P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Les aseguro, si piden algo al Padre en mi Nombre, se los dará. Hasta ahora no han pedido nada en mi Nombre; pidan y recibirán, para que su alegría sea completa. Les he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que les hablaré del Padre claramente. Aquel día pedirán en mi Nombre, y no les digo que yo rogaré al Padre por ustedes, pues el Padre mismo los quiere, porque ustedes me quieren y creen que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre".
Pidan
y recibirán; así serán colmados de alegría. En su
despedida, Jesús quiere hacer ver a sus discípulos que su fe en Él los hará
capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden obtener de
sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener la esperanza
a pesar de las pruebas y dificultades.
La alegría no es un componente
secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado en el que debe
vivir el cristiano y no debe perder. Pero no se trata de cualquier alegría. No
puede darse sin la libertad de las personas, sin la paz que es fruto de la
justicia en las relaciones en sociedad, sin la fraternidad que expresa el amor
mutuo y la igualdad esencial de todas las personas, y sin la comunión con Dios,
cuyo rostro se busca en la oración cotidiana y su presencia se experimenta por
la fe. No es, por tanto, una alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual
que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y a veces nos hacen vivir en carne
propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido
religioso. La alegría de que Jesús habla no puede pasar por encima de nuestra
realidad. Él nos la da para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad
frente a todo abuso u opresión; para mantener la paz en nuestros corazones y
construirla en la sociedad por medio de la justicia; y para movernos en todo
con el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades puramente temporales.
Los evangelios no se escribieron
en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una
comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso
destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en
su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz.
Tampoco las más bellas páginas de
la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre
fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus
mayores crisis. Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza
cuando más desesperado estaba en el exilio. Y la razón fundamental por la que
se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia la da San
Pablo: Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros? (Rom 8, 31).
Por consiguiente, no es que el
dolor cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar
en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas. La alegría surge cuando,
por la fe, se asume el dolor no como fatalidad, sino como ocasión para sentir
la presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y
consternación que el dolor produce. Las pruebas y sufrimientos inherentes a la
existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente resignada y pasiva,
sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de sentido. Es el significado
de la imagen de la parturienta que sabe que sus dolores anteceden a la alegría
por el nacimiento del niño.
Jesús hace ver también que la alegría
verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se
busca ganando más y más dinero ni logrando éxitos según el mundo. La alegría
verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata,
por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad
del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia a nuestro lado el
poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y sobre nuestros errores y
pecado. De todo esto saldremos
triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).
Finalmente, el tiempo que
transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús
como el tiempo de la esperanza, que se alimenta con la oración confiada y
eficaz. En ese día, es decir, en el
tiempo de su presencia resucitada, en
el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme
(pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.
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