P. Carlos Cardó SJ
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!".
San
Lucas, que escribe a cristianos no
judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita
de María a Isabel darles a conocer el
significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, confiere
a los personajes del relato un carácter de símbolo de la relación que tiene el
Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace
que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo
reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve
cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se
saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la
humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en
María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
Se ven también en el pasaje las dos actitudes más
características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de
prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos
casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con
ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en
lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta
a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y
“el niño que llevaba en su seno saltó de
gozo”.
¡Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María. Bendita entre las mujeres era el saludo de
Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la
victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el caso de Yael en el libro de los
Jueces, cap. 4-5,
y el de Judit, cap.13).
María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el
enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva,
que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis
(cap. 3).
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es
la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando
diga: ¡Bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la
función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación
realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres
creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre
y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Al
oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó
luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de
alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser
mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de alabanza.
Ella
es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus
méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al
darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en
recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder
y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el
misericordioso.
El
cántico de María, el Magníficat, se
sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo
poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal,
cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la
fidelidad del amor de Dios. El Magníficat es también una síntesis de la
historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes,
a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con
el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en
alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa
a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los
humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.
María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat,
como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de
María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal
y en la historia de la humanidad.