el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí recibe de Él la Ley grabada en piedra. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada con su sangre.

Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo. Pero encontrarse con Él en la realidad de cada día, en la propia persona y en la de los prójimos. Ahí hay que descubrirlo. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel. Y significa también subir a una visión más alta de las cosas, que nos haga capaces de ver la presencia de Dios en todo.

Como Pedro, el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los aspectos más agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso práctico de la fe. Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se libra la historia de la vida y de la muerte de los hombres, guardando en el corazón la experiencia del amor del Padre, que nos sostiene.

La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo.

La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su voz resuena en la vida de todos los días. La presencia de lo divino es constante en toda la realidad creada, pero sobre todo en la realidad humana. En el bautismo, Dios estableció, por así decir, su presencia constante en nuestra vida humana de manera pública y solemne. Allí él también dijo de cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo -mi hija- amado. El que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros.

Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será de día. 

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