lunes, 28 de febrero de 2022

El desprendimiento de la riqueza (Mc 10, 17-30)

 P. Carlos Cardó SJ

El don de la caridad, óleo sobre lienzo de Ferdinand Georg Waldmüller (1865), Museo Histórico de la Ciudad de Viena, Austria
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?".
Jesús le contestó: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a tu madre".

Entonces él le contestó: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven".
Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme".
Pero al oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes.
Jesús, mirando a su alrededor, dijo entonces a sus discípulos: "¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!".
Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras; pero Jesús insistió: "Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios".
Ellos se asombraron todavía más y comentaban entre sí: "Entonces, ¿quién puede salvarse?".
Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: "Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible".

Este pasaje corresponde al encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20), y que no se animó a seguirlo porque estaba atado a su riqueza. Este personaje le pregunta a Jesús: qué debo hacer para alcanzar la vida eterna. Para los judíos esto era lo mismo que preguntar cómo poder ser feliz antes y después de la muerte.

Jesús le responde poniéndole la primera condición: cumplir los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo: no mates, no seas adúltero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. Los que tienen que ver con el amor a Dios, (amarlo sobre todo, no jurar su nombre en vano, santificar las fiestas) los deja para después y los definirá como seguirlo a Él: ¡ven y sígueme!

Pero como el joven replica diciendo que todo eso lo ha cumplido desde niño, Jesús le propone el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– luego ven y sígueme. Lo importante no es el vender y repartir sino hacer que Dios sea su verdadero tesoro. Si no es así, la persona no será libre, seguirá apegada a sus cosas y las seguirá ambicionando como lo más importante en la vida por la seguridad que le dan y porque seguirá creyendo que gracias a ellas logrará la felicidad perfecta.

Pero la máxima seguridad y felicidad sólo la da Dios. Si la persona tiene demasiado dinero y sigue centrada en sí misma sin pensar en los demás, no importa lo que compre, coma o beba, al final nada le va a llenar, nada ni nadie le va a asegurar la vida, y los que la rodean y deciden por ella no sabrán al final para qué le sirve su dinero…  Mientras siga centrada en sí misma, no puede alcanzar la meta. Y su vida, ¿habrá servido para algo?, ¿será digna, imitable?

Obviamente no se puede pensar que el pobre va a tener un final mejor simplemente por no tener dinero… Y pensar que los ricos están condenados y los pobres están salvados es demagogia sin sentido. El hecho de tener o no tener bienes materiales no es lo significativo. El que no tiene nada puede estar más apegado a los bienes que ambiciona, que el rico que los posee en abundancia. Tanto el pobre como el rico tendrán que poner su confianza en Dios, ver en Él su seguridad plena y su felicidad, no en el dinero y en las cosas. Ambos, el pobre y el rico no pueden pasarse la vida pensando en tener, poseer, ganar más… Eso no es vivir con dignidad.

El hecho es que el joven puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes, que le habían agarrado el corazón y le hicieron imposible seguir a Jesús. Entristecido por la reacción del joven, Jesús dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas!

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados, protestaron. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios. Lo que quiere decir con este lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es que el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre, hacerlo insensible a las necesidades de los demás, llevarlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios.

Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción, sea cual sea su religión o aunque no sean creyentes. ¿Acaso no es el dinero la causa de la mayoría de las corrupciones que afectan tanto a todos los países? ¿Acaso no es por el dinero que los hombres pierden hasta su honor y exponen aun a su propia familia a las desgracias más lamentables? Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante.  

Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho egoísta. Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, en especial de los necesitados, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. Sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando al ídolo de la riqueza se puede vivir la alegría de una vida honesta, anticipo del gozo pleno y eterno del Reino.

Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Esa es la clave. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió ya en los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el ansia de dinero. 

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