lunes, 31 de mayo de 2021

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó SJ

La visitación, óleo sobre tabla transferido a tela de Giulio Romano (1517 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España 

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!".

San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita de María a Isabel darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, confiere a los personajes del relato un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el caso de Yael en el libro de los Jueces, cap. 4-5, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de alabanza.

Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso.

El cántico de María, el Magníficat, se sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. El Magníficat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.

María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios  en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

domingo, 30 de mayo de 2021

Homilía de la fiesta de la Santísima Trinidad - En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ

Adoración de la Santísima Trinidad, óleo sobre lienzo de Johann Heinrich Schönfeld (1647 – 1649), Museo del Louvre, París, Francia

Por su parte, los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban.

Jesús se acercó y les habló así: "Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia".

Jesús, antes de partir, envió a sus apóstoles a todo el mundo para hacer discípulos de todas las gentes y bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu Santo. Esta invocación del triple nombre afirma que los bautizados reciben la fe en Cristo, experimentan la infusión del Espíritu por el cual renacen a una nueva vida de hijos e hijas de Dios, que es Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro. La mención de las tres personas que hace san Mateo en este texto de su evangelio no implicaba aún el dogma trinitario, que se desarrolló más tarde, pero permite ver que ya en los primeros cristianos actuaba la fe en el misterio de Dios Trinidad.

“Misterio”, en lenguaje cristiano, no es una suerte de enigma que no se puede comprender. Es una verdad revelada, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenos a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad.

El misterio de la Trinidad nos dice que Dios no es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es comunidad y relación. La expresión de San Juan: Dios es amor pone justamente de relieve la relación interna que constituye el ser de Dios: el que  ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo). Y como hemos sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios y de hermanos y hermanas entre nosotros.

Guiados por los profetas, Israel fue intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación.

Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la ley moral. Y también por inspiración de los profetas, llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, llega a plenitud el conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Él, difícilmente habríamos podido conocer que Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se nos hace presente al modo humano; y como el Espíritu Santo, que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que Él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con Él la más absoluta confianza: mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2).

Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo como lo había prometido a los apóstoles. Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por él formamos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Este es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea comunidad.

De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando comunidad. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar.

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.

sábado, 29 de mayo de 2021

Controversia con los jefes judíos (Mc 11, 27-33)

P. Carlos Cardó SJ

El gran sanedrín en sesión, grabado publicado en la Enciclopedia Británica, siglo XIX 

Volvieron a Jerusalén, y mientras Jesús estaba caminando por el Templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y las autoridades judías, y le preguntaron: «¿Con qué derecho has actuado de esa forma? ¿Quién te ha autorizado a hacer lo que haces?».

Jesús les contestó: «Les voy a hacer yo a ustedes una sola pregunta, y si me contestan, les diré con qué derecho hago lo que hago. Háblenme del bautismo de Juan. Este asunto ¿venía de Dios o era cosa de los hombres?».

Ellos comentaron entre sí: «Si decimos que este asunto era obra de Dios, nos dirá: Entonces, ¿por qué no le creyeron?». Pero tampoco podían decir delante del pueblo que era cosa de hombres, porque todos consideraban a Juan como un profeta. Por eso respondieron a Jesús: «No lo sabemos».

Y Jesús les contestó: «Entonces tampoco yo les diré con qué autoridad hago estas cosas».

La estadía de Jesús en Jerusalén está cargada de enfrentamientos y polémicas con los dirigentes judíos. Sus adversarios se ubican en el templo, lugar santo que ellos han convertido en lugar de comercio y de ejercicio de una autoridad abusiva. Forman tres grupos, sobre los cuales el evangelista Marcos hará caer la mayor responsabilidad en la muerte de Jesús: los sumos sacerdotes, los escribas o doctores de la ley y los ancianos. Los tres grupos constituyen el Sanedrín, asamblea suprema de la nación judía. Los primeros son los jefes del templo, los escribas son juristas y guías del pueblo y los ancianos son personas respetables que participan por derecho del Sanedrín.

En varias ocasiones, directamente o por medio de enviados suyos, han interpelado a Jesús sobre lo que enseña al pueblo y las acciones que hace; les irrita el modo como maneja las traiciones antiguas y que se atreva a violar el descanso del sábado por atender las necesidades de la gente, sobre todo de los enfermos. En esta ocasión lo interpelan sobre su autoridad, le exigen que acredite quién le ha nombrado para las funciones que desempeña, que muestre, por así decir, sus credenciales.

Es muy probable que lo que más ira les ha causado sea la expulsión de los mercaderes del templo que Jesús ha realizado poco antes. Fue una acción profética, simbólica. Con ella Jesús purificó el templo y lo declaró casa de oración abierta a todos. Al hacerlo, se puso en la línea de los grandes profetas Amós, Miqueas, Jeremías, que criticaron la religiosidad de su tiempo, fueron hostigados por sus representantes oficiales y dieron su vida por la verdadera religión. Pero además los sumos sacerdotes se enardecen contra Jesús porque desenmascara el comercio que mantienen en el templo con la venta de los animales para los sacrificios y el pago de impuestos para el santuario.

¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?, le preguntan. Jesús les responde con otra pregunta, como solían hacer los rabinos en sus discusiones, y deja al descubierto la mala intención de sus interlocutores. Los pone en un aprieto. El bautismo de Juan ¿era del cielo?, respóndanme. Al no querer responder, quedan obligados a admitir la santidad del bautismo de Juan y a tener que reconocer igualmente que la obra de Jesús es de origen divino. Han sido más que suficientes las enseñanzas que Él ha impartido y los signos que ha realizado para darse cuenta de su identidad de enviado; pero el reconocimiento de esta identidad implica un grave riesgo para ellos pues les desestabiliza su seguridad, el poder que detentan y las riquezas que han acumulado.

En suma, Jesús desinstala, quien reconoce a Jesús como lo que es, enviado del Padre, sabe que su vida debe cambiar y, sobre todo, debe despojarse de sus falsas seguridades e intereses personales ilícitos y no intentar defenderse con la respuesta de los jefes judíos: No sabemos…Ocurre así muchas veces cuando no se está dispuesto a arriesgar la posición o ganancia lograda para mantener los valores en los que se cree. La raíz de toda incredulidad práctica está en el miedo al riesgo y a las consecuencias que puede traer una conducta honesta. Creer es vivir con transparencia y rectitud.

viernes, 28 de mayo de 2021

La higuera estéril y la purificación del templo (Mc 11, 11-26)

P. Carlos Cardó SJ

Jesús expulsa a los mercaderes del templo, acuarela de Ivanov Alexander Andreyevich (1824), galería Tretyakov, Moscú, Rusia

Después de haber sido aclamado por la multitud, Jesús entró en Jerusalén, fue al templo y miró todo lo que en él sucedía; pero como ya era tarde, se marchó a Betania con los Doce.

Al día siguiente, cuando salieron de Betania, sintió hambre. Viendo a lo lejos una higuera con hojas, Jesús se acercó a ver si encontraba higos; pero al llegar, sólo encontró hojas, pues no era tiempo de higos. Entonces le dijo a la higuera: "Que nunca jamás coma nadie frutos de ti". Y sus discípulos lo estaban oyendo.

Cuando llegaron a Jerusalén, entró en el templo y se puso a arrojar de ahí a los que vendían y compraban; volcó las mesas de los cambiaban el dinero y los puestos de los que vendían palomas; y no dejaba que nadie cruzara por el templo cargando cosas. Luego se puso a enseñar a la gente, diciéndoles: "¿Acaso no está escrito: Mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".

Los sumos sacerdotes y los escribas se enteraron de esto y buscaban la forma de matarlo; pero le tenían miedo, porque todo el mundo estaba asombrado de sus enseñanzas. Cuando atardeció, Jesús y los suyos salieron de la ciudad.

A la mañana siguiente, cuando pasaban junto a la higuera, vieron que estaba seca hasta la raíz. Pedro cayó en la cuenta y le dijo a Jesús: "Maestro, mira: la higuera que maldijiste se secó".

Jesús les dijo entonces: "Tengan fe en Dios, les aseguro que si uno dice a ese monte: ‘Quítate de ahí y arrójate al mar’, sin duda en su corazón y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso les digo: Cualquier cosa que pidan en la oración, crean ustedes que ya se la han concedido, y la obtendrán. Y cuando se pongan a orar, perdonen lo que tengan contra otros, para que también el Padre, que está en el cielo, les perdone a ustedes sus ofensas; porque si ustedes no perdonan, tampoco el Padre, que está en el cielo, les perdonará a ustedes sus ofensas".

El episodio de la higuera estéril y el de la purificación del templo aparecen unidos en el evangelio de Marcos. La razón es que el templo material daba al judío la falsa seguridad de su salvación. Se llenaban de orgullo exclamando: ¡Ah, el templo del Señor! ¡Ah, el templo del Señor! Les gustaba celebrar en él ceremonias solemnes y sacrificios costosos, pero al mismo tiempo se lo profanaba con toda clase de injusticias y se llevaba una vida de espaldas a los valores que en el templo se proclamaban. Por esta razón, esa religiosidad centrada en el templo no ha dado frutos, es la hojarasca engañosa de la higuera que esconde su esterilidad.

Jesús recurre a una acción simbólica que lo presenta como el Mesías-Rey que juzga. La higuera que es Israel y el judaísmo oficial no ofrecen los frutos deseados y engañan a la gente, por eso merecen la condena de Jesús.

Al día siguiente, los discípulos vieron que la higuera se había secado. Jesús aprovecha la ocasión para instruirlos sobre la fe verdadera, que se expresa en la oración auténtica y el perdón, frutos que estaban ausentes en la religiosidad de Israel. Es la razón por la que Jesús, haciendo uso de su autoridad mesiánica realiza a continuación, según Marcos, el gesto simbólico de purificar el templo y el culto: Mi casa es casa de oración para todos los pueblos. Ustedes sin embargo la han convertido en cueva de ladrones.

Juan (2, 13-22) sitúa el episodio al comienzo, en una fiesta de pascua. Es más prolijo en detalles descriptivos. Habla del látigo que hace Jesús y del trato que da a unos vendedores y a otros. Y, sobre todo, incluye la profecía: Destruyan este templo y en tres días lo levantaré de nuevo.

Sea como fuere, no es un simple arrebato de ira. Jesús adopta la actitud valiente de los profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia y dado su vida por la verdadera religión. Su conciencia crítica lo lleva a denunciar aquella perversión insoportable que consiste en usar a Dios para lucrar y oprimir. Por eso, el templo es vez de reflejar la gloria de Dios, se ha convertido en una cueva en la que se rinde culto a Mammon, el dios del dinero, que sustituye a Dios. Por eso Jesús tiene que purificarlo y llenarlo de la gloria que resplandece en su persona y en su palabra. Así aparece Jesús como el verdadero templo del Dios-con-nosotros, que hace entrar en comunión con Dios.

Sólo después de la resurrección los discípulos llegarán a entender que el templo de piedra podía caer (como de hecho cayó el año 70), pero que el cuerpo de Cristo, destruido en la cruz, pero resucitado y levantado por Dios, es el templo nuevo en el que habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2,9). Cristo resucitado es el lugar definitivo de la presencia de Dios en su pueblo, santuario de la auténtica adoración en espíritu y en verdad (Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.

La actuación de Jesús en el templo será la causa de su muerte. Su palabra acerca de la destrucción del templo será el motivo de su condena. Jesús es perseguido por los poderosos. Pero a diferencia de los poderosos, el pueblo sencillo le escucha. Quien escucha la Palabra y la pone en práctica, se convierte en piedra vida del nuevo templo. San Pedro dirá: Ustedes como piedras vivas, van construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe 2,4-5).

La comunidad eclesial es “el nuevo templo”. Y la ofrenda de nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio espiritual agradable a Dios (Rom 12,1-3). El simbolismo de la higuera vale, pues, también para nosotros: el mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros una higuera, destinada a dar fruto.  

jueves, 27 de mayo de 2021

La cena del Señor (Mc 14, 22-25)

 P. Carlos Cardó SJ

La última cena, óleo sobre lienzo de Jacopo Tintoretto (1592 – 1594), Monasterio de San Jorge, Venecia, Italia

"Durante la comida Jesús tomó pan, y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomen; esto es mi cuerpo».

Tomó luego una copa, y después de dar gracias se la entregó; y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por una muchedumbre. En verdad les digo que ya no beberé más del fruto de la vida hasta  el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios ».

Este texto eucarístico de Marcos termina con la solemne afirmación: Les digo en verdad (amén, amén, yo les digo) que ya no beberé más del fruto de la vida hasta  el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. Esta frase hacía ver a los primeros cristianos que cuando se reunían para partir juntos el pan y beber juntos el vino, no solamente recordaban la muerte del Señor, sino que comían realmente su cuerpo y bebían su sangre, es decir, unían íntimamente sus personas a la de Él, se creaba una verdadera comunión con Dios y entre ellos, cuya plenitud se alcanzará al final de los tiempos, cuando venga el reinado de Dios sobre todo lo creado.

Los evangelios sinópticos y Pablo concuerdan en la intención de hacer ver a los cristianos de las futuras generaciones que Jesús por las acciones y palabras que empleó en su última cena, interpretó su muerte como la culminación del plan de salvación que había recibido de su Padre, y que Él había querido cumplir plenamente por amor a sus hermanos. En su cena pascual Jesús piensa en su muerte inminente y la pone en relación con todo lo que ha enseñado y con el significado central de su propia existencia, que es su propia entrega por la vida del mundo.

Al mismo tiempo, la cena del Señor se realiza en una situación cargada de expectativa. Hay allí un Jesús que piensa en el reino. Por eso, entiende y plantea la cena en términos escatológicos, como la anticipación de la alegría definitiva en el reino de su Padre.

Y es también una situación cálidamente familiar y fraterna: Jesús está reunido con el grupo de sus íntimos, con aquellos que han perseverado con Él en sus prueba, y a los que quiere mantener unidos a Él y entre sí, pase lo que pase. Por eso la celebración de su cena por los cristianos será constitutiva de la comunidad, en todos sus aspectos: porque une en comunión a los hermanos entre sí y con Cristo, porque es signo de su reino por venir y porque es también señal o instrumento de su presencia y de su obra salvadora en la historia. La eucaristía hace a la Iglesia.

La cena de Jesús puede enmarcarse en el contexto de las comidas comunitarias que tuvo durante su vida con gente de todo tipo de procedencia. Se ven en ella puntos de contacto con las formas habituales de comer propias de los judíos, en especial la de los banquetes festivos y, más concretamente, la de la cena de pascua. En dichos banquetes son esenciales los elementos siguientes: la pertenencia mutua y la religación personal de los comensales por la afirmación y vivencia de su pertenencia al pueblo escogido, la acción de gracias por la liberación, la apertura de principio a todos los alejados y el deseo de la reunión de todos los hijos de Dios dispersos. Por todo ello, esos banquetes eran “signo” precursor del incipiente reinado final de Dios. Pero estos datos, aunque ilustrativos, no bastan por sí solos para explicar lo que Jesús quiso hacer en su Cena.

Por eso, cuando los evangelios relatan la última cena, dan una descripción que incluye ya el modo cómo la primitiva Iglesia celebraba la liturgia eucarística. Subrayan como lo central la bendición del pan: Tomó el pan; pronunció la bendición y la acción de gracias sobre el cáliz: Pronunció la acción de gracias (Mt 26,26s; Mc 12, 22; 27; Mc 14, 23). Omiten la cena ritual judía y dan relieve a los dos momentos de la entrega y comunión del pan y del vino. Hacen ver así (y Pablo lo afirma con toda claridad en 1 Cor 11, 23-26) que la cena, unida inseparablemente a la cruz del Señor, es una comida sacrificial, un signo de la nueva alianza de Dios con nosotros y un sacramento de comunión.

En la cena del Señor, la antigua celebración de la liberación nacional se convierte en la conmemoración de una la nueva liberación; la comida del cordero se sustituye por la comida de su propio cuerpo y la bebida de su sangre. Con esto, dejó a su Iglesia una comida que es acción de gracias y sacrificio al mismo tiempo. Y todo a través de unos actos sencillos: ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino, y unas sencillas palabras: Esto es mi cuerpo..., esto es mi sangre.

Sin embargo, en su misma sencillez, sintetizan mucho más de lo que un cristiano puede experimentar de una vez: el recuerdo de la despedida de Jesús, la actualización del sacrificio de su vida, la acción de gracias por lo que hace por nosotros, la expectación de su reinado, y la comunión fraterna, fundamento esencial de la iglesia.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

P. Carlos Cardó SJ

Dios padre con el Espíritu Santo, vitral de la Iglesia Católica del Espíritu Santo, Lubock, Texas, Estados Unidos

En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer. Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana».

Este trozo del evangelio de San Mateo consta de dos partes. La primera contiene el llamado grito de júbilo de Jesús (11,25-27). Hay quien afirma que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios sinópticos. La segunda parte se centra en la invitación de Jesús a participar en su experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas y mandatos. (11,28-30).

En la primera parte tenemos una típica oración de Jesús a su Padre. Resalta la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea, esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su padre. Abbá, con esta palabra tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha, Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une a su padre. Con ella también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.

Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.

La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.

Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.

En ese contexto, dice Jesús: “¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!” Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud que la del temor servil, que lleva a cumplir la ley moral por el temor al castigo o la esperanza de premios.

Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de Dios que es amor.

Y yo los aliviaré”. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la casa del Padre; la seguridad de que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de la  muerte de que es capaz el ser humano sobre la tierra podrá impedir la llegada del reino, porque el mundo, creado bueno por Dios, pero maltratado y herido por la maldad humana, ha sido amado, salvado y asumido en la carne de ese hombre perfecto, que es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios resucitado.

La ley del amor que Él nos da no es carga que oprime. Mi yugo es suave y mi carga es ligera, nos dice. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y corazón ensanchado.

Vengan a mí… aprendan de mí que soy sencillo y humilde de corazón y yo les daré descanso. Responder a su llamada es aprender del corazón de Jesús man­sedumbre, humildad, sencillez, amabilidad.

Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo.

martes, 25 de mayo de 2021

Recompensa prometida al desprendimiento (Mc 10, 28-31)

P. Carlos Cardó SJ

Paisaje bíblico con tres árboles, óleo sobre lienzo de Georges Roaualt (1952), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

En aquel tiempo, Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte".

Jesús le respondió: "Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna. Y muchos que ahora son los primeros serán los últimos, y muchos que ahora son los últimos, serán los primeros".

¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Estas palabras de Jesús, como aquellas otras que dijo a propósito del matrimonio: Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre, atemorizan a los discípulos. Entonces no viene a cuenta casarse, dijeron a propósito del matrimonio. Entonces ¿quién podrá salvarse?, piensan a propósito de las riquezas, ¿cómo vamos a sobrevivir?, ¿tendremos seguridad o nos espera la miseria? Como siempre,

Pedro se hace el portavoz del grupo e interpela a Jesús: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Aduce méritos, reclama derechos. No se pone antes a sopesar el grado de su renuncia, si en realidad lo han dejado todo y si su seguimiento de Jesús es auténtico o esta mezclado con motivaciones no evangélicas.

Viene entonces la respuesta de Jesús, misteriosa, compleja, que puede prestarse a malas interpretaciones. Les aseguro que todo aquel que haya dejado… recibirá cien veces más. No es que Jesús borre con una mano lo que ha escrito con la otra. Por eso no se puede manipular este texto para justificar el triunfalismo, las riquezas o el afán de lucro en la Iglesia. La respuesta de Jesús no va dirigida directamente a Pedro y al grupo de los “escogidos”, sino en general a todo aquel que lo siga, y está formulada como un principio general, que Pedro y los discípulos tendrán que ver si se aplica a ellos o no, si cumplen o no las condiciones y si experimentan realmente el amparo de Dios o no, y por qué.

Se recibirá cien veces más si se rompe toda atadura material o familiar que impida la libertad para poder adherirse a Cristo y colaborar con él en la misión de propagar el evangelio. Con esta libertad y desasimiento, la persona se hace plenamente disponible para acoger el don que supera todas sus expectativas.

La promesa de compensación por la renuncia es espléndida: cien veces más, aquí y después de esta vida, en padres y hermanos, porque el discípulo pasa a formar parte de la comunidad de los que son de Cristo, en la que rige la norma del amor fraterno. Asimismo, por los bienes materiales dejados, encontrará el céntuplo en casas y campos. Todo ello se da en la nueva familia, que vive los valores del Reino (cf. Mc 4,11)

Las cien casas equivalen a la vida que se caracteriza por la acogida y apertura a todos, a la nueva familia, de hombres y mujeres libres que se aman y cumplen la voluntad de Dios. Esta voluntad se realiza no en el tener sino en el dar y compartir. Lo que vale de una persona no es lo que tiene, sino lo que da. Se ve al final de la vida: a uno se le recuerda por lo que ha dado… El verdadero rico es el que da, no el que acapara.

lunes, 24 de mayo de 2021

Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 25-27)

P. Carlos Cardó SJ

Crucifixión de Jesús con María y Juan, óleo sobre tabla de Rogier Van der Weyden (1455), Museo de Arte de Filadelfia

Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.

Jesús, al ver a la Madre y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.

En la fiesta de María, Madre de la Iglesia, la liturgia propone este texto del evangelio de Juan. En él se puede ver que todo es don en la pasión y muerte de Jesús: nos da a su Madre, nos da a su Espíritu en el instante de su muerte, nos da a la Iglesia y a sus sacramentos son la sangre y el agua que brotan de su costado abierto, nos da su Corazón.

San Juan resalta el don de la Madre. De pie junto a la cruz de su Hijo, está como la Mujer nueva, la nueva Eva al lado del nuevo árbol del que brota la vida verdadera. Está junto a la cruz en posición de quien contempla el misterio que la sobrepasa y sobrecoge, pero que se le revela interiormente por el amor y la fe que tiene a su Hijo.

La discípula, la gran creyente, la que será proclamada dichosa por todas las generaciones, es ahora la Madre de los dolores porque ha llevado hasta el fin su identificación con el Crucificado. Ella siguió a Jesús en todo momento, desde en Caná, en donde inició, a petición suya, los signos de su gloria, en unas bodas que preanunciaban la boda del Cordero crucificado, en la que también ella se hace presente. Por la fidelidad de su amor y de su fe, María es Madre y figura de la Iglesia, Madre de la nueva humanidad redimida. Y representa también a Israel, pero como esposa fiel que dice: Hagan lo que les diga.

Junto a la Madre estaba el discípulo a quien Jesús tanto quería, que una antigua tradición identifica con el apóstol Juan, pero que es también figura del discípulo de Cristo, de todo aquel que está llamado a reclinar la cabeza sobre el pecho del Maestro, a vivir en su intimidad y acompañarlo hasta el calvario. Es figura universal de todo aquel que es amado por el Hijo.

Él está también como quien contempla al Hijo del hombre levantado en alto, y su porte evoca al de Moisés que levantó la serpiente a lo alto (Jn 3, 14-15). El discípulo da testimonio de la vida eterna que gana para nosotros el Crucificado. Por eso será testigo privilegiado de la resurrección, llegará el primero al sepulcro y creerá, reconocerá después al Señor desde la barca, y permanecerá con nosotros hasta su retorno (Jn 21, 22). En su evangelio canta el amor del Hijo por nosotros.

Aparecen también en la escena la hermana de su Madre, María de Cleofas, y María Magdalena. Su fidelidad amorosa al Señor, a quien servían en sus necesidades, contrasta fuertemente con la infidelidad de los discípulos, pero mucho más con el odio de los judíos y de los verdugos.

Jesús ve a su Madre. No se preocupa de sí sino de los demás, piensa en su madre. Y le dice: Mujer, como la llamó en Cana. Israel es mujer, hija de Sión, como afirma la Biblia. En María, madre del redentor, llega a la perfección el pueblo escogido y se inicia la Iglesia.

- Ahí tienes a tu hijo, le dice el Hijo, pidiéndole que reconozca también al discípulo (y en él a todos nosotros) como a su hijo, como igual a Él.

- Ahí tienes a tu madre, dice luego al discípulo para que la reconozca como madre suya. Lo que el Señor más quiere, lo da: su discípulo a su madre y su madre a su discípulo. Ha establecido para siempre la relación madre-hijo que constituye a la Iglesia en su ser más íntimo y que hace ver mundo el amor del Padre y del Hijo que a todos nos hace hermanos.

Y desde aquella hora el discípulo la acogió, en su casa, se puede decir, en el espacio propio de lo que uno más ama y que más lo identifica. La acoge como su madre, de la que deriva la existencia de los que renacen por la fe y se hacen hijos en el Hijo, hermanos del Hijo por la carne y el Espíritu, porque Él asumió nuestra carne en el seno de María y habitó entre nosotros.

domingo, 23 de mayo de 2021

Homilía del Domingo de Pentecostés - Reciban el Espíritu Santo (Jn 20,19-23)

P. Carlos Cardó SJ

Pentecostés, fresco de Giotto di Bondone (1304 – 1306) Capilla de los Scrovegni, Venecia, Italia

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a ustedess". Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

Jesús repitió: "Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo". Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos."

En la tarde del mismo domingo de su resurrección, estando sus discípulos en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos, Jesús se les hizo presente. No habían creído el anuncio que María Magdalena les había hecho: ¡He visto al Señor!  Pero a pesar de la barrera de sus dudas y temores, el Resucitado se presentó en medio de ellos, haciéndoles sentir la paz, la alegría y la unión que reconcilia y alienta, signos de su presencia viva.

A continuación, les mostró las manos y el costado: haciéndoles referencia a su historia, a la obra realizada por la salvación del mundo. Siempre se manifiesta por lo que hace por nosotros. Y los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor (v. 20). Se cumple en ellos la promesa que les había hecho: Volveré a verlos y de nuevo se alegrarán con una alegría que ya nadie les podrá arrebatar (Jn 16,22), porque es la alegría perfecta

(Jn 15,11). La Iglesia vive de esa alegría y nos la transmite al comunicarnos la certeza de que el Señor está con nosotros y no nos abandona nunca. La alegría perfecta del cristiano es la afirmación refleja de esta verdad.

De nuevo Jesús les dijo: La paz esté con ustedes. Y añadió: Como el Padre me envió, yo también los envío a ustedes. La paz, la alegría y el amor que Él crea en ellos los saca de sí mismos, los pone en una relación con Él que fundamenta su más auténtica identidad de apóstoles, es decir, de enviados. Esa será su vida, la misión que Él les da. Y en eso mismo quedarán identificados con Él porque es su misma misión, la que Él recibió de su Padre, la que les encomienda. 

Jesús entonces realizó un gesto simbólico que evoca el gesto creador de Dios sobre Adán: sopló sobre ellos. Les dio el Espíritu Santo prometido, que les hará renacer como criaturas nuevas, capaces de transmitir a los demás el mensaje de que el pecado, es decir, la carga opresora del hombre, puede perder su fuerza mortífera, si se acepta estar con Cristo y se acepta su perdón, que reconcilia y transforma a quien lo recibe.

Por medio de su Espíritu, que también ha venido a nosotros en nuestro bautismo, Cristo sigue viviente en su Iglesia y en cada uno de nosotros de manera personal y efectiva. No nos ha dejado solos, vuelve a nosotros, y por su Espíritu establece una comunión de amor con Él, con su Padre y entre nosotros.

Es el Espíritu que consuela y defiende, que recuerda todo lo que Jesús nos enseñó y nos conducirá hacia la verdad completa. La comunidad de los apóstoles y de los primeros cristianos quedó transformada por su venida y nosotros también podemos permitirle que realice nuestra transformación. Él nos hace capaces de la constante renovación, cambia nuestra manera de pensar, nos da disponibilidad para lo que el Señor nos quiera pedir, nos mueve a encontrarnos y comprendernos por encima de las diferencias porque crea entre nosotros la unión perfecta.

El Espíritu Santo procede de Dios, no es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa el dinamismo de los hombres y mujeres de buena voluntad que buscan transformar el mundo conforme al plan de Dios.

El Señor cuenta con nuestra colaboración para que su palabra llegue a todas partes. Para ello nos da su Espíritu, que nos hace obrar como hijos, no como esclavos, por amor y no por temor ni por la simple obligación de la ley, y nos da inteligencia y fuerza, conocimiento de Dios y de sus caminos (Ef 1,17; Col 1, 9). Debemos dejar que surja de nuestro interior el deseo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende ellos el fuego de tu amor. Su acción sobre nosotros, efusión del amor que es el ser de Dios, pondrá en nosotros un corazón nuevo (Ez 36,26; Is  59, 21), para que vivamos según las enseñanzas del Señor y, sobre todo, nos amemos unos a otros como Él nos amó.