P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: "Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos".
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al Cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la Palabra con las señales que los acompañaban.
El Señor se va, pero deja a sus discípulos la certeza de que no
los abandona. La comunidad que ellos forman, y que da inicio a la Iglesia, vivirá
de esta vivencia de su presencia continua y dará testimonio de ella en el mundo.
Los Hechos de los Apóstoles y los evangelios describen el paso de
Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje simbólico que corresponde a la idea
que se tenía del mundo en aquella época. Se pensaba el universo dividido en
tres niveles: el cielo (la casa de Dios), la tierra (el lugar de las criaturas)
y los infiernos (lo que está abajo, el lugar de los muertos). Por eso se dice
que Jesús “desciende” a los infiernos como los muertos y “sube” después a los
cielos de donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere
decir es que la resurrección del Señor culmina en su ascensión. Jesucristo vuelve
a su Padre, vive y reina con Él para siempre. Por eso, ascensión es sinónimo de
exaltación.
Jesús asciende a su Padre y, al hacerlo, asume y recoge en sí
todos los deseos de sus hermanos. Su elevación nos da la certeza de hallar lo
que nos ha prometido, que corresponde al anhelo profundo de la humanidad. Los
recuerdos que de ahora en adelante nos hablen de Él, no inducirán a la nostalgia
sino a la certeza de que Jesús en verdad ha resucitado y volverá.
Ya no estará físicamente presente con sus discípulos, como lo
estuvo durante su vida terrena; ahora estará dentro de ellos, en lo íntimo de su
ser. Yo estaré con ustedes todos los días (Mt 28, 20). San Pablo dirá
que esa nueva forma de hacerse presente Cristo se realiza por medio del
Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. No permanece únicamente como un
recuerdo de sus palabras, de su doctrina, del ejemplo de su vida. No, él nos
deja su Espíritu, es decir, infunde en nosotros su amor, que es la esencia
misma del ser divino, la vida de Dios.
Por el Espíritu, que se nos envía desde el Padre, la vida divina
penetra en las profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones.
Así, volviendo a su Padre y nuestro Padre, a su Dios y nuestro Dios (cf. Jn 20,17), llevando consigo nuestra
realidad humana, que Él hizo suya por su encarnación, nos hace capaces de
compartir su vida divina. En el prefacio de la misa de hoy daremos gracias
porque Cristo Nuestro Señor, “después de su Resurrección, se apareció
visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo para
hacernos compartir su divinidad”.
Con su ascensión, Cristo no abandona el mundo; adquiere una nueva
forma de existencia que lo hace misteriosamente presente en el corazón de la
historia. Por eso no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra, en
donde permanece. Huir del mundo es una tentación, porque Cristo no ha huido.
Los ángeles, en el relato de Hechos, corrigen a los apóstoles que se quedan parados
mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia debe mirar a
la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado. Con la ascensión
se inaugura el tiempo de la Iglesia, que es el tiempo del testimonio y del
empeño, de la siembra laboriosa y de la lenta germinación de la semilla, del
crecimiento del trigo junto con la cizaña, en la esperanza de la última y
gloriosa venida de nuestro salvador y Señor.
La ascensión nos hace mirar la tierra, en la que se desarrolla el
combate entre la fe y la increencia, entre la justicia del Reino y el egoísmo
humano, en todas las esferas de la vida personal y social. Y, al mismo tiempo,
la ascensión nos hace ver que somos “ciudadanos del cielo”, anunciadores de una
esperanza que mira más allá de las cosas de este mundo que pasa. La ascensión
nos hace amar la vida y defenderla, porque ha sido creada por Dios y asumida
por su Hijo Jesucristo quien, por su resurrección y ascensión, la ha llevado
junto a Dios, al lugar que le corresponde. En esto consiste la buena noticia
que el Señor nos encomienda en su ascensión: Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura
(Mc 16, 15).
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