P. Carlos Cardó SJ
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a ustedess". Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: "Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo". Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos."
En la tarde del mismo domingo de su resurrección, estando sus discípulos
en una casa con las puertas atrancadas
por miedo a los judíos, Jesús se les hizo presente. No habían creído el
anuncio que María Magdalena les había hecho: ¡He visto al Señor! Pero a
pesar de la barrera de sus dudas y temores, el Resucitado se presentó en medio
de ellos, haciéndoles sentir la paz, la alegría y la unión que reconcilia y
alienta, signos de su presencia viva.
A continuación, les mostró las manos y el costado: haciéndoles
referencia a su historia, a la obra realizada por la salvación del mundo.
Siempre se manifiesta por lo que hace por nosotros. Y los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor (v. 20). Se
cumple en ellos la promesa que les había hecho: Volveré a verlos y de nuevo se alegrarán con una alegría que ya nadie les
podrá arrebatar (Jn 16,22), porque es la alegría perfecta
(Jn 15,11). La Iglesia vive de esa alegría y nos la transmite al
comunicarnos la certeza de que el Señor está con nosotros y no nos abandona
nunca. La alegría perfecta del cristiano es la afirmación refleja de esta
verdad.
De nuevo Jesús les dijo: La
paz esté con ustedes. Y añadió: Como el Padre me envió, yo también los envío a
ustedes. La paz, la alegría y el amor que Él crea en ellos los saca de sí
mismos, los pone en una relación con Él que fundamenta su más auténtica
identidad de apóstoles, es decir, de enviados. Esa será su vida, la misión que
Él les da. Y en eso mismo quedarán identificados con Él porque es su misma
misión, la que Él recibió de su Padre, la que les encomienda.
Jesús entonces realizó un gesto simbólico que evoca el gesto
creador de Dios sobre Adán: sopló sobre ellos. Les dio el Espíritu Santo
prometido, que les hará renacer como criaturas nuevas, capaces de transmitir a
los demás el mensaje de que el pecado, es decir, la carga opresora del hombre,
puede perder su fuerza mortífera, si se acepta estar con Cristo y se acepta su
perdón, que reconcilia y transforma a quien lo recibe.
Por medio de su Espíritu, que también ha venido a nosotros en
nuestro bautismo, Cristo sigue viviente en su Iglesia y en cada uno de nosotros
de manera personal y efectiva. No nos ha dejado solos, vuelve a nosotros, y por
su Espíritu establece una comunión de amor con Él, con su Padre y entre
nosotros.
Es el Espíritu que consuela y defiende, que recuerda todo lo que Jesús
nos enseñó y nos conducirá hacia la verdad completa. La comunidad de los
apóstoles y de los primeros cristianos quedó transformada por su venida y
nosotros también podemos permitirle que realice nuestra transformación. Él nos
hace capaces de la constante renovación, cambia nuestra manera de pensar, nos
da disponibilidad para lo que el Señor nos quiera pedir, nos mueve a encontrarnos
y comprendernos por encima de las diferencias porque crea entre nosotros la
unión perfecta.
El
Espíritu Santo procede de Dios, no es un concepto, ni una fórmula, sino el
mismo ser divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la
historia humana a su plenitud. Lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa
el dinamismo de los hombres y mujeres de buena voluntad que buscan transformar
el mundo conforme al plan de Dios.
El
Señor cuenta con nuestra colaboración para que su palabra llegue a todas
partes. Para ello nos da su Espíritu, que nos hace obrar como hijos, no como
esclavos, por amor y no por temor ni por la simple obligación de la ley, y nos da
inteligencia y fuerza, conocimiento de Dios y de sus caminos (Ef 1,17; Col 1, 9). Debemos dejar que
surja de nuestro interior el deseo: Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende ellos el fuego de
tu amor. Su acción sobre nosotros, efusión del amor que es el ser de Dios,
pondrá en nosotros un corazón nuevo (Ez
36,26; Is 59, 21), para que vivamos según
las enseñanzas del Señor y, sobre todo, nos amemos unos a otros como Él nos
amó.
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