P. Carlos Cardó SJ
Jesús alzó sus ojos al cielo y dijo: "No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que creerán en mí por tu Palabra. Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la Gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Así alcanzarán la perfección en la unidad, y el mundo conocerá que tú me has enviado y que yo los he amado a ellos como tú me amas a mí."
El tema dominante de la oración
sacerdotal de Jesús en su última cena es el tema de unidad, que corresponde a
la gloria del Hijo reflejada en la Iglesia. La vida de la Iglesia ha de
reflejar el misterio de donación y comunión que constituye la unidad del Dios
Trinidad, concretamente el amor del Padre, la obediencia y entrega del Hijo y
la comunión del Espíritu Santo.
A la Iglesia, comunidad formada
por los discípulos de Jesús y por los que creerán en Él por el testimonio y la
predicación de ellos, Jesús le ha hecho
participar de la gloria que ha recibido del Padre. En su cena, pide para que
puedan contemplar esa gloria en toda su plenitud cuando estén todos reunidos
con Él junto al Padre.
Sabemos ya que la gloria que
Cristo ha recibido del Padre y desea para su Iglesia no tiene nada que ver con
el triunfalismo. Consiste en la manifestación victoriosa del amor que sirve, se
entrega y salva; del amor que, en definitiva, constituye el ser mismo de Dios.
Jesús no retiene para sí la gloria, la prodiga en el amor con que procura el
bien de los demás, sana sus dolencias, los libera de toda opresión y les da
vida eterna. Esa es la gloria que da a sus discípulos y que ellos deberán transparentar
en un amor mutuo semejante al suyo.
Se entiende, entonces, que la
práctica del amor que sirve y se entrega (el mandamiento del Señor) es lo que
les ha de mantener unidos, pues en eso consiste la unidad verdadera de los que son
de Cristo. Yo les he dado la gloria que
tú me diste, de modo que puedan ser uno, como nosotros somos uno.
La Iglesia está fundada para
reproducir y hacer presente en la historia la obediencia de Jesucristo al
Padre, por la cual no vivió para sí, no vino a ser servido sino a servir y dio su
vida. En el ejercicio de su misión, la Iglesia ha de reproducir ese mismo
dinamismo de amor, entrega y servicio que en la persona y actuación de Jesús
aparece como la gloria que ha recibido de su Padre. Por consiguiente, el éxito
de la labor evangelizadora de la Iglesia no reside en la grandeza de sus
instituciones y de sus obras, sino en su capacidad de hacer sentir a la gente
el amor con que Jesús amó a su Padre y a sus hermanos.
La unidad es don de Dios, por eso
Jesús la pide para nosotros. La división, en cambio, es obra del pecado. La
unión que hay entre el Padre y el Hijo es fuente de la unión en la comunidad de
los cristianos y modelo que deben procurar imitar. En la vida trinitaria, las
tres personas divinas, manteniendo sus características y funciones propias, forman
un solo ser divino. En la comunidad cristiana no se puede buscar una unidad en
la uniformidad, sino en el respeto de la diversidad, que es riqueza de la misma
Iglesia.
En la manifestación de la gloria y
en la formación de la unidad hay, además, un dinamismo de presente y futuro, ambas
son realidades actuales y por venir. Jesucristo había recibido la gloria que el
Padre le había dado porque lo había amado desde antes de la creación del mundo;
no obstante, esperaba ser glorificado en la hora
de su muerte y resurrección. De modo semejante, la unidad de la Iglesia –en la
que se muestra la gloria de Cristo– es una realidad actual, transmitida por Él
mismo, pero su plena realización es objeto de esperanza porque todavía no se ha
realizado plenamente.
Cuando Cristo sea todo en todos y
seamos congregados por Él en su reino, entonces se alcanzará la unidad
perfecta. Mientras tanto, la unidad de los cristianos es una tarea y anhelo
continuo pues tiene que ser visible para
que el mundo crea.
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