P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se fue Jesús al territorio de Judea y Transjordania, y de nuevo se le fue acercando la gente; él los estuvo enseñando, como era su costumbre.
Se acercaron también unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?".
Él les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?".
Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa".
Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza
del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo
hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a
su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una
sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".
Ya en casa, los discípulos le volvieron a
preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su
esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se
divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio".
En la Biblia, desde el Génesis, la relación del hombre y de la
mujer aparece encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda
mutua: No está bien que el hombre esté
solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gén 2, 20-23),
lo cual excluye cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder
y a las necesidades del otro.
Sin embargo, en la cultura judía se afirmaba la superioridad del
varón sobre la mujer, y se la refrendaba con la ley de Moisés que concedía al hombre
el derecho de divorciarse. Basados en esto, los fariseos ponen a prueba a Jesús
preguntándole qué piensa de esto. Jesús responde, en primer lugar, haciendo ver
que Moisés permitió el divorcio por la dureza
del corazón del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los
planes divinos y le llevaba a la actitud parcial y legalista de contentarse con
lo que señala la ley y sin aspirar a ideales más altos de amor y de servicio. En
segundo lugar, basándose en el Génesis (2,
24), Jesús hace ver que la norma de Moisés sobre el divorcio había sido un añadido posterior, que
no concuerda con el plan original del Creador sino que parte de conveniencias
humanas egoístas.
De
este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y
de la igualdad del hombre y mujer. Por el matrimonio forman una sola carne,
que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente
por Dios: Por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La
conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas.
La
respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse
del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía
en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo
(19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les
responde: No todos pueden con eso, sino
sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor
nunca los abandona y que lo que
resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.
Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar
porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar
su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el
ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante
los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o
hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio.
Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de
la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las
mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas. Pero aunque esto sea verdad,
y sean tan frecuentes los fracasos, la conclusión no puede ser no casarse o
casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad
divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido.
Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras
dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor
cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor
13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el
punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo
“normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles
abandonos, rupturas, variables y sucedáneos.
En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada
que desconfía de la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se
puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del
desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la fidelidad se ve sólo como
una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la
indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda
persona casada.
La indisolubilidad no es ley sino evangelio, es la buena noticia
de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los
límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo
que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que
puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.
Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no
formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Sólo una
libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona
sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. El evangelio nos
abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de
crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para
seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun
cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Ella
no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos
anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a
este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de
superar las crisis.
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