P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia: "Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva".
Jesús se fue con él, y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.
Entre la gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.
Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y les preguntó: "¿Quién ha tocado mi manto?".
Sus discípulos le contestaron: "Estás viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: '¿Quién me ha tocado?' ".
Pero él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido.
Entonces se acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se postró a sus pies y le confesó la verdad.
Jesús la tranquilizó, diciendo: "Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad".
Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: "Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?".
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: "No temas, basta que tengas fe". No permitió que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los llantos y los alaridos que daban.
Entró y les dijo: "¿Qué significa tanto llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida". Y se reían de él.
Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: "¡Talitá, kum!", que significa: "¡Óyeme, niña, levántate!".
La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mandó que le dieran de comer a la niña.
Se trata de dos mujeres, que además de la exclusión
de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, padecían la impureza que su
enfermedad les transmitía a ellas y a quien las tocase. Pero nada de ello fue
impedimento para que Jesús las tratara con una solicitud cargada de sentimiento.
Sin temer el ser criticado por transgredir normas y prejuicios, Jesús rompió –en
éste y en otros casos– con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato
solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban
su proximidad.
La primera mujer del relato lleva doce años padeciendo una larga
enfermedad, que los médicos no han podido curar. En la cultura hebrea la sangre
es la vida (Gen 9, 4-5). La mujer
pierde sangre, se le va la vida. Representa toda situación crítica de la que el
creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y
lo sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la
edad del noviazgo; pero está enferma de muerte. Esta niña-mujer, por ser, además,
hija de Jairo, jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Israel, que la
Biblia presenta como la esposa de Yahvé.
Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que
sufre de hemorragias. Tiene una enfermedad que la hace impura desde el punto de
vista legal (Lev 15, 19-24) y la
obliga a permanecer apartada el tiempo que dure su hemorragia porque vuelve
impuro lo que toque. Humillada física y moralmente, la pobre mujer sólo puede acercarse
a Jesús desde atrás, sin dejarse ver,
sin poder tocar. Experiencias similares pueden darse en el camino de la fe: sucede
algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana.
Su fe entonces sólo logra expresarse como el deseo de que Dios la tenga en
cuenta, como dice el Salmo 80: Vuelve a
nosotros tu rostro y seremos salvos.
¿Quién
me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No
es un reproche, es una invitación: la fe de la mujer tiene que hacerse pública.
Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa… se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle
toda su verdad es poner su vida en manos del Señor, reconocer que no hay nada
oculto entre los dos, y dejar que Él disponga las cosas según su voluntad. Por
eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con afecto: Hija, tu fe te ha salvado.
Vete en paz, estás liberada de tu mal.
Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la
sinagoga que su hija ha muerto: ¿Para qué
seguir molestando al Maestro? Jairo ya había expresado su fe, pero el
anuncio que le traen hace que le sobrecoja el miedo a la muerte, la sensación
de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo reanima: No tengas miedo, basta con que sigas
creyendo.
Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido
cristiano de la muerte. Jesús le quita dramatismo, le arranca su aguijón (como
dice san Pablo en 1Cor 15,55), la reduce a un sueño: la niña no está muerta, está dormida. El mensaje de su victoria
sobre la muerte ha de ser comunicado a “los que se afligen como quienes no
tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y que
en el relato aparecen simbolizados en el tumulto, el llanto y los gritos en la
casa mortuoria.
Jesús, entonces, tomó la
mano de la niña y la sacó del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kumi (que significa: Muchacha,
a ti te hablo, levántate). Conviene advertir que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa
también ¡Resucita!, y es el verbo que
se emplea en los relatos de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de ustedes a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6).
La
niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor,
con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8):
temor y desconcierto. Y les mandó que le
dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar... A lo que Dios hace en nuestro favor,
corresponde nuestra colaboración.
Todos
podemos vernos en situaciones extremas en las que ya nada se puede hacer. Las
palabras de Jesús a Jairo: No tengas
miedo, basta con que sigas creyendo, nos ayudarán a no dejarnos dominar por
el miedo y la desesperación. Sabremos infundir ánimo a quien lo necesita.
Procuraremos, además, que “que la Iglesia sea un recinto de paz, de justicia y
de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.
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